El autor subraya que la epidemia supone una lección de humildad para todos, y que debería servir para valorar lo que tenemos y ser más solidarios.
Reuters
Nada hacía presagiar hace unos meses lo que se nos venía encima. Sociedades empoderadas se creían que lo controlaban todo y que nada se escapaba a su dominio. En la mitología griega, la hybris representaba el pecado de la soberbia y la desmesura del ser humano, que era puesto en el sitio que le correspondía por Némesis, la diosa de la Justicia Distributiva. La naturaleza nos ha dado una lección de humildad en forma de virus maldito para recordarnos lo efímero que somos y para hacernos reflexionar sobre cosas mucho más importantes que tenemos y que ya dábamos por seguras.
El virus ha pasado como una plaga bíblica, como un huracán, dejando en pocas semanas un reguero de muerte de decenas de miles de ciudadanos. Mayoritariamente, atacando a nuestros ancianos. Como si fuera una venganza por todo lo que hicieron por dejarnos a las generaciones actuales un mundo mejor, sin preocupaciones, que nosotros no sólo no hemos sido capaces de aprovechar para beneficio general, sino que hemos generado más diferencias y desigualdades entre unos y otros.
Cuánto sufrimiento. Para los pacientes que nos han dejado entre estertores por la falta de aire, fruto de la afectación pulmonar que produce el virus. Por la soledad que conllevaba el aislamiento en los hospitales para evitar la propagación de la pandemia. Para los familiares que no han podido acompañar en esta última fase de la enfermedad a sus seres queridos: al final, sólo les ha quedado la opción de rezarles porque, cuando fallecían, no estaba permitido velarles y ni siquiera enterrarles, porque la incineración era obligatoria dado el riesgo de contagio.
Cuánta impotencia y dolor para los médicos y sanitarios, que se han visto superados por una demanda que les hacía elegir entre quién vivía y quién moría como consecuencia de la falta de recursos. Muchas veces, a costa de su propia seguridad física por no tener los elementos de protección personal adecuados. La medicina está para curar, para cuidar o para aliviar, no para elegir. Y también el miedo. El miedo por no saber el número de pacientes a los que nos íbamos a enfrentar al día siguiente, pero sí estar seguros de que no íbamos a poder atender a todos.
Cuánta frustración para todos aquellos que perderán su empleo o el patrimonio de años de trabajo, fruto de la crisis económica a la que nos vamos a ver abocados; todavía no sabemos hasta dónde va a llegar, aunque ya se habla de que va a ser la más profunda desde la Segunda Guerra Mundial.
No puede haber lecturas positivas, pero sí interpretaciones constructivas que nos obliguen a valorar lo que tenemos
Todas estas consecuencias las conocemos sin saber si el virus volverá en algún momento, porque después de tanta muerte no tenemos tratamiento específico ni vacuna, y el maldito virus va a permanecer entre nosotros, agazapado, esperando a salir para volver a hacer todo el daño que pueda, ahora o en otoño.
Al final, lo único positivo ha sido el confinamiento al que nos hemos visto obligados y que nos ha forzado a reencontrarnos, día a día, en forma de convivencia constante, con nuestros hijos, nuestras parejas y nuestras familias. Íbamos tan rápido que apenas había oportunidad para pararse a disfrutar de ellos, y ha tenido que venir el virus para recordárnoslo, para reconciliarnos un poco con nosotros mismos.
Casualmente, el virus ha hecho más daño en las sociedades más evolucionadas –Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, España, Alemania– y por el momento, y de forma extraña, ha dejado de lado a los países menos desarrollados, más pobres. Sin tecnología, ni millones de euros, ni buenos sistemas sanitarios, la única arma que tenían estos países era el simple confinamiento, la medida que se ha demostrado más eficaz para detener la propagación del Covid.
Parece que el maldito virus está hecho a medida para darnos un toque de atención y para que aprendamos de los más pobres. Una lección de humildad para bajarnos de la soberbia y la arrogancia que otorga el poder económico, y que nos paremos a reflexionar sobre lo que no diferencia clases sociales: la familia. La humildad de esconderse ante un enemigo que claramente nos supera y que no podemos vencer por mucho que tengamos los mejores recursos imaginables.
No puede haber lecturas positivas de esta tragedia, pero sí interpretaciones constructivas que nos obliguen a ir más despacio y valorar las cosas que tenemos más cerca y somos afortunados por tenerlas. A ser más solidarios con todos porque el mundo no es sólo de, ni para unos pocos. En definitiva, a permitir que la ciencia y la tecnología suban el suelo de todos y no cree ascensores para unos pocos.
JUAN ABARCA CIDÓN*** Vía EL ESPAÑOL
*** Juan Abarca Cidón es presidente de HM Hospitales.
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