Salvador de
Madariaga afirmaba en el prólogo de sus Memorias
de un federalista, publicadas en 1967, que "el problema más grave de cuantos asedian a España es el de su
pluralidad frente a su unidad".
Para solucionar
la cuestión regional, la Carta Magna de 1978 instauró el derecho a la autonomía
política de las “nacionalidades y regiones de España”. Esa autonomía supone
autogobierno, pero no conlleva soberanía política, dada “la indisoluble unidad
de la Nación española”. Las comunidades autónomas tienen potestad legislativa y
poseen autonomía política y financiera para ejercer sus competencias en su
territorio.
Los “padres” de
la Constitución, incapaces de llegar a un consenso total en lo relativo a los
preceptos reguladores de las autonomías, elaboraron un Título VIII que contiene
una indefinición del modelo autonómico que, finalmente, dejaron abierto.
La
generalización de la autonomía a todas las regiones –conocida coloquialmente
como “café para todos”- se hizo pretendiendo erróneamente “descafeinar” las
desmesuradas reivindicaciones de las nacionalidades o regiones históricas. Sin
embargo, esa generalización tuvo un efecto perverso, porque todas las regiones
–históricas o no- acabaron aspirando a conseguir el máximo de transferencias de
competencias.
Nuestro modelo
autonómico todavía es provisional porque no está cerrado en cuanto a su configuración
territorial. Las Autonomías, por su propia naturaleza constitucional, aspiran a
incrementar constantemente sus competencias en una perversa espiral sin fin que
conduce, desde hace décadas, a la ruptura del mercado y lo que es peor aún, a
la fractura del Estado. El resultado del proceso autonómico es un Estado autonómico “a la carta”, en el que la
racionalidad de la armonización se echa en falta, coexistiendo cierto centralismo
con comunidades autónomas que actúan como Estados federados, y con otras comunidades
que actúan como Estados confederados en asuntos económicos y fiscales (conciertos
económicos o cupos privilegiados).
El mayor
inconveniente de las autonomías es que hacen desiguales a los españoles ante la
ley, pues la cuantía de los impuestos que gravan a un ciudadano depende de la
comunidad autónoma en la que resida; así como la cantidad y calidad de los
servicios públicos que reciba. En efecto, la existencia de autonomía regional
ahonda las diferencias territoriales en la capacidad financiera de las comunidades
autónomas para la prestación de servicios a los ciudadanos, dado que algunas
comunidades manifiestan y explotan su singularidad o “hecho diferencial”, pues
así consiguen más poder negociador frente al Estado y obtienen más recursos o
transferencias que otras, lo que da lugar a asimetrías y afecta al principio
constitucional de la igualdad de todos los españoles.
Actualmente los
desmesurados recortes en los servicios sociales afectan negativamente al Estado
del Bienestar y a la igualdad de todos los españoles, pues no se hacen en
gastos identitarios y en “adelgazar” las elefantiásicas administraciones
autonómicas y sus cuestionadas empresas públicas.
Además, la autonomía
política territorial está afectando negativamente a la libre circulación de
personas, mercancías y servicios; así como a la unidad de mercado por la
infinidad de normas y restricciones existentes en los diversos territorios
autónomos. Todo ello perjudica a la competitividad de los bienes y productos
españoles en el mercado único de la Unión Europea y en el globalizado comercio
internacional.
El gigantesco gasto de
las comunidades autónomas convierte al Estado de las Autonomías en ruinoso e
ineficiente. Nuestro modelo autonómico es ruinoso para el ciudadano; pero, en
cambio, es muy provechoso para los partidos políticos predominantes en una
comunidad autónoma, nacionalistas o no, para la burocracia creada por la
autonomía y, sobre todo, para unas oligarquías caciquiles que, organizadas en
grupos de presión, manejan en su territorio los presupuestos públicos a su
antojo directamente o por medio de políticos afines instalados en puestos
clave.
El más inaceptable
inconveniente de la existencia de las Autonomías es el hecho de que conduce a
la fragmentación de España, porque algunas Autonomías se han convertido en un
fin en sí mismas como un medio de avanzar hacia el secesionismo, lo que
debilita cada vez más a un Estado teóricamente unitario que es federalizante en
la práctica. Efectivamente Cataluña y Euskadi ya han reclamado un inexistente
derecho a su autodeterminación con vistas a su independencia política, lo que
pone de manifiesto su deslealtad constitucional y su rechazo al vigente Estado
autonómico, pues lo consideran ya insuficiente para colmar sus aspiraciones
políticas.
Por todo ello, la
mayoría de los españoles estamos descontentos con el actual Estado de las autonomías
y con el sistema político existente: una partidocracia cupulocrática, incapaz
de resolver los grandes problemas que aquejan a una España fragmentada e
insolidaria, resultante del fallido e inacabado Estado autonómico establecido
por la Constitución de 1978. Por
ello, los ciudadanos exigimos a los partidos políticos una regeneración
democrática mediante una reforma constitucional, que incluya también una nueva
ordenación territorial del Estado. Esa reforma
constitucional debería estar impregnada del "españolismo
inteligente" -incompatible tanto con el centralismo como con el
separatismo-, que propugnaba Madariaga.
Sin embargo los grandes
partidos tradicionales son muy reticentes a la necesaria reforma constitucional,
pues prefieren el actual Estado de partidos, y se oponen a ella con la excusa de
los casi insuperables requisitos que exige la propia Carta Magna para una
modificación sustancial de su contenido, sobre todo "cuando se propusiere
la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar,
al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II,..."
(artículo 168). Por ello, algunos partidos políticos son partidarios si acaso de
una reforma parcial que no incida en esos artículos y títulos esenciales de la
Carta Magna, pues entonces solo sería aplicable a esa reforma lo establecido
por el artículo 167: aprobación por una mayoría de tres quintos de cada una de
las Cámaras (Congreso y Senado) y sometimiento de la reforma aprobada por las
Cortes Generales a referéndum para su ratificación cuando así lo
soliciten...una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras.
Pero, dado que España
es una partidocracia cupulocrática, en la que los diputados son propuestos por
los partidos en listas cerradas y bloqueadas, y tienen disciplina de voto
respecto a lo acordado por sus partidos en cada asunto sometido a debate en el
Parlamento, las cúpulas de los partidos pueden obligar a que sus diputados no
soliciten referéndum popular de ratificación de una reforma constitucional,
como ya ocurrió cuando Rajoy y Rodríguez Zapatero acordaron, de la noche a la
mañana, la modificación del artículo 135, sobre el principio de estabilidad
presupuestaria, el 27 de septiembre de 2011.
Por lo tanto, es legalmente posible ahora que se modifique
una parte de la Carta Magna sobre un asunto muy importante, por ejemplo el Título
VIII sobre la Ordenación Territorial del Estado, simplemente por acuerdo del
líder del PP con el líder del PSOE (pues actualmente la suma de ambos
partidos tienen más diputados de los requeridos tres quintos de cada Cámara).
En el futuro, tras las elecciones generales del próximo 20 de diciembre, es
probable que, además de los diputados del PP y del PSOE, sean necesarios los de
otro gran partido (Ciudadanos o Podemos), para alcanzar los tres quintos.
En fin, que el acuerdo
entre dos o tres líderes de los principales partidos puede hurtar a la
soberanía popular -al no requerir siempre la celebración de un referéndum- la
decisión sobre la Ordenación Territorial del Estado, pues esos dos o tres personajes
pueden modificar a su gusto el Título VIII, incluso transformando de hecho
-pero sin declararlo explicitamente-, el actual federalizante Estado de las
Autonomías en otro federalizante asimétrico que hiciera más desiguales todavía a
los españoles según el lugar de su residencia o, peor aún, en otro efectivamente confederalizante, que acogiese inicialmente la
reivindicación separatista del nacionalismo catalán, al que posteriormente podrían
seguirle Euskadi, Navarra, Galicia, Canarias, Andalucía, Valencia,...
De esta forma los
partidos volverían a cometer el mismo error que en la Transición de 1978: para
encauzar el problema de dos o tres regiones, se crearían 17 problemas con otras
tantas "nacionalidades o regiones" convertidas de hecho -no de
derecho- en Estados federados o confederados integrantes de un fragmentado Estado español confederalizante, cuyos territorios seguirían unidos por
una teórica Corona real común, aunque en la práctica Cataluña, Euskadi y otras
comunidades autónomas serían efectivamente independientes, pero seguirían estando
subvencionadas por el resto de los españoles mediante conciertos económicos o
cupos privilegiados.
Dicha
chapuza política, consensuada por tres líderes de grandes partidos políticos,
sin referéndum popular es un peligroso y desintegrador enjuague constitucional,
no una reforma positiva de la Constitución cuya finalidad última debería ser la
igualdad de todos los españoles, sea cual fuere su lugar de residencia.
En conclusión, que todos los españoles debemos estar alerta
ante las diversas reformas constitucionales que nos propongan los partidos
políticos, pues solo debemos aceptar las que se sometan finalmente a un
referéndum de ratificación, para que se imponga así la voluntad popular a
las conveniencias de los partidos y de la clase política.
JOAQUÍN JAVALOYS
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