Escribía John Locke, en Ensayo sobre el gobierno civil (1689), que “donde no hay ley no hay libertad. Pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley; y no es, como se nos dice, ‘una libertad para que todo hombre haga lo que quiera’. Pues ¿quién pudiera estar libre al estar dominado por los caprichos de todos los demás?”. La cita resulta más que pertinente para una nación como la española, en la que el ciudadano común hace tan solo unos pocos años descubrió que no todos éramos iguales ante la ley, que de hecho la ley no existía y había sido reemplazada por la arbitrariedad, el apaño y la componenda entre partidos.
Este triste descubrimiento no solo tiene que ver con el afloramiento de una corrupción ubicua, que también, sino –y sobre todo– con la negativa a aplicar la ley con rigor por parte de los gobernantes cuando quienes la vulneran son sus pares. Esto es lo que desde hace mucho viene sucediendo con los virreyes catalanes.
En esa tierra tan española como lo puede ser Andalucía, llama la atención la impunidad con la que el “clan de los Pujol” y quien hoy es su triste heredero, Artur Mas, han hecho y deshecho a su antojo, evidenciando con sus constantes desafíos al orden constitucional, es decir, a la Ley, que nuestro modelo político es en gran medida una impostura.
Lo más grave es que nuestra ley de leyes, sea Constitución, Carta Otorgada o lo que fuere, ha resultado ser en la práctica un objeto decorativo para sus propios valedores
Cierto es que la actual Constitución es en realidad una Carta Otorgada, porque careció del necesario proceso constituyente. Una anomalía, se argumente como se quiera, que tarde o temprano tenía que pasar factura. Sin embargo, con todo, lo más grave es que nuestra ley de leyes, sea Constitución, Carta Otorgada o lo que fuere, ha resultado ser en la práctica un objeto decorativo para sus propios valedores, porque, a la hora de la verdad, siempre prevalecen sobre
ella los pactos de la clase política. Y precisamente han sido estos acuerdos informales, muñidos al socaire del corto plazo y del amor al presupuesto, los que han dislocado España.
La norma no escrita: la Ley no se aplica a los pares
En el caso del nacionalismo, esta circunstancia ha sido aprovechada hasta sus últimas consecuencias. Por ello, resulta irritante que Artur Mas, en vísperas de su declaración ante el TSJC como imputado, ponga en duda la independencia de la justicia y afirme ante la cúpula judicial española que "cualquier uso partidista de la justicia podría mermar la democracia". Tiene bemoles que se permita hacer semejante advertencia quien, como miembro destacado de la oligarquía catalana, ha sido y es uno de los responsables de que la ley en España se aplique de manera facultativa, a conveniencia de los partidos, y muy especialmente de los partidos nacionalistas. Sin embargo, este colosal ejercicio de cinismo tiene una explicación muy sencilla, en realidad a Artur Mas no le preocupa la independencia del Poder Judicial, bien sabe que eso no existe, lo que quiere es que se mantenga esa regla no escrita que impide que la ley se aplique entre los pares. Porque puesto en la tesitura de pasar a la historia como un vulgar delincuente o como el Moisés de los catalanes, lógicamente ha preferido lo segundo.
Donde no hay ley no hay libertad, en efecto. Y en Cataluña, región que es el epítome del desquiciamiento institucional de España, la ley no ha hecho otra cosa que languidecer durante décadas. En consecuencia, la libertad ha corrido la misma suerte. Curioso que uno de los argumentos más utilizados para vender la independencia sea que, una vez fuera de la jurisdicción española, quienes residen en Cataluña serán libres. Cuando en realidad a lo que aspiran Artur Mas y sus compinches es a conservar, por los siglos de los siglos, esa inmunidad no escrita que les ha permitido manejar los presupuestos a conveniencia, y, en adelante, no tener que negociar con nadie ni los dineros ni los delitos.
Hablar de federalismo no es que carezca de sentido, es que no tiene utilidad alguna para la cohesión de la sociedad española
Siendo así las cosas, que lo son, hablar de federalismo no es que carezca de sentido, es que no tiene utilidad alguna para la cohesión de la sociedad española. Y no lo tiene, por un lado, porque en la práctica el Estado de las Autonomías es en sí un Estado federal, solo que con un nombre distinto. Y por otro, porque la hoja de ruta de los independentistas ha sido, es y seguirá siendo la independencia. Solo los muy cándidos pueden ignorar esto último, o tal vez quienes se postulen para, como nuevos agentes, renovar el viejo pacto del 78. Poco o nada queda ya por transferir a los oligarcas catalanes, si acaso resta pintarles la frontera. Cambiar el nombre de Estado de las Autonomías por el de Estado Federal sería, en todo caso, un triunfo más de los secesionistas –si se quiere, simbólico– en su camino hacia un régimen propio.
Lejos de caer en esa trampa, y por más que Pedro Sánchez u otros piensen que de cara a las Elecciones Generales del 20D, ganarán votos vendiendo la filfa federalista en determinados mercados, toca reformar la Constitución en lo que es de verdad importante o ver la manera de hacer una nueva, para que las convenciones fundamentales se compartan y respeten por todos. Así, además de subsanar gravísimas carencias, tal cual es la separación de poderes, por ejemplo, se establecerían las salvaguardas oportunas para mantener a raya a nacionalistas, anticapitalistas y a cualquier otra tropa liberticida. Porque, nos guste o no, estas especies minoritarias forman parte de la idiosincrasia de España, y van a estar siempre con nosotros, al acecho, dispuestas a aprovechar cualquier resquicio y a encontrar aliados ocasionales –tontos útiles o políticos sin escrúpulos– para salirse con la suya. Asumámolos, así son las cosas. No pasa nada. Ningún país es perfecto. Lo que necesitamos son esas salvaguardas para que los gobiernos españoles dejen de ser invisibles. Todo lo demás son cuentos.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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