Lo más destacado de la semana, que no lo más importante, ha sido el enfrentamiento entre algunas Conferencias Episcopales y sus respectivos gobiernos sobre el mantenimiento de la prohibición de celebrar el culto público.
Los obispos franceses y los italianos han sido muy críticos con las decisiones de sus autoridades civiles, que, según un obispo italiano, trasladan a la población la idea de que la Iglesia no es un lugar seguro, sino un sitio peligroso, mientras que en cambio se permite el acceso de la gente a sitios con mayor riesgo de contagio, como bares, restaurantes y museos.
En el caso italiano, tras la intervención de los obispos se produjo otra del Papa, que quitó tensión al enfrentamiento y que, quizá, está relacionada con las negociaciones para que el Vaticano reciba alguna ayuda económica por parte del estado italiano. Estoy seguro, en todo caso, de que en Italia se llegará a un acuerdo y se llegará pronto, como se ha llegado a un acuerdo en España. Más difícil lo van a tener los franceses.
Pero lo más importante, lo que debería atraer la atención de las autoridades de la Iglesia, tanto o más que las necesarias negociaciones para la apertura al pueblo de Dios de los templos, es lo que se le va a ofrecer a los fieles cuando puedan volver a misa. Los que vayan, desafiando el miedo al contagio, necesitarán más que nunca apoyo espiritual. Ya dije la semana pasada que el mensaje tiene que ser de unidad y no de división, y que esa unidad sólo se puede lograr en torno a Cristo, a su Palabra y a la Tradición, pues esas son las dos fuentes de la Revelación.
Además de eso, hay que intentar curar algunas heridas que arrastramos quizá desde siempre. La primera de ellas es la incapacidad que tenemos para agradecer. Es una herida tan vieja como el pecado original. Nos lleva a dedicar nuestra atención a nosotros mismos, poniéndonos como centro del universo y considerando a los demás como si fueran planetas que tienen que girar alrededor del sol, que somos nosotros.
Los obispos franceses y los italianos han sido muy críticos con las decisiones de sus autoridades civiles, que, según un obispo italiano, trasladan a la población la idea de que la Iglesia no es un lugar seguro, sino un sitio peligroso, mientras que en cambio se permite el acceso de la gente a sitios con mayor riesgo de contagio, como bares, restaurantes y museos.
En el caso italiano, tras la intervención de los obispos se produjo otra del Papa, que quitó tensión al enfrentamiento y que, quizá, está relacionada con las negociaciones para que el Vaticano reciba alguna ayuda económica por parte del estado italiano. Estoy seguro, en todo caso, de que en Italia se llegará a un acuerdo y se llegará pronto, como se ha llegado a un acuerdo en España. Más difícil lo van a tener los franceses.
Pero lo más importante, lo que debería atraer la atención de las autoridades de la Iglesia, tanto o más que las necesarias negociaciones para la apertura al pueblo de Dios de los templos, es lo que se le va a ofrecer a los fieles cuando puedan volver a misa. Los que vayan, desafiando el miedo al contagio, necesitarán más que nunca apoyo espiritual. Ya dije la semana pasada que el mensaje tiene que ser de unidad y no de división, y que esa unidad sólo se puede lograr en torno a Cristo, a su Palabra y a la Tradición, pues esas son las dos fuentes de la Revelación.
Además de eso, hay que intentar curar algunas heridas que arrastramos quizá desde siempre. La primera de ellas es la incapacidad que tenemos para agradecer. Es una herida tan vieja como el pecado original. Nos lleva a dedicar nuestra atención a nosotros mismos, poniéndonos como centro del universo y considerando a los demás como si fueran planetas que tienen que girar alrededor del sol, que somos nosotros.
Esta terrible herida nos hace fijarnos sólo en lo negativo y no ver, y por lo tanto no valorar, lo bueno que hay o que ha habido en nuestra vida, sea poco o mucho. Eso, además de ser una fuente de depresión, es una injusticia, para con Dios y para con tantas personas que nos han dado tanto. El ingrato considera que tiene derecho a todo y que no le debe nada a nadie. El ingrato se ve a sí mismo como una víctima permanente y por eso se está siempre quejando. Al ingrato, le den lo que le den, todo le parece poco y siempre está pidiendo más. El ingrato, en definitiva, es una persona muy infeliz y que contribuye a la infelicidad de los que le rodean.
Por eso creo que la gran labor pastoral de la Iglesia en esta vuelta a la normalidad debería ir dirigida a curar de la ingratitud a ese hombre herido profundamente por el egoísmo. Para ello hay que insistir en el amor de Dios -manifestado desde la encarnación hasta la ascensión, dando especial importancia a la eucaristía- y también en el amor debido a Dios. Un amor que no es opcional, sino que es un deber de justicia, porque el agradecimiento no puede considerarse un gesto cortés que se da o no se da según la buena educación del que recibe el favor.
El agradecimiento, además, debe entenderse no sólo como una manifestación sentimental, sino que debe expresarse en obras. Esas obras han de ir dirigidas en primer lugar directamente a Dios, que es con quien tenemos la mayor deuda de gratitud, y eso significa que hay que rezar más, ir a misa más, comulgar más y mejor. Después debe dirigirse a Dios pero a través del prójimo; no podemos amar al Dios al que no vemos si no amamos al prójimo al que vemos y, por lo tanto, debemos demostrarle a Dios nuestra gratitud con obras de caridad, que incluya una generosa ayuda económica a los que están pasándolo peor que nosotros.
La Iglesia católica, fiel a nuestra tradición de dos mil años, está preparándose para ayudar a los que están siendo más afectados por la crisis. Pero, ¿de dónde va a sacar el dinero? Muchas parroquias están casi en la quiebra y lo mismo muchas diócesis. Para dar de comer al hambriento hay que tener con qué darle de comer, aunque solo sean cinco panes y dos peces. Y para que aparezcan los recursos hay que motivar a quien los tiene para que los comparta. Por eso es imprescindible la espiritualidad.
La Iglesia católica, fiel a nuestra tradición de dos mil años, está preparándose para ayudar a los que están siendo más afectados por la crisis. Pero, ¿de dónde va a sacar el dinero? Muchas parroquias están casi en la quiebra y lo mismo muchas diócesis. Para dar de comer al hambriento hay que tener con qué darle de comer, aunque solo sean cinco panes y dos peces. Y para que aparezcan los recursos hay que motivar a quien los tiene para que los comparta. Por eso es imprescindible la espiritualidad.
Sólo Dios puede movernos para compartir con quien tiene aún menos que nosotros y eso sólo será posible si nos hacemos conscientes de la deuda de agradecimiento que tenemos con Él. Por eso, ahora más que nunca, es necesario hablar de Dios a los hombres y hablarles también del amor debido a Dios. El agradecimiento, la Eucaristía -que es una acción de gracias- llevada a la vida, será la que nos salve de nuestro egoísmo y la que sacie el hambre de los que no tienen para comer.
Es tiempo de caridad, pero para que eso sea posible debe haber más espiritualidad. Si hay más espiritualidad, habrá más caridad. Por eso es tiempo de oración, de Eucaristía, de agradecimiento, de Dios.
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