Ya hemos comprendido que concertar un plan de salvación nacional mientras la nación se va a la mierda es algo que repugna a nuestros dirigentes y sobrepasa sus capacidades
La última sesión de control al Gobierno en el Congreso. (EFE)
Ya hemos comprendido que concertar un plan de salvación nacional mientras la nación se va a la mierda es algo que repugna a nuestros dirigentes y, además, sobrepasa sus capacidades. Los nuevos métodos de selección de los líderes partidarios se diseñaron para promover no a los más capaces, sino a los más feroces. Por eso Sánchez arrasó a Madina, Iglesias fusiló a Errejón, Casado derrotó a Soraya y Rivera señaló la puerta de salida a quienes trataron de evitar que se volara la sien.
No se les puede pedir que actúen contra su naturaleza. Ni siquiera con 27.000 muertos sobre la mesa, y los que vengan si hay rebrote. Ni con la segura perspectiva de una hecatombe económica. Ni con el panorama de un 60% de la población dependiendo del Estado para subsistir (lo que a alguno de los socios de este Gobierno incluso le alegra el alma porque ese es precisamente su modelo de sociedad).
No nacieron corderos, sino lobos. Si los obligaran a enfundar las navajas, no sabrían qué hacer con las manos. Por eso es una pérdida de tiempo insistir en que lo único sensato para enfrentarse con eficacia a las pestes que nos amenazan es sustituir la cultura política de la confrontación por la de la cooperación y ponerse a trabajar juntos para sacar el país del pantano. No quieren ni sabrían hacerlo.
No habrá una versión siglo XXI de los Pactos de la Moncloa ni nada que se parezca a ello, eso ya está asumido. Pero incluso para gentes como ellos, debería ser posible, en un momento como este, acotar el perímetro del combate y convenir unas cuantas cosas elementales, de puro sentido común, que solo pueden traer alivio a sus súbditos y un poco de higiene en el campo de batalla.
Han formado una comisión parlamentaria. Quizás, entre los insultos y puñaladas de rigor (nunca hay que desentrenarse), podrían encontrar tiempo para hacer algo útil y acordar, sin desdoro de su soberbia tribal, unas cuantas cosas pequeñas pero valiosas. A título meramente enunciativo, se me ocurre sugerir algunas:
En su momento, habrá que revisar a fondo los fundamentos de nuestro sistema sanitario en su doble dimensión, asistencial y preventiva. Mientras tanto, quizá sea posible dar algunos pasos elementales. Por ejemplo, que un residente en Madrid que necesite un medicamento estando en Andalucía acuda a una farmacia y se lo puedan dispensar con una receta electrónica válida en todo el territorio. Seguro que en este verano complicado muchos enfermos crónicos agradecerían no tener que meter en la maleta, junto con guantes y mascarillas, un cargamento de pastillas… y rezar para no necesitar un antibiótico.
La segunda propuesta es un poco más osada, aunque imprescindible. Pasaría por restablecer el principio de que los datos sanitarios —en realidad, todos los datos— no son propiedad de la Administración que los recolecta, sino de los ciudadanos y de la sociedad entera. En 2020, no hay ningún obstáculo técnico para que un médico que detecte un contagio en cualquier rincón de España lo introduzca en su ordenador —incluso en su móvil— y la información viaje en pocos segundos a los bancos de datos del ayuntamiento, de la comunidad autónoma, del Ministerio de Sanidad y ¿por qué no? de la Comisión Europea y de la OMS.
Acabar con el secuestro político de los datos de salud pública no implica traición ideológica, ni atenta contra las competencias de nadie, ni acarrea capitulación política ni suministra o priva de oxígeno a ningún Gobierno. Simplemente, rehabilita la lógica y ayuda a salvar vidas. Quiero creer que hasta los más sectarios centinelas de las trincheras partidarias lo considerarían razonable.
Hay otros posibles microacuerdos que contribuirían a sanear el entorno, reducir la concentración de azufre en la atmósfera política y despejar muy justificadas desconfianzas. Por ejemplo, las que tienen que ver con preservar la higiene jurídica de la democracia, algo tan necesario estos días como lavarse las manos a menudo.
Desde el inicio de la pandemia, el Gobierno ha producido más de 180 normas especiales, algunas de las cuales se incorporan al ordenamiento jurídico y lo transforman. Si añadimos las dictadas por los gobiernos autonómicos, la cifra es milenaria. Apliquemos un criterio típicamente anglosajón: lo que se regula para una situación excepcional caduca al pasar esta. Debería ser posible un acuerdo político que comprometa al Gobierno —a todos los gobiernos— a hacer decaer las normas dictadas para la emergencia sanitaria cuando esta quede superada; y si se considera que algunas de ellas deben permanecer, tramitarlas de nuevo por el procedimiento ordinario.
También sería muy saludable restablecer el principio de la publicidad de los órganos de la Administración pública, así como la objetividad y la justificación motivada de sus actos. En un Estado moderno y democrático, no puede haber órganos clandestinos ni procesos de decisión opacos —salvo los que se declaren información clasificada por afectar a la seguridad nacional—. Si se programa una 'desescalada asimétrica' (cuántos horrendos palabros ha generado esta crisis), las decisiones para ejecutarla tienen que ser cristalinas y estar por encima de toda sospecha. La forma discrecional de conducir el proceso por parte del Gobierno es un manantial de sospechas y solo sirve para envenenarlo todo. Si hay un político en España que ya no puede esperar que se confíe en él bajo palabra de honor, se llama Pedro Sánchez.
Tampoco estaría mal, como reclaman los partidos de la oposición, los gobiernos autonómicos y los alcaldes, que se respete la buena fe en los procedimientos. Primero se consultan las decisiones y después se anuncian, no al revés.
Hay muchos más ejemplos. Quién sabe, a lo mejor por la vía de los microacuerdos se puede llegar más lejos. Todo es empezar.
(Tras escribir estas líneas, leo esta declaración: “España está en cifras tan altas de contagiados y de fallecidos porque en España está la Comunidad de Madrid, que es la tercera región del mundo en letalidad por el coronavirus. Algo habrá tenido que ver la gestión del Partido Popular”.
La declaración es falsa en los datos y vomitiva en la intención. Pienso que algo así solo puede venir de Torra o de algún nacionalista enloquecido. Pero la voz me resulta familiar. Resulta que el jenízaro es Rafael Simancas, tres veces candidato socialista a la presidencia de Madrid, connotado jacobino hasta su conversión al sanchismo y actual guardaespaldas de Adriana Lastra. Me dan ganas de tirar el artículo a la papelera: como dijo el torero, “lo que no pué ser no pué ser y además es imposible”. Pero decido enviarlo, lleno de desesperanza).
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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