Fue la semana pasada cuando el Rey, Felipe no el otro, alabó públicamente la labor de los emprendedores, animando a los jóvenes a montar su propio negocio, a asumir el riesgo. La idea suena bien, el propósito parece loable pero, sin un análisis profundo, sin determinar las causas que entorpecen la actividad emprendedora, las palabras se quedan en un mero recurso retórico, atractivo pero insustancial, el producto típico de un país donde importa poco lo que se diga... y mucho quien lo diga. Los llamamientos públicos al emprendimiento resultan inútiles, cuando no contraproducentes. Y parecen de broma dentro de un marco que desincentiva, pone enormes trabas a la innovación, al surgimiento de verdaderos empresarios. Se necesitan reformas muy profundas para que la actividad emprendedora pueda arraigar en España.
Resulta contraproducente animar a todos los jóvenes, a todos los desempleados, a establecer una empresa porque sólo un porcentaje reducido de la población posee rasgos, cualidades de emprendedor. Se trata de una tarea muy compleja, especialmente en sectores nuevos, poco convencionales, caracterizados por el cambio tecnológico, por la constante transformación. Un quehacer dominado por la incertidumbre, el riesgo, la inseguridad, donde no existen recetas infalibles, donde el conocimiento profundo ayuda pero resulta insuficiente. La personalidad, el carácter, la intuición, la determinación, representan un papel crucial en la actividad emprendedora, trazan esa fina línea que separa la opción de futuro de la quiebra, la continuidad del fracaso.
Es muy poco prudente empujar hacia la trampa del autoempleo a gentes no preparadas para esa tarea, con el sólo propósito de recortar desesperadamente las listas de parados, aunque sea temporalmente
El típico emprendedor es una persona con elevada capacidad para soportar la incertidumbre, la ambigüedad, para asumir riesgos. Propensa a la innovación, inclinada a aceptar retos, a cambiar el estado de cosas existente, a explorar nuevas vías, a crear nuevas formas. Un sujeto persistente, perseverante, impulsivo, visionario, motivado por ambiciosas
metas, con gran confianza en sí mismo. Quizá algunas cualidades puedan formarse, enseñarse en el sistema educativo, pero otras son innatas, o adquiridas por vías que desconocemos. En especial la característica central de todo emprendedor: su reducida aversión al riesgo, su capacidad para aprovechar oportunidades con perspectivas inseguras, pero razonables, de ganancias futuras.
Es peligroso animar, alentar a establecerse por su cuenta, a personas que carecen de vocación, cualidades o conocimientos suficientes. Muy poco prudente utilizar el señuelo del emprendimiento, empujar hacia la trampa del autoempleo a gentes con poca disposición, no preparadas para esa tarea, con el sólo propósito de recortar desesperadamente las listas de parados, aunque sea temporalmente. Una vía segura para condenar a muchas personas al desencanto y la frustración.
Empresarios que no lo son
Quienes poseen inclinación y capacidad para comenzar una actividad innovadora no necesitan que alguien los convenza, anime o induzca: forma parte de sus planes vitales, de su tendencia natural. Lo que precisan es un ambiente adecuado, un marco propicio sin trabas administrativas a la instalación de nuevas empresas, sin barreras artificiales a la competencia en los mercados, sin privilegios, con impuestos bajos y seguridad jurídica. Para que surja el emprendimiento deben existir potenciales emprendedores, pero también oportunidades, un entorno que permita la innovación, que proporcione incentivos correctos, que prime el ingenio, el mérito, el esfuerzo, que garantice normas regulatorias sencillas y estables.
En España, el ambiente es muy poco propicio para la actividad emprendedora, para la aparición de verdaderos empresarios
En España, el ambiente es muy poco propicio para la actividad emprendedora, para la aparición de verdaderos empresarios. El entorno favorece, no a aquéllos que ofrecen productos nuevos, o mejores precios, sino a los
pícaros, a los tramposos, a los sujetos sin escrúpulos, a ésos que sólo hacen negocios mediante apaños, cambalaches, intercambios de favores con el poder político. El sistema catapulta a la cumbre a ciertos personajes muy bien relacionados con los gobernantes que reciben coloquialmente el nombre de empresarios... sin serlo realmente. A unos sujetos muy ocupados en conseguir contratas públicas, o buscar legislación a su medida, en corresponder con regalos, con pagos de comisiones. Pero poco inclinados a innovar, modernizar la gestión u ofrecer mejores productos.
A menudo se presenta al público una imagen distorsionada de ciertos sectores económicos: un espacio regido por un marco regulatorio objetivo, igual para todos, un conjunto de grandes empresas que compiten por ofrecer más calidad a precios más bajos. Pero la realidad es muy diferente. Bajo la alfombra existe poca competencia y muchos acuerdos, tácitos o explícitos, entre las grandes corporaciones y el poder político para repartirse esos beneficios extraordinarios generados por una restricción de la competencia. Se trata del capitalismo de amigotes.
Buscando el favor del gobernante
En un sistema cerrado como el nuestro, sin controles adecuados, dominado por la corrupción, donde los gobernantes pueden tomar decisiones arbitrarias, el éxito empresarial depende mucho más de la cercanía al poder que de la capacidad innovadora o la gestión eficiente. Las grandes empresas tienen fuertes incentivos a dedicar buena parte de sus recursos a obtener el favor de los gobernantes. Una simple regulación que dificulte el acceso de los competidores al mercado, un trato fiscal ventajoso, unas ayudas generosas a una industria concreta o una contrata pública en condiciones provechosas, constituyen decisiones políticas que proporcionan a los destinatarios enormes beneficios, no ganados mediante el ingenio y la competencia sino a través de la concesión, del privilegio.
Al contrario que el emprendedor, el empresario cercano al poder aporta poco a la sociedad: menos innovación, productos más caros por restricción de la competencia
Por ello ciertas empresas se muestran tan dispuestas a realizar donaciones a los partidos, engrosar las cuentas suizas de los políticos o garantizarles un sillón en su consejo de administración con elevados sueldos, desorbitadas dietas y reducidas obligaciones. En correspondencia, los gobernantes promulgan montañas de de leyes, normas y regulaciones para proteger a los grupos privilegiados, manteniendo fuera del mercado a los verdaderos emprendedores. Una jungla legal repleta de trampas, con cláusulas tan complejas y enrevesadas que permiten una aplicación discrecional, diferente para cada empresa. Un trato desigual para amigos y no amigos. Y el problema se multiplica exponencialmente para quienes pretenden trabajar de buena fe en todo el territorio nacional, con regulaciones distintas por Comunidad Autónoma. Al contrario que el emprendedor, el empresario cercano al poder aporta poco a la sociedad: menos innovación, productos más caros por restricción de la competencia y por incluir en su precio el importe de las comisiones.
Felipe debería saber, y dejar claro en su discurso, que no todo negocio constituye emprendimiento, que las turbias actividades de su padre, su hermana o su cuñado, se encuentran en las antípodas de la labor emprendedora, que no hay en ellas innovación, servicios útiles para el ciudadano, sino aprovechamiento del favor, de los recursos públicos para cobrar de la Administración u obtener oscuras comisiones... para menoscabo del bolsillo de consumidores y contribuyentes. Debería comprender que esas relaciones promiscuas entre el poder y el mundo del dinero, esos vínculos que él mismo ha podido contemplar en su propia familia, son las que impiden el surgimiento de un verdadero emprendimiento en España.
JUAN M. BLANCO Vía VOZ POPULI
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