En una
alocución ante el parlamento francés tras los viles atentados yihadistas
de París, el presidente François Hollande afirmó: «Francia no está participando en una guerra de civilizaciones, pues estos asesinos no representan a ninguna civilización».
La frase
fue reproducida en titulares de prensa, glosada enfáticamente en las
tertulias de encefalograma plano y suministrada como alfalfa a las
masas; pero nadie se atrevió a señalar que se trataba de una falacia
lógica de libro, pues emplea una premisa cierta para desembocar en una
explicación falsa con la secreta intención de ocultar que la certeza de
la premisa se funda en razones muy distintas a las que se enuncian.
Francia, en efecto, no está participando en una guerra de civilizaciones,
porque para que se produzca una guerra de este tipo tiene que haber dos
civilizaciones en liza; pero la dura verdad es que los asesinos que
atentaron en París sí representan una civilización, extremo que no puede
afirmarse de Francia.
La falacia lógica de Hollande jugaba con la credulidad del oyente, tomando la palabra 'civilización' en el sentido que se ha extendido en Occidente, como sinónimo de 'progreso' democrático.
Pero una 'civilización' nada tiene que ver con este concepto de
fantasía, inventado con el propósito de engañar a las masas, que de este
modo piensan que existe una 'civilización occidental', como existió una
'civilización cristiana'. Pero una civilización es «un conjunto de
creencias y valores compartidos que conforman una comunidad»: de ahí que
todas las civilizaciones que en el mundo han sido, son y serán hayan
sido fundadas por religiones; de ahí que todas las civilizaciones,
cuando las religiones que las fundaron se debilitan y oscurecen, se
desintegren paulatinamente, hasta claudicar.
No es posible conformar una comunidad sin una religión compartida,
por la sencilla razón de que cuando no se reconoce una paternidad
común, toda unión humana se torna imposible. En la mal llamada
'civilización occidental', que no está fundada sobre una religión sino
sobre una apostasía y una posterior idolatría (la del progreso
democrático), las uniones son en el mejor de los casos quebradizas, pues
se basan en lo que Unamuno llamaba «la liga aparente de los intereses»;
y, como los intereses suelen ser egoístas y cambiantes, la demogresca
campea por doquier.
Sólo puede haber civilización allá donde hay una religión
compartida; y cuando se esfuma el fundente religioso, o cuando tal
fundente se hace añicos, la civilización desaparece lentamente, hasta ser sustituida por otra. Así ocurrió, por ejemplo, con Roma, que al perder la fe en sus dioses dejó de cultivar las virtudes que la habían hecho fuerte, para luego entregarse en su decrepitud a un hormiguero de sectas asiáticas devoradoras, del que la salvó el cristianismo.
Pero que no haya posibilidad de civilización sin religión no quiere
decir que toda forma de civilización sea buena o digna de consideración:
ahí tenemos en la Antigüedad a los cartagineses, que fundaron una
civilización aberrante e infanticida, venturosamente aniquilada por los
romanos; y tenemos, como un turbio río de sombra recorriendo la
Historia, la civilización islámica, que desde sus mismos orígenes, se
expandió a través de la violencia, lanzando una formidable ofensiva
contra una Cristiandad pululante de herejías que detuvo Carlos Martel en
Poitiers, para que luego Pelayo iniciara una difícil reconquista de la
Hispania visigótica.
Y esta civilización islámica siguió dando muestras de su carácter expansivo y violentísimo con los turcos, que tomaron con masacres Constantinopla para ser luego frenados primero en Lepanto y después a las puertas de Viena.
Esta civilización islámica es la que ahora vuelve a atacar (después de
que la avaricia democrática haya jugado insensatamente a deponer
dictadores que la contenían); sólo que enfrente ya no tiene una
civilización cristiana dispuesta a hacerle frente, unida en torno a una
fe común que actúa a modo de antídoto y reconstituyente, sino que sólo
tiene a una multitud apóstata, feble y amorfa de gentes incapacitadas
para el sacrificio que piensan ilusamente que defecando cuatro bombitas
por control remoto van a conjurar el peligro.
Pero los pueblos que han renegado de su civilización siempre pierden a
la larga las guerras contra los pueblos que conservan la suya. Y acaban
siendo sus esclavos, porque sus gobernantes sin fe siempre los
traicionan, primero dejando que el enemigo se cuele en sus tierras cual
caballo multicultural de Troya, después haciendo lo mismo que el cobarde
obispo Oppas, cuando el emir Muza entró en Toledo: entregando una lista
con las cabezas que hay que cortar.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía XL SEMANAL
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