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domingo, 31 de mayo de 2020

Reformas fiscales para fomentar la destrucción


Hogares con patrimonio de hasta 43.000 euros de patrimonio, sin la casa, podrán cobrar la renta mínima 

Hogares con patrimonio de hasta 43.000 euros de patrimonio, sin la casa, podrán cobrar la renta mínima


El viernes fue fiesta mayor para el Gobierno de Pedro & Pablo, particularmente para el profesor asociado de la facultad de Políticas de la Complutense sobrevenido Nobel de Economía y aguerrido Robin Hood de los pobres hispanos. El vicepresidente presentó como una conquista personal la aprobación del Ingreso Mínimo Vital (IMV) que "se concederá de oficio, de forma inmediata, a todas las personas que están recibiendo una prestación por hijo a cargo" (…) "Solo tendrán que presentar los documentos que acrediten edad y tiempo de residencia viviendo en España". Momento para la propaganda y los excesos verbales. Iglesias sostenía que "es el mayor avance en derechos sociales desde la aprobación de la ley de dependencia”, mientras nuestro Granma, atiborrado de cifras impactantes sobre la pobreza en la piel de toro, pandemia que atribuía a la ineficacia de “las políticas españolas para redistribuir la riqueza”, aseguraba que "España empieza a levantar este viernes un nuevo pilar en el Estado de bienestar". La desigualdad y su letanía.
Pocos, por no decir nadie, cuestionan hoy la oportunidad de ese IMV llamado a socorrer con urgencia a aquellas capas de población más golpeadas por una crisis sanitaria que ha obligado a cerrar la economía a cal y canto. La cuestión está en hacer de ese subsidio una realidad con los controles necesarios y la garantía de que en efecto llegará a quienes lo necesiten, no a los que no han dado golpe en su vida y sueñan con la idea de seguir viviendo del erario público sin trabajar. La precipitación, no casual, impuesta por el vicepresidente comunista, abona las sospechas. Todo desprende un tufo a improvisación que apesta. El IMV, que debería ser un programa de ayuda temporal no consolidable como un gasto fijo más del Estado, corre el riesgo de convertirse, sin los controles precisos, en una especie de PER a escala nacional capaz de dar un nuevo impulso a la economía sumergida y generar una bolsa de pobres dependientes de la caridad del Estado, sin incentivos para la búsqueda efectiva de empleo.
Tal explosión de caridad con el dinero del contribuyente tuvo el mismo viernes su contrapartida en la publicación de un déficit del Estado que entre enero y abril rozó los 20.000 millones, el 1,78% del PIB, casi el triple del registrado el mismo periodo de 2019. Los gastos públicos se dispararon en abril un 48,7%, mientras los ingresos cayeron un 29,2%. "A este ritmo la brecha presupuestaria a final de año superará los 100.000 millones". Apenas un entremés para el espectáculo de quiebras empresariales y pérdidas de empleo que nos espera, y cuyo prolegómeno hemos conocido esta semana con el episodio de Nissan. ¿Cómo va a reaccionar este Gobierno ante lo que se viene encima? ¿Cómo piensa pagar tanta generosidad, la caja vacía, con todo tipo de colectivos? ¡Que no cunda el pánico! El maestro Ciruela de Podemos adelantó esta misma semana, jueves 28, su receta milagrosa, consistente en aumentar la presión fiscal (con impuesto a las grandes fortunas incluido) en más de 7 puntos “para afrontar la reconstrucción con políticas fiscales expansivas”, al más puro estilo Zapatero, todo un programa que remató con una frase para la historia: “Sin reforma fiscal no habrá reconstrucción”. José Luis Feito, uno de los economistas españoles más prestigiosos, puso la frase en contexto: “Hay reformas fiscales para sustentar la reconstrucción y reformas fiscales para fomentar la destrucción”.
Aludir a la necesidad de una reforma fiscal capaz de liberar los corsés que atenazan el crecimiento potencial de nuestra economía, anulando su tendencia a producir paro a mansalva en la fase bajista del ciclo, es mentar la soga en casa del ahorcado. Ni izquierda ni derecha han sido capaces de abordarla, porque ni una ni otra se han atrevido nunca a decirle la verdad al ciudadano. No lo hizo el pasmado Rajoy (dos años se cumplen ahora de la “rendición del Arahy”) con su mayoría absoluta, que optó por la sempiterna salmodia socialdemócrata con Montoro de solista, y mucho menos lo hará un Gobierno cuya ideología rinde pleitesía al rancio estatismo de la planificación económica centralizada. Iglesias se ha aprendido como un lorito la especie de que la recaudación de impuestos en porcentaje de PIB en España es inferior en 7 puntos a la media de la zona euro (en realidad 6,3 puntos, 35,4% frente a 41,7% en 2018), y a ello se aferra para amenazarnos con una reforma fiscal que acabaría con la economía española contra la lona. Ese es todo su basamento teórico, y el de gran parte de la izquierda, que olvida el detalle fundamental de que la renta per cápita española es inferior a la media de la zona euro.
No tiene sentido tratar de converger con los niveles impositivos de países más ricos que el nuestro sin antes conseguir la convergencia con su renta per cápita
En todo caso, el criterio que debería guiar la política impositiva no debería centrarse en su equiparación con la de un conjunto de países más ricos que nosotros, con realidades económicas diferentes, sino que debería tener como meta la corrección de los desequilibrios de nuestra economía, la madre del cordero de siempre, el primero de los cuales es esa diferencia de riqueza. España tiene una renta per cápita inferior en un 8% a la media de la eurozona y en más de un 25% a la de los países más avanzados de la misma. Converger con los países más ricos debería ser el principio rector de cualquier política económica que se precie. Las diferencias son notables dependiendo del tipo de impuesto. Nuestra presión impositiva es especialmente baja en el ámbito de la imposición sobre el consumo (indirecta) y sobre el trabajo (directa), mientras que es más elevada que la media de la eurozona en el ámbito de la imposición sobre el capital.

Los millonarios y el Cohiba

Por eso no tiene sentido tratar de converger con los niveles impositivos de países más ricos que el nuestro sin antes conseguir la convergencia con su renta per cápita. Es el falaz argumento del populismo rampante: “Si los millonarios fuman Cohibas, basta con que me compre Cohibas para ser millonario”. O lo que es lo mismo, para tener el Estado de bienestar de Dinamarca, basta con igualar mis impuestos a los suyos. La realidad es que el Tartufo no podría pagar las deudas ocasionadas por la compra de los Cohibas y terminaría siendo más pobre que antes. El segundo desequilibrio español de siempre es el elevado desempleo en comparación con la media de la UE, consecuencia de una tasa de empleo muy baja, muy inferior a la de la mayoría de los otros países. El tercer desequilibrio tiene que ver con la elevada deuda externa neta de nuestra economía, la tercera más alta de la eurozona. El cuarto y último, en fin, reside en el endeudamiento y déficit públicos de nuestro país.
Son estas las variables que deberían estar en mente de todo aquel dirigente político dispuesto a hablar de subir o bajar impuestos: de su contribución, en sentido positivo o negativo, a la resolución de los principales desequilibrios económicos del país, unos desequilibrios que poco o nada tienen que ver con las “seis grandes reformas” de pitiminí que esta semana nos anunció la ministra Calviño. Para eso sirve la presión fiscal, para resolver problemas estructurales y relanzar la productividad y el crecimiento. Aumentar la productividad de la población activa en relación con los costes laborales es, en efecto, clave para maximizar la creación de empleo y reducir la tasa de paro, algo que depende de la inversión en capital fijo (lo que gasta una empresa en la compra de activos fijos), de donde se deduce la importancia de bajar el impuesto de sociedades para incentivar la inversión privada.
Por mucho que se esfuerce Iglesias, por muy alto que grite, no hay mejor manera de acabar con la desigualdad que acabando con el paro. El mejor subsidio es un empleo
Si hay algo que tiene mala prensa en España es el impuesto que grava los beneficios empresariales. A pesar de toda la demagogia vertida, la realidad es que los ingresos por el impuesto de sociedades suponen el 2,3% del PIB, una cifra muy cercana a la media de la UE (2,6%). El tipo general de ese impuesto se rebajó en España en 2015, en línea con el descenso que viene registrando en la mayoría de países (en 2018, era inferior al 25% en 22 de los 38 países de la OCDE) con los que competimos a la hora de atraer inversión extranjera. Por otro lado, el tipo de impuesto de sociedades efectivamente pagado (cuentas consolidadas) por las empresas españolas que conforman el IBEX se acerca al 23% en promedio en los últimos años, lo que desmiente afirmaciones según las cuales “en España el tipo efectivo medio del impuesto sobre sociedades es el 10% y el de los grandes grupos empresariales el 7%”. Lo quiera la izquierda o no, los beneficios generados en el exterior tributan en el exterior.
Algo parecido sucede con los impuestos de patrimonio y sobre las plusvalías y rendimientos del capital, que se sitúan entre los más elevados de la UE, y que son impuestos sobre el ahorro privado, algo que debería incentivarse todo lo posible si queremos hacer efectiva esa inversión en capital fijo esencial para la mejora de la productividad y para la reducción de la deuda externa neta. No menos importante debería ser reducir las cotizaciones sociales, ese “impuesto al empleo” convertido en caballo de batalla del empresariado español de siempre, entre las mayores de la OCDE. En España, el Estado se queda el 39,4% de lo que le cuesta al empresario tener un trabajador. Reducir cotizaciones significa recortar costes laborales y crear empleo, incluso aspirar al pleno empleo. Una bajada significativa de las cotizaciones permitiría subidas salariales que, además de no perjudicar el empleo, preservaría la competitividad exterior de la economía necesaria para rebajar la deuda externa neta.
Pronto, por suerte o desgracia, llegará Bruselas con la rebaja si el Gobierno quiere recibir las ayudas con las que sueña. Habrá ajustes, desde luego, y también habrá que aumentar los ingresos públicos
Decir a estas alturas que equilibrar las cuentas públicas (déficit –el mayor de la UE en proporción al PIB- y deuda externa) exigirá reformas profundas en la estructura del gasto público no es revelar ningún secreto. Es evidente que nuestro Estado gasta cada año entre 30.000 y 40.000 millones más de lo que ingresa, y que es ilusorio pensar en anular ese diferencial mediante subidas de impuestos so pena de estrangular la actividad económica. Indispensable, desde luego, no aumentar el gasto público no comprometido, algo que el Gobierno Sánchez se ha venido saltando a la torera desde que está en Moncloa con gastos y subvenciones por doquier. Pronto, por suerte o desgracia, llegará Bruselas con la rebaja si el Gobierno quiere recibir las ayudas con las que sueña. Habrá ajustes, desde luego, y también habrá que aumentar los ingresos públicos. ¿Cómo conseguirlo sin renunciar al mismo tiempo a las bajadas de tipos antes citadas en materia de sociedades, cotizaciones sociales e impuestos sobre el capital? La primera línea de actuación consistiría en subir tasas y precios públicos, con la imposición de peajes por el uso de las carreteras de alta capacidad como medida estrella por su impacto recaudatorio. Una decisión altamente impopular, porque las carreteras son hoy gratuitas tanto para vehículos ligeros como pesados, a diferencia de lo que ocurre en buena parte de los países europeos.

El IVA y sus exenciones

Y naturalmente el IVA. En España, menos del 50% del consumo de los hogares está gravado al 21%, un porcentaje muy inferior al de la mayoría de los países de la UE (82% en Alemania, 71% en Francia o 58% en Italia), mientras que el resto está gravado con un tipo reducido o súper reducido, además de las correspondientes exenciones. Esta es la clave de la baja imposición sobre el consumo en España en comparación con la UE. Parece, pues, necesaria, una revisión de los tipos súper reducidos para tender a equipararlos al tipo general, asunto difícil por cuanto ello podría perjudicar directamente a los hogares más vulnerables, algo que podría contrarrestarse fácilmente mediante las transferencias públicas o el IRPF. Por lo demás, de poco sirve a los hogares de rentas bajas que los impuestos indirectos sean muy bajos y los directos elevados, si esa estructura impositiva les condena a tasas de paro insoportables.
¿Tiene, pues, sentido bajar o subir impuestos? Depende de lo que queramos hacer con ello. Si aspiramos a corregir los desequilibrios citados, sobre los que tanto se ha escrito en vano en las últimas décadas, convendría bajar impuestos sobre la inversión empresarial (sociedades), sobre el empleo y los salarios (cotizaciones sociales) y sobre el ahorro (patrimonio y rendimientos del capital). Por el contrario, deberían subir tasas y precios públicos y determinados impuestos especiales, así como los tipos del IVA sobre algunos bienes y servicios. Muchos países de la UE han actuado ya en esta línea con éxito, para lo cual se requiere gobernantes con sentido de Estado, capaces de hacer políticamente posible lo que es económicamente necesario antes de que las circunstancias lo impongan. Lo dicho hasta ahora nada tiene que ver con lo que Pedro & Pablo estarían dispuestos a hacer en España si la coyuntura y Bruselas se lo permitieran. Pero este no es un Gobierno propio de un país miembro de la UE. Esto es otra cosa.
Por mucho que se esfuerce Iglesias, por muy alto que grite, no hay mejor manera de acabar con la desigualdad que acabando con el paro. El mejor subsidio es un empleo, dijo Ronald Reagan. Por eso, un buen Gobierno debería preocuparse por favorecer con sus políticas la creación de puestos de trabajo, ergo debería adoptar las decisiones económicas tendentes a propiciar un clima adecuado para el emprendimiento y la creación de riqueza. Incentivando la inversión, nacional y extranjera. Preservando la seguridad jurídica. Quitando trabas. Favoreciendo la competencia. Liberalizando. Siendo cuidadoso con el gasto, es decir, con el dinero de los contribuyentes. Ayudando a los parados a encontrar un empleo cuanto antes. Socorriendo a los más pobres. Para eso debería servir un Gobierno, además de para garantizar la vida, la libertad y la propiedad. Para el resto, sobra.

                                                                    JESÚS CACHO  Vía VOZ PÓPULI

Elogio de la quietud europea

La necesidad de un final claro, definitivo y al alcance de la mano es contraria a la idea del proyecto europeo. Hay que encontrar acomodo en el proceso

Foto: Una bandera europea en la ventana de una casa en Frome, el Reino Unido. (Reuters) 

Una bandera europea en la ventana de una casa en Frome, el Reino Unido. (Reuters)

Necesitamos un final. Nos aterra la idea de un fundido a negro sin saber qué ocurre después, o una historia que avance tan lentamente que no sacie nuestra hambre de acción. No podemos vivir con esa incertidumbre respecto al final. Todo debe estar atado y listo. No podemos disfrutar de algo que no está acabado.
Este es uno de los principales retos de la Unión Europea: su increíble potencial para decepcionar a todos por la aparente ausencia de un desenlace. Para los euroescépticos, la Unión es más difícil de destruir de lo que pensaban hace algunos años, y apuestan ahora por restarle peso desde dentro. Para los proeuropeos radicales, no hay perspectiva de que el proyecto europeo acabe en unos Estados Unidos de Europa y eso les genera una enorme frustración.
En la ausencia aparente de un final al proyecto europeo, ya sea en éxito o en fracaso, los proeuropeos pueden consolarse con la certidumbre de que sí hay una promesa real de progreso, de protección y seguridad para que los ciudadanos puedan desarrollar su proyecto vital en paz en un entorno en el que se aseguran sus derechos y libertades a medida que hay una mayor integración como garantía de ello. Es, por lo tanto, un éxito si consideramos como exitoso el proyecto político que ofrece un marco de libertad, justicia y tranquilidad para el ser humano, y eso se va ensanchando para alcanzar cada vez a más ciudadanos.
Banderas frente al Consejo Europeo. (EFE)
Banderas frente al Consejo Europeo. (EFE)
Hoy todos vivimos la intrusión de la política en la vida privada de manera agresiva. Son días turbulentos en España y otros países que nos hacen recordar con cierta nostalgia los días de la política aburrida como un edén en el que era posible preocuparse por otras cosas. En cierto modo Europa, que tiende a ser cada vez más criticada por los mismos ciudadanos que sufren e intentan escapar de esa polarización a la que le arrastran los políticos patrios, brinda esa protección, esa previsibilidad, y, sobre todo, podría servir de ejemplo para la clase nacional.
La Unión sí que tiene un final, y es más real de lo que acostumbra a pensar el ciudadano medio: recientemente, una sentencia del tribunal constitucional alemán ha puesto en riesgo los cimientos del proyecto. Y al mismo tiempo, si bien el final de la UE es más que posible, es seguramente menos probable de lo que tendemos a creer en Bruselas y los círculos de opinión más activos en temas europeos.
Y como la UE tiene un final, que podemos ver muchas veces cerca de nosotros, los ciudadanos deberíamos valorar su finalidad: ese objetivo de hacer realidad la promesa de progreso y la garantía para la libertad de los europeos. Ser conscientes de su final nos ayudará a valorar su finalidad.
La Gran Recesión fue increíblemente dañina para la UE porque significó el fin de la promesa de protección y seguridad, y en cambio ofreció la ‘troika’, ajustes y dolor. Ahora, en mitad de una pandemia, la Unión, y Alemania en particular, tienen la posibilidad de resarcirse, de devolver a Europa a la senda de su promesa, de devolverla a la línea de meta y a su final. La solidaridad europea como garantía de la supervivencia. Por eso la presentación de una propuesta ambiciosa para un Fondo de Recuperación esta semana por parte de la Comisión Europea es tan importante: no va de simples números, sino de cumplir con el fin último de la Unión, y de hacerlo de manera tangible y visible para los ciudadanos.
Banderas de todos los Estados miembros junto a las de la UE frente al Parlamento Europeo de Estrasburgo. (EFE)
Banderas de todos los Estados miembros junto a las de la UE frente al Parlamento Europeo de Estrasburgo. (EFE)

La UE se juega mucho de manera continua. Hay innumerables factores que ponen en riesgo el delicado equilibrio que hace del proyecto una idea valiosa. El coronavirus lo ha puesto todo a prueba, pero Europa sigue siendo el lugar en el que menos veneno verbal hay, donde nuestros políticos, cuyas formaciones nacionales se arrancan los ojos en el Congreso de los Diputados, siguen colaborando de manera estrecha y leal. Y la quietud como la gran virtud de Europa no es una defensa del status quo, más bien al revés: una defensa de la constante necesidad de cambio y reforma para proteger ese bien preciado. Un proceso en el que siempre te tienes que ir acercando un poco más a la línea de meta, sabiendo que seguramente nunca la llegues a cruzar, pero sabiendo también que el objetivo es estar tan cerca de ella como sea posible.
El éxito de la UE es la quietud, es la capacidad de que fuerzas superiores invadan lo menos posible el recorrido de tu vida. No significa que no quede nada por hacer: hay muchos cambios en Europa que están pendientes, pero deben centrarse en proteger y avanzar hacia esta promesa, debe focalizarse en que todos los ciudadanos, sean franceses o en cambio sean húngaros, rumanos o polacos, puedan dormir en la esperanza de que su proyecto vital no se vea truncado ni limitado, que puedan contar con esa protección.
Los mejores proeuropeos que conozco, los más inteligentes y capaces, no suelen desear unos Estados Unidos de Europa. Pero incluso los que creen que ese debe ser el punto de llegada tienen en cuenta que eso no es un fin en sí mismo, sino una mera vía, para ellos la mejor posible, para proteger la promesa europea a los ciudadanos.

                                                NACHO ALARCÓN Vía EL CONFIDENCIAL

Marlaska, ese increíble hombre menguante

Marlaska torpedea la independencia de la Guardia Civil y de esos tribunales que están en el punto de mira de un Gobierno que no vacila en sus propósitos atentatorios contra el Estado de derecho

 

ULISES CULEBRO

 
A finales de enero, coincidiendo con la toma de posesión del Gobierno socialcomunista en España, un superviviente de los campos de exterminio nazi, Marian Turski, aprovechaba el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz para alertar a los jóvenes, a los coetáneos de su nieta, de que el horror no cae del cielo, sino que se cultiva con la indiferencia. El historiador polaco analizó cómo, paso a paso, la gente puede llegar a normalizar lo que antes le resultaba execrable e insensibilizarse ante el mal hasta entronizarlo. Si un pueblo culto como pocos se habituó a que la minoría que produjo hombres de la talla de Einstein, Heine o Mendelsohn podía ser empujada a los márgenes de la sociedad y al exterminio, esto puede suceder en cualquier parte.
Para ayudar a entenderlo, Turski evocó la vida del Berlín de los años 30. Así, al aparecer en los bancos del parque la inscripción "los judíos no pueden sentarse aquí", muchos pensaron que, siendo injusto, existían otros lugares donde tomar asiento. Cuando esa prohibición se enmarcó en las piscinas, se arguyó que no era agradable, pero se podía nadar en lagos y canales. Cuando se les negó su ingreso en agrupaciones musicales, se disculpó con que podrían hacerlo en otro sitio. Cuando se decretó que sus hijos no podrían jugar con los niños arios, se relativizó con que ya lo harían solos. Al disponer las tahonas que sólo les venderían pan después de las 5 de la tarde se excusó porque podrían hacerlo al cierre. Y así hasta adquirir pauta de conducta relegar y estigmatizar a quienes resuelva el poder. Ya advirtió La Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, cuán pronto el pueblo se vuelve súbdito. "Obedece tan fácil -concluyó- que uno es llevado a afirmar que no ha perdido su libertad sino que ha ganado su esclavitud".
Ese desentendimiento de avestruz llevó a Roman Kent, presidente del Comité Internacional de Auschwitz, a sumar un undécimo mandamiento a la Ley de Dios: "No seas indiferente", pues esa indiferencia se vuelve contra el indiferente. Por eso, como comunicó Turski ante asistentes como el Rey de España, el único modo de luchar es "defender tu Constitución, tus leyes y derechos" porque "sólo entonces podrás vencer todo ese mal". Si se descompone el marco legal, nadie puede garantizar que "eso aquí no puede ocurrir", sino que se franquea el paso para que esa eventualidad se haga certeza. Bien a prisa como Hitler en Alemania o Chávez en Venezuela, bien a pasos apenas apreciables pero que, juntos, obran efectos letales para la libertad y convivencia como se avizora en la España del gobierno Sáncheztein.
Primero fue RTVE, saltándose la ley para colocar a una administradora única que se eterniza como interina haciendo del ente público un abrasivo instrumento de propaganda gubernamental, mientras se bromea con su lapsus sobre la "televisión espantosa". Luego el apoderamiento del CIS con las encuestas bacteriológicas de Tezanos, pero ahí sigue bombardeando a la opinión pública y facilitando los marcos ideológicos de debate al Gobierno. Le siguió la devaluación de la Abogacía del Estado, aprovechando el juicio a los golpistas del 1-O, en Letraduría del Gobierno hasta acusar a los jueces de abrir "causas generales" -lenguaje que hasta ahora sólo empleaban partidos y particulares- por imputar al delegado del Gobierno en Madrid en el sumario del 8-M y la consiguiente propagación del virus. La Fiscalía adoptó parejo reclinar, pese a su condición de ministerio público, con el aterrizaje de la ex ministra Delgado ratificando lo dicho por Sánchez: "¿La Fiscalía de quién depende? Del Gobierno. Pues ya está". No ha escapado siquiera el Centro de Alertas Sanitarias, donde su director, Fernando Simón, devino en activista que escamoteó primero la virulencia del Covid-19 hasta que se celebrase el 8-M y manipula ahora las cifras de muertos como los trileros que antaño vivaqueaban en la sevillana calle Sierpes. Y así un inabarcable etcétera.
Pero, sin duda, lo más escandaloso por ahora, al ignorarse las secuelas que esté infligiendo a los servicios secretos la irrupción de Pablo Iglesias en el CNI, sea el intento de un ministro-juez como Marlaska de ordenar la comisión de un delito a un subordinado. Actuando como policía judicial y supeditado a las instrucciones de la magistrada Rodríguez Medel, maniobró para que se instara al coronel Pérez de los Cobos a que revelara al Gobierno el informe sobre el 8-M en cuya marcha feminista participó medio Gabinete, entre ellos, el titular de Interior. Quiso hacer lo mismo que el ex ministro Rubalcaba le hizo a él cuando era magistrado y saboteó el desmantelamiento del aparato de extorsión de ETA en el bar Faisán mediante un chivatazo para no interferir las conversaciones secretas de Zapatero con la banda en 2006. Los jefes policiales, más atentos a Rubalcaba que a él, no le dieron cuenta de la filtración hasta discurridas 72 horas cuando "disponían del teléfono profesional de este instructor y su móvil", según hizo figurar Marlaska en las diligencias.
Protagonizando lo que podría calificarse el increíble caso del hombre menguante, como la película de ese título, Marlaska evoca a aquel secretario del gobernador de Irlanda que, al ser designado, le expresó sus dudas a Samuel Johnson acerca de si estaría a la altura de la encomienda: "No tenga miedo ninguno, señor. Pronto será usted un magnífico bribón". Ya antes, un irreconocible Marlaska había abroncado a los mandos de la Guardia Civil por no pormenorizarles los detalles de la significativamente denominada operación Judas contra un comando terrorista de los CDR catalanes cuando no ignoraba que se debían al juez García Castellón. Pero, esta vez, al destituir al coronel Pérez de los Cobos, cuya cabeza de Juan Bautista puede entregar de paso, como tributo a los socios separatistas del Gobierno por haber asumido el mando único durante la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña, lo que evidencia el mal pago del Estado a los servidores que se se jugaron el tipo a raíz del 1-O, lanza un aviso a navegantes que entraña una quiebra de la confianza hacia estos agentes del Estado de derecho.
Si el jefe del Estado Mayor de la Benemérita, José Manuel Santiago, al que escogió tras destituir al general Arranz, explicó cómo normal que velaba por el buen nombre del Gobierno, cuando la ley obliga al Cuerpo a ser neutral y no correa de transmisión partidista, la Guardia Civil tendrá de Policía Judicial el nombre. Ello torpedea la independencia de la institución y de esos tribunales, cuyos magistrados están en el punto de mira de un Gobierno que no vacila en sus propósitos atentatorios contra el Estado de derecho. "Ni pena ni miedo", autotituló su biografía Marlaska cuando parecía grande y era admirado, salvo para sus actuales aliados. Ahora da pena cómo echa a perder su prestigio y miedo por la arbitrariedad con la que se guía.
Cuando el maestro Belmonte vio a su rehiletero Miranda presidir un festejo como gobernador, lo interpretó como una muestra de degeneración de su otrora subalterno y del gobierno al que representaba. Otro tanto cabe decir de quien es pálida sombra de lo que fue y que, por muchos méritos que haga para que le respeten en el Gobierno, sólo logrará algo de conmiseración, una vez que se ha perdido el respeto a sí mismo y el de quienes tiene a sus órdenes. Pena de juez para no ser gloria de político.
Pero, más allá de los avatares de quien desanda su biografía, Marlaska ejemplifica como la democracia española marcha por la deriva del procés catalán y su golpe de Estado desde las instituciones bajo la diarquía de Pedro Sánchez y su vicepresidente Iglesias, quienes viajan juntos, pero con diferentes estaciones término. Si el primero busca eternizarse en La Moncloa alterando las reglas del juego, el líder de Podemos persigue modificar no sólo las reglas sino también el juego para comandar un cambio de régimen en toda regla. Entretanto, hace rehén a Sánchez y se blinda para que, caso de tener la tentación de deshacerse de él, sea a un coste inasumible al haberse adueñado de enclaves cardinales del Estado como para desatar efectos desestabilizadores.
A diferencia de Sánchez, que puede hacer una cosa o su contraria mintiendo siempre, Iglesias hace un uso instrumental de la democracia, como expuso en Zaragoza a jóvenes comunistas de UJCE. "La palabra democracia -reveló- mola, por lo tanto, habrá que disputársela al enemigo cuando hagamos política. La palabra dictadura no mola, aunque sea del proletariado. No mola nada, no hay manera de vender eso. Aunque podamos teorizar que la dictadura del proletariado es la máxima expresión de la democracia en la medida en que aspira a anular unas relaciones de clase injustas que en sí mismas, ontológicamente, anulan la posibilidad de la igualdad que es la base de la democracia".
Iglesias no oculta su pretensión de colapsar la democracia coronada por Felipe VI para hacerse con el poder como Chávez, al que sus posteriores víctimas sacaron de la cárcel donde penaba condena por su golpe militar, del mismo modo que muchos prestan al líder neocomunista los medios con los que avanzar en su planes para garantizarse su protección o, al menos, cierto miramiento. Por eso, hay que convenir con lo que John Julius Norwich proclama en su Historia de Venecia: "El grado de libertad y democracia de que disfruta un Estado varía de manera inversamente proporcional a la grandilocuencia con que son proclamadas". Así, cuando Iglesias descalifica a sus adversarios tildándolos de "golpistas", en realidad, trata de escamotear sus planes en este sentido y luego acometerlos como si fuera en defensa del sistema. Es tan evidente que muchos no reparan en ello. Como tampoco se percataron de que la carta secreta del relato de Poe descansaba sobre la mesa del despacho, mientras se hurgaba lo recóndito.
A este respecto, fue muy ilustrativa la trifulca del miércoles entre Iglesias y Cayetana Álvarez de Toledo. Tras dirigirse a ella con retintín llamándola señora marquesa para arriba, señora marquesa para abajo, lo cual no deja de ser una hipocresía por parte de quien encarna la nueva casta con su meteórico enriquecimiento a cuenta de la política, pasando de vivir de prestado en una casa de protección oficial en Vallecas a disponer de un lujoso casoplón en Galapagar, ésta señaló que el padre del dirigente podemita había sido terrorista al militar en una organización como el FRAP que ejerció la lucha armada en el tardofranquismo. Todo ello en abierta ruptura con aquel PCE que, en 1956, apostó por la reconciliación nacional y fue clave en la Transición que denosta Iglesias.
Puede entenderse la indignación. Sin embargo, no puede decir que su progenitor se jugó la vida por la democracia, sino por la sustitución de la dictadura franquista por otra marxista-leninista que tenía su paraíso en la mísera Albania estalinista. Ni su reacción se corresponde con el homenaje que, al poco de ser diputado, sin que la presidenta del Congreso entonces, Ana Pastor, mandara retirarlo del acta, le hizo desde la tribuna a José Humberto Baena, correligionario de su padre y condenado a muerte por matar al policía Lucio Rodríguez.
Al margen de lo que hiciera su padre, eso no tendría por qué marcar al hijo, naturalmente, pero el hoy vicepresidente asumió el legado del FRAP con su apología del asesinato de un funcionario público. No parece, dado como elogia también a ETA, que esté arrepentido ni dispuesto a que se borre de las actas del Congreso al tenerlo por timbre de gloria. Lo peor, con todo, es que quiera hacer de ese pretérito imperfecto el porvenir que espera a los españoles.
Frente a esa realidad, cabe bien mirar para otro lado y relativizarlo todo hasta que lo temido se haga irremediable, bien tratar de ponerle remedio no haciéndose el indiferente, como alertaba el superviviente de Auschwitz. Por eso, frente a los que arguyen que Álvarez de Toledo, con su supuesto extravío, impidió cobrarse la cabeza de Marlaska, hay que señalar que la portavoz del PP, con todos los peros que se le quieran poner, hizo bien. Primero, en no dejarse humillar por el nuevo marqués de la situación, y luego por ir a la cabeza del procés español timoneado por quien gobierna a un presidente que se deja mangonear, mientas Sánchez se extasía como un Narciso ante el espejo de la televisión.
Además, . Como esos miles de muertos del Covid-19 que no se reconocerán hasta que no se apaguen las últimas brasas de la pandemia para no chamuscar al Gobierno. Luego están los juegos de poder interno dentro del PP, pero eso es otra historia, como decía el cantinero de Irma la Dulce.
"Si uno no quiere luchar por el bien cuando puede ganar fácilmente sin derramamiento de sangre, si no quiere luchar cuando la victoria es casi segura y no supone demasiado esfuerzo, es posible -anotó Churchill- que llegue el momento en el que se vea obligado a luchar cuando tiene todas las de perder y una posibilidad precaria de supervivencia. Incluso puede pasar algo peor: que uno tenga que luchar cuando no tiene ninguna esperanza de ganar, porque es preferible morir que vivir esclavizados".

                                                                                 FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO

sábado, 30 de mayo de 2020

El dopaje de Alemania a sus empresas con las ayudas del covid y la moraleja del Brexit

La crisis del coronavirus nos ha permitido observar en primera línea por qué son necesarios unos compromisos estrictos por parte del Reino Unido para la relación pos-Brexit

Foto: Angela Merkel. (Reuters) 

Angela Merkel. (Reuters)

Una de las cosas más difíciles para la Unión Europea es lograr que un concepto complejo pase del plano teórico al real. Michel Barnier, negociador europeo del Brexit y ahora al frente de las conversaciones con el Reino Unido para las relaciones futuras, ha intentado explicar durante meses la importancia del ‘level-playing field’ (LPF). Y al final han sido el coronavirus y el Gobierno alemán los que han explicado todo lo que Barnier se ha esforzado por demostrar.
El LPF son provisiones que garantizan una cierta “igualdad de condiciones”, que buscan evitar que, por ejemplo, el Reino Unido pueda rebajar de manera drástica sus estándares medioambientales, laborales o fiscales mientras se beneficia de un alto nivel de apertura del mercado interior. Cuanto más acceso quiera Londres a los mercados europeos, más tendrán que parecerse los estándares.
Uno de los campos clave en los que se considera que es necesario el LPF es en materia de ayudas de Estado. Evitar que el Gobierno británico pueda, por ejemplo, rescatar miles de empresas británicas, inyectarles dinero para hacerlas más competitivas o prestar ayuda a estas firmas, que por lo tanto contarían con ventaja respecto al resto de compañías europeas con las que competirían por el alto nivel de acceso al mercado interior.
Y la complejidad de ese escenario ha quedado demostrada. Y no por el Brexit sino por el coronavirus. Con el inicio de la pandemia, y el comienzo de un rápido hundimiento económico, la Comisión Europea ha ido abriendo la mano y flexibilizando las ayudas de Estado con la finalidad de que los gobiernos nacionales puedan prestar ayuda a sus compañías en aprietos.
El resultado es que de los más de dos billones de euros en ayudas de Estado notificadas por los Estados miembros a Bruselas, que tiene que dar su visto bueno a que sean equilibradas, casi la mitad proviene de Alemania, que no es uno de los países más golpeados por el virus, y muy por detrás se encuentran Italia (18%), Francia (16%) y España (solo el 4%).
El Gobierno español se ha mostrado preocupado por esta situación, porque considera que tiene el potencial de generar una fractura en el mercado interior. Empresas alemanas menos viables podrían salvarse gracias al músculo financiero de Berlín que algunas empresas más viables de España o Italia. El eje del mercado interior se movería más hacia el norte, y pondría en riesgo todo el equilibrio.

¿Por qué quedarse en España?

Alemania ha mostrado el escenario que Bruselas teme que se pudiera dar con el Reino Unido. Un país que pueda dar más ayudas de Estado, que en el resto de Europa volverán a ser ilegales cuando pase la pandemia, y que además ofrecería estándares laborales más bajos, más permisibilidad con la contaminación y con un acceso al mercado interior privilegiado desde fuera de la Unión Europea. Alguien que tenga una fábrica en Valencia o en Andalucía, que haga frente a altos estándares laborales y medioambientales, y pueda relocalizar su empresa en Gales, pudiendo contaminar más, con ventajas fiscales y además ayudas de Estado, mientras mantiene el acceso al mercado europeo, ¿por qué iba a quedarse en España?
Es un escenario que una Europa que intenta entrar en una nueva fase dominada por los compromisos medioambientales y la defensa de un nuevo multilateralismo no puede permitirse. Y Barnier tiene la determinación de mantenerse firme en este compromiso mientras los Estados miembros lo hagan. Lo que está enseñando la experiencia del coronavirus con Alemania quizás ayude a reforzar ese principio negociador.
Michele Barnier. (Reuters)
Michele Barnier. (Reuters)
El próximo 1 de junio comienza una ronda de negociaciones clave para la Unión Europea y el Reino Unido, al que se le acaba el tiempo para notificar si quiere prorrogar o no las conversaciones más allá del 31 de diciembre de 2020, para lo que debería enviar una petición de prolongación de negociaciones antes del 1 de julio.
Esta ronda es clave, porque el atasco es importante, y finalizó con ambos negociadores calificándola como “decepcionante”. Hubo algunos progresos discretos en las últimas sesiones de negociaciones, especialmente en lo referido a pesca, pero es cierto que Londres y Bruselas siguen muy alejadas en muchos asuntos clave para ambos lados de la mesa.
“El mayor obstáculo es la insistencia de la UE en incluir un conjunto de nuevas y desequilibradas propuestas en el llamado ‘level-playing field’ que atarían este país a las normas y estándares comunitarios”, aseguró David Frost, negociador británico, tras la última ronda, lo que demuestra hasta qué punto las prioridades negociadoras están alejadas, lo que hace que sea difícil ver zonas de progreso claves en la próxima ronda.
Barnier insiste en que no firmará ningún acuerdo que ponga en riesgo la integridad del mercado interior. Y si alguien quiere comprobar cómo sería hacer frente a un escenario pos-Brexit sin compromisos de un LPF, Alemania está mostrando lo que sería únicamente una parte del problema.

                                                   NACHO ALARCÓN Vía EL CONFIDENCIAL