En
momentos trascendentales, como los que sin duda se están viviendo en Cataluña,
regresa la sensación que se tuvo en los tiempos más duros de nuestra historia.
Tiempos difíciles, en los que la idea construida por los intelectuales y los
dirigentes políticos se quedaba a solas, en un desierto poblado por iracundos y
criminales. Sobre la tierra en la que el espíritu se reducía a cenizas,
consumido por la ferocidad del desalmado o la flaqueza del abúlico, siempre
asomaba la rectitud sencilla de los hombres y las mujeres humildes de España.
Cuando ciertas elites sin pulso han esquivado su compromiso con la nación y han buscado el rincón más oscuro de la historia, el pueblo ha puesto su honradez sin aspavientos y su conciencia insobornable al servicio de la permanencia de España. Cuando doblaron las campanas de sangre del verano de 1936, fue el pueblo el que, a ambos lados de aquella atroz carnicería, quiso salir en defensa de lo que veían, unos y otros, como la patria en peligro. La turbación que nos causa aquella violencia entre hermanos no puede hacernos olvidar que en el pueblo habitó, por encima de cualquier otra cosa, una tersa avidez de España.
La gran paradoja, precisamente, de aquella guerra incivil fue esa defensa de España cuyo cauce se trastornó por la mezquindad de quienes, bajo las dos banderas, habían perdido el más indispensable de los sentidos en tiempos de quiebra nacional: el de la integración. Por debajo de su torpe egoísmo social o su rebeldía bravucona, los españoles de a pie, campesinos y trabajadores clases medias urbanas y rurales, herencia viva de una continuidad histórica, desearon manifestar a cada instante la voluntad de vivir de España.
De todas formas, en ellos también anidó el exceso de pasión que conduce a graves errores, en momentos en que la radicalización de la vida política alcanzaba niveles inauditos de intolerancia y fanatismo, y en una etapa en que la guerra normalizó la espantosa banalidad de la violencia.
Aquellos españoles formados en la sobriedad pudieron sentir la excitación de los momentos más dramáticos de aquel conflicto. Sus yerros, sus excesos, incluso sus crímenes, como su abnegada disposición al sacrificio, no fueron resultado del cálculo interesado, sino producto de un ferviente deseo de salvar a una nación puesta en peligro. Porque de eso poca duda puede cabernos. Para rojos y azules, para republicanos y nacionales, para revolucionarios y moderados, España estaba en riesgo de dejar de existir. No en alguna de sus formas concretas de organización política, sino en su misma condición de comunidad histórica significativa.
A esos españoles nunca podrá achacárseles la frialdad administrativa de quienes mataban por delegación, ni la falta de escrúpulos de quienes llevaron la contabilidad de la matanza en el espacio a salvo de la retaguardia. Esos españoles deseaban salvar el honor de esta nación, su deseo de existir con justicia, su disposición a ocupar un lugar en el mundo que fuera digno de su historia y de su voluntad de empresa universal.
Un país siempre se encuentra a una sola generación de perder los valores que lo constituyen como nación. Lo que hace necesaria la permanencia de una comunidad no se transmite por herencia, sino por un tremendo esfuerzo de educación familiar, escolar, de espacios públicos, de debate intelectual, en aquellos principios que vertebran una convicción colectiva.
Hace casi ochenta años, la catástrofe de la guerra tuvo un ingrediente que nos conmueve: el pueblo español combatió, siempre, en ambos lados, por proteger la pervivencia de España. Fue víctima de la seducción de los cobardes y de los antipatriotas. Fue llevado a un conflicto que cortó de raíz las esperanzas del regeneracionismo moderado y tolerante. Fue carne de cañón y sangre de campaña. Pero en sus motivaciones se encontró lo más limpio de aquel escenario atroz, y en su sacrificio sin recompensa se halló el remordimiento de quienes, habiendo alzado las banderas de la discordia y el radicalismo, proclamaron, más tarde, su deseo de que todo aquello no volviera a repetirse.
Tantos años después, en un momento en que España es impugnada, regresa la pasión de los humildes desde el fondo del silencio. En una severa querella civil, las elecciones celebradas en Cataluña el día 27 de septiembre nos han permitido asistir al invencible espectáculo de una españolidad que se ha volcado en los pueblos del cinturón industrial barcelonés y en los barrios más pobres de la capital. La conciencia nacional se ha manifestado en las zonas en las que la defensa de España no es fruto del cálculo leguleyo ni de una trama interesada de inversores, sino de una voluntad que ha estado callada hasta poder expresarse con tanta moderación ideológica como contundencia cívica.
Cuando ciertas elites sin pulso han esquivado su compromiso con la nación y han buscado el rincón más oscuro de la historia, el pueblo ha puesto su honradez sin aspavientos y su conciencia insobornable al servicio de la permanencia de España. Cuando doblaron las campanas de sangre del verano de 1936, fue el pueblo el que, a ambos lados de aquella atroz carnicería, quiso salir en defensa de lo que veían, unos y otros, como la patria en peligro. La turbación que nos causa aquella violencia entre hermanos no puede hacernos olvidar que en el pueblo habitó, por encima de cualquier otra cosa, una tersa avidez de España.
La gran paradoja, precisamente, de aquella guerra incivil fue esa defensa de España cuyo cauce se trastornó por la mezquindad de quienes, bajo las dos banderas, habían perdido el más indispensable de los sentidos en tiempos de quiebra nacional: el de la integración. Por debajo de su torpe egoísmo social o su rebeldía bravucona, los españoles de a pie, campesinos y trabajadores clases medias urbanas y rurales, herencia viva de una continuidad histórica, desearon manifestar a cada instante la voluntad de vivir de España.
De todas formas, en ellos también anidó el exceso de pasión que conduce a graves errores, en momentos en que la radicalización de la vida política alcanzaba niveles inauditos de intolerancia y fanatismo, y en una etapa en que la guerra normalizó la espantosa banalidad de la violencia.
Aquellos españoles formados en la sobriedad pudieron sentir la excitación de los momentos más dramáticos de aquel conflicto. Sus yerros, sus excesos, incluso sus crímenes, como su abnegada disposición al sacrificio, no fueron resultado del cálculo interesado, sino producto de un ferviente deseo de salvar a una nación puesta en peligro. Porque de eso poca duda puede cabernos. Para rojos y azules, para republicanos y nacionales, para revolucionarios y moderados, España estaba en riesgo de dejar de existir. No en alguna de sus formas concretas de organización política, sino en su misma condición de comunidad histórica significativa.
A esos españoles nunca podrá achacárseles la frialdad administrativa de quienes mataban por delegación, ni la falta de escrúpulos de quienes llevaron la contabilidad de la matanza en el espacio a salvo de la retaguardia. Esos españoles deseaban salvar el honor de esta nación, su deseo de existir con justicia, su disposición a ocupar un lugar en el mundo que fuera digno de su historia y de su voluntad de empresa universal.
Un país siempre se encuentra a una sola generación de perder los valores que lo constituyen como nación. Lo que hace necesaria la permanencia de una comunidad no se transmite por herencia, sino por un tremendo esfuerzo de educación familiar, escolar, de espacios públicos, de debate intelectual, en aquellos principios que vertebran una convicción colectiva.
Hace casi ochenta años, la catástrofe de la guerra tuvo un ingrediente que nos conmueve: el pueblo español combatió, siempre, en ambos lados, por proteger la pervivencia de España. Fue víctima de la seducción de los cobardes y de los antipatriotas. Fue llevado a un conflicto que cortó de raíz las esperanzas del regeneracionismo moderado y tolerante. Fue carne de cañón y sangre de campaña. Pero en sus motivaciones se encontró lo más limpio de aquel escenario atroz, y en su sacrificio sin recompensa se halló el remordimiento de quienes, habiendo alzado las banderas de la discordia y el radicalismo, proclamaron, más tarde, su deseo de que todo aquello no volviera a repetirse.
Tantos años después, en un momento en que España es impugnada, regresa la pasión de los humildes desde el fondo del silencio. En una severa querella civil, las elecciones celebradas en Cataluña el día 27 de septiembre nos han permitido asistir al invencible espectáculo de una españolidad que se ha volcado en los pueblos del cinturón industrial barcelonés y en los barrios más pobres de la capital. La conciencia nacional se ha manifestado en las zonas en las que la defensa de España no es fruto del cálculo leguleyo ni de una trama interesada de inversores, sino de una voluntad que ha estado callada hasta poder expresarse con tanta moderación ideológica como contundencia cívica.
España
ha sido defendida, en su historia, en su realidad y en su proyecto, en las
calles habitadas por quienes disponen de menos recursos. Mientras en los
barrios altos de Barcelona, la burguesía se dejaba seducir por el discurso de
una independencia contable, quienes han padecido los efectos más duros de la
crisis, quienes sufren los recortes pavorosos que se han producido en la
sanidad pública catalana, acudieron en tromba a votar, en muchos casos por vez
primera, porque esta vez tocaba defender de nuevo la voluntad de permanencia de
España.
Han sabido, con ese vigor del conocimiento que no se deja engañar por la propaganda y es inexpugnable a la deformación, que no sólo se les estaba quitando bienestar, servicios públicos o derechos sociales. Esos ya los han perdido bajo la gestión del nacionalismo. Han percibido mucho más: que lo que se les estaba expropiando ahora, después de todo lo demás, era su condición cívica, su conciencia nacional. Y no han querido soportarlo ni tolerarlo. Honor a los valientes.
Han sabido, con ese vigor del conocimiento que no se deja engañar por la propaganda y es inexpugnable a la deformación, que no sólo se les estaba quitando bienestar, servicios públicos o derechos sociales. Esos ya los han perdido bajo la gestión del nacionalismo. Han percibido mucho más: que lo que se les estaba expropiando ahora, después de todo lo demás, era su condición cívica, su conciencia nacional. Y no han querido soportarlo ni tolerarlo. Honor a los valientes.
Fernando García de Cortázar Vía ABC
Director de la Fundación Vocento y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto.
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