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jueves, 22 de octubre de 2015

CIUDADANOS


No existe idea posible de España, no existe veracidad histórica ni propuesta inteligente de futuro, que no se base en su diversidad. Las garantías que nuestra constitución ofrece a este respecto no son un engolado gesto de cortesía ni un artificioso trámite de negociación. Nuestra ley de leyes es la expresión de un proceso de integración histórica. Es el reconocimiento de una conciencia colectiva, que se adquiere y se vive a través de una permanente pluralidad cultural.
La impugnación secesionista nada tiene que ver con el pluralismo, sino con la disgregación. En nada corresponde a un principio de soberanía, sino a la pérdida de un bien común, de un viejo y precioso patrimonio, en el que se basa la verdadera independencia de los ciudadanos de una sociedad democrática. El desafío separatista ha querido aprovechar la flaqueza de nuestro Estado, gravemente lesionado por el relativismo moral de buena parte de la izquierda y por la altanería formalista de buena parte de nuestra derecha. En el espacio silencioso donde debería haber hablado siempre una voluntad nacional se ha alzado el discurso secesionista. Ha puesto empeño y seducción donde otros solo han sabido esparcir su indolencia o su neutralidad.

Y así nos ha ido la cosa, porque lo que este país pedía es que alguien midiera la magnitud de la tragedia. Que se depusiera ya el gesto de la resignación, que se apagaran los excesos de prudencia y que alguien fijara un límite a esta insoportable levedad del ser nacional en España.
Lo que se exigía es defender con energía cívica esa diversidad. Y la democracia española, los derechos que igualan a los ciudadanos y la voluntad que hace viva a una nación no pueden expresarse de una forma tan débil como la que hemos observado al enjuiciar los resultados. El contar la abstención como parte del voto no independentista ya está manifestando la carencia de una tan necesaria altura de miras. Quienes no han creído conveniente votar en las  circunstancias  del 27 de septiembre en Cataluña han abdicado del más elemental y, en este caso, urgente deber de un ciudadano. La libertad se construye fundamentalmente a base de obligaciones cívicas, que son las que garantizan los derechos de todos.

Por lo demás, ¿podemos confiar la preservación de la unidad de los españoles y la defensa de nuestras normas constitucionales en Cataluña a quienes ni siquiera se molestaron en votar en un día festivo? ¿Vamos a convertir a tales irresponsables que solo ejercieron su discutible derecho a la pereza, en ciudadanos idénticos a quienes tomaron una decisión que, en una jornada tan especial, era mucho más que una elección rutinaria, en la que pudiera disculparse el desaliento o el enfado con una clase política que no vive en horas de su mejor reputación?

¿Y qué decir de algunos comentarios soeces emanados de algunas tertulias, recelosos ante la diversidad de España y utilizados por un secesionismo tan proclive a alimentarse de carroña ideológica? Conozco perfectamente cómo afectan tales chascarrillos a quienes mejor defienden el nombre y el proyecto de España en Cataluña. Cómo hieren esas ocurrencias castizas a quienes bastante tienen con enfrentarse al ruralismo tribal del separatismo, para aguantar, además, los prejuicios localistas de quienes reducen una nación tan amplia a su escueto recelo provinciano.

No será esa tibieza o esa bravuconería lo que proporcionará mejor inspiración para resolver un problema que ha de asumirse en su desnuda y palpitante realidad, si es que deseamos ofrecer una alternativa patriótica al mayor desafío a nuestra nación que hemos conocido los españoles en los últimos ochenta años.
Valoremos por consiguiente, lo que ha sido oportuna y feliz sorpresa de una noche electoral tan triste para muchos. Hagamos el necesario análisis y el debido elogio del masivo apoyo recibido por Ciudadanos en todos los rincones, pero especialmente en aquellos donde viven las clases medias y trabajadoras urbanas de Cataluña. Un partido tratado con particular crudeza por tirios y troyanos en aquella comunidad.

Hay que hacerse a la idea del calvario sufrido por quienes, con solo tres diputados, navegaron por las aguas turbulentas de dos legislaturas, aguantando los chorreos del separatismo y las mofas de quienes, desde los partidos nacionales, les contemplaban con aire condescendiente y espíritu perdonavidas. Ciudadanos fue tratado peor que un adversario: fue considerado una extravagancia personalista que ni siquiera merecía la consideración de la enemistad. Se le tildó de caprichosa circunstancia, de inútil provocación, de odiosa terquedad dedicada a crear conflictos donde otros deseaban silencio.

A los militantes de Ciudadanos se les reprochó que adoptaran posiciones intransigentes en la defensa de principios elementales que afectan a la igualdad de los españoles, y se les dejó a la intemperie cuando dijeron que los derechos básicos no son campo de trueque ni espacio de resignación. En su actitud ejemplificaron lo que ha ocurrido con la dignidad de una multitud de catalanes, cuyas pacíficas convicciones han sido atropelladas a diario. Cientos de miles de catalanes que, al llegar una jornada en la que se les ha preguntado quién les merecía más confianza en la defensa de su españolidad, no han dudado en dar su voto a Ciudadanos.

No debería extrañarnos. Ciudadanos nació en Cataluña, precisamente porque allí el nacionalismo expresó, antes de que se produjeran las circunstancias terribles de la crisis y las vergonzosas noticias de la corrupción, el origen mismo de la contaminación de la democracia y del daño irreparable a nuestra convivencia. Ciudadanos brotó de una protesta, que apenas logró hacerse oír, cuando solo un puñado de catalanes advirtieron de una quiebra moral que era, al mismo tiempo, pérdida de derechos civiles y regresión de unas instituciones representativas. No fue una respuesta del Estado tan tenazmente desatento a estas cuestiones, sino un acto de coraje protagonizado por quienes, para desdén y burla de los profesionales, decían ser pura y simplemente ciudadanos. Afirmaron la pluralidad de la sociedad catalana y, con ella, la irrenunciable diversidad de España. 


Nacieron para defender la continuidad de una Cataluña moderna, cosmopolita y distinta en una España unida y constitucional. Se negaron a aceptar el empobrecimiento cultural de la uniformidad y el insulto incívico del clientelismo. Se presentaron como aquel movimiento de regeneración que nacía, lógicamente, donde la democracia era puesta en peligro por la deriva autoritaria del nacionalismo, y donde la nave de la racionalidad entraba en el desguace de los astilleros emocionales de la secesión. Nos advirtieron de que, tras la hegemonía de un catalanismo moderado, que tendía a ocupar la centralidad del discurso político en Cataluña, llegaba una radicalización que intentaba sustituir ese espacio dominante por el separatismo.
Si hoy mismo la convicción española no es una anécdota marginal en Cataluña, se debe a quienes han podido presentarse ante los electores como una fuerza cuyo prestigio se basaba en la coherencia, en la tenacidad y en la agudeza de análisis de las que otros han carecido. Por ellos, quienes nunca habían votado lo han hecho por primera vez. Por ellos, ha podido percibirse el peligro y frustrarse una amenaza. Por ellos, la sonrisa del separatismo se convirtió en una mueca feroz en la noche del 27 de septiembre.


                                                FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR   Vía ABC

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