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sábado, 31 de octubre de 2015

EL FIN DEL APACIGUAMIENTO





No sé si la hora de la verdad llegará inmediatamente, como reacción a la declaración abiertamente insurreccional del Parlamento catalán. O si lo hará dentro de unas semanas, cuando inicien "la tramitación de las leyes del proceso constituyente, de seguridad social y de hacienda pública". O cuando adopten las "medidas necesarias para abrir el proceso de desconexión democrática y masiva (…) con el Estado español". Pero es evidente que se cierra un ciclo, y que comienza una etapa en la que España tendrá que afrontar con una actitud diferente el problema nacionalista.

La nueva actitud no consistirá en ulteriores concesiones, al estilo de las que presumiblemente propone la izquierda cuando habla de "tercera vía" o "Estado federal". España es ya un Estado federal de facto, y Cataluña dispone de muchas más competencias que, por ejemplo, los Länder alemanes.


Consagrar la "nación catalana" en la Constitución
, blindar para la eternidad las competencias lingüísticas y educativas de la Generalidad (y la consiguiente capitidisminución de los hispano-hablantes de Cataluña), extender a Cataluña el cupo fiscal vasco, serían medidas suicidas que harían a España definitivamente insostenible. Afortunadamente, los independentistas parecen sinceros en su rechazo de cualesquiera terceras vías. Su radicalización nos ahorrará la enésima humillación. No hay mal que por bien no venga.

El ciclo que ahora se cierra comenzó en la Transición, cuando la clase política y la élite cultural de la democracia interiorizaron el relato histórico de los nacionalismos antiespañoles: España, secularmente culpable de centralismo y opresión, debía expiar sus pecados concediendo a las supuestas víctimas amplias facultades de autogobierno; una vez saciada su hambre y sed de justicia, los nacionalistas quedarían encajados en el sistema. Además, quien defendiese la unidad nacional se hacía sospechoso de
franquismo, y evitar esa lacra es un reflejo de Paulov en todo político.

Se comprobó muy pronto, sin embargo, que los nacionalistas catalanes y vascos no se conformarían con una razonable descentralización; al contrario, aprovechaban las competencias autonómicas –especialmente las educativas– para hacer país adoctrinando a la población en el separatismo.
 
Los gobiernos de UCD, PSOE y PP –cada vez más culpables, a medida que se hacía más patente la deslealtad separatista– siguieron creyendo (o simulando creer) en el appeasement: una cesión más y los nacionalismos, esta vez sí, quedarían cómodos e integrados. Los Sánchez o Iglesias terceraviarios todavía proponen más de lo mismo, dispuestos a ofrendar las últimas gotas de sentido y dignidad nacionales en el altar del separatismo insaciable.

Pero el ciclo del apaciguamiento ha concluido. Hasta Chamberlain supo dejar de alimentar a la fiera. Ahora el desafío es frontal y no desactivable mediante
nuevas claudicaciones. España tendrá que reaccionar: la media Cataluña no nacionalista no puede ser abandonada a su suerte. El artículo 155 de la Constitución es lamentablemente ambiguo –que en 37 años no haya sido desarrollado legislativamente es una expresión más del encogimiento moral de los gobiernos de Madrid– pero suficiente para amparar una intervención o suspensión de la Generalidad.

Es evidente que las autoridades autonómicas no cumplen "las obligaciones que la Constitución u otras leyes" les imponen, y que actúan "de forma que atenta gravemente al interés general de España".

Sí, el tumor está muy avanzado, y requiere cirugía mayor. Sólo si se arrebata a los nacionalistas la educación y demás medios de adoctrinamiento se podría iniciar un lento proceso de recuperación del imaginario colectivo (el ministro Wert habló de "españolizar a los niños catalanes" en un momento de milagrosa inspiración, siendo desautorizado por su propio partido; sin embargo, se trataría precisamente de eso).

El gobierno español podría asumir las competencias de manera provisional; pero, a medio plazo, sería imprescindible una reforma constitucional que permita la recuperación definitiva de la educación por el Estado. En realidad, sería preciso replantearse todo el sistema autonómico.

Las autonomías, inventadas para aplacar a los nacionalismos, han servido en realidad para exacerbarlos y para desarrollar 17 taifas con sus correspondientes clases políticas, organismos superfluos y redes clientelares. Las encuestas muestran que casi un 40% de los españoles serían partidarios de un reforzamiento del poder central, y de una reducción o eliminación de los autonómicos. ¿Quién los representa? ¿Por qué la recentralización sigue siendo tabú?

Pasar de una estrategia de apaciguamiento del nacionalismo a otra de enfrentamiento y victoria ("Somos más, y en España se hará lo que la mayoría de los españoles queremos") es adentrarse en territorio desconocido, cosa que siempre suscita vértigo. Pero no creo que llegáramos a un escenario balcánico. Ya tenemos un precedente: los años venturosos en los que Aznar ilegalizó Batasuna y puso de verdad en el punto de mira al entramado abertzale. No ardieron las calles, San Sebastián no fue Sarajevo. Al contrario: los vascos no nacionalistas se sintieron por una vez defendidos, y pudieron andar por fin con la cabeza alta.


En Cataluña sería igual. En las sociedades acomodadas y post-heroicas –con una renta per cápita superior a los 30.000 dólares y una esperanza de vida de ochenta– el nacionalismo puede alimentar manifestaciones-verbena y pitadas en los estadios, pero no la guerrilla urbana. Nadie se juega ya la expectativa de varias décadas de vida confortable por ningún ideal romántico. Batet necesitó una división; ahora bastarían el BOE y el grifo de la financiación autonómica.


                           FRANCISCO JOSÉ CONTRERAS    Vía LIBERTAD DIGITAL

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