En julio de 2012 el Gobierno respiró aliviado una vez que el Eurogrupoaprobó el rescate de la banca española. Mariano Rajoy había logrado que la intervención europea quedase limitada al sistema financiero, dejando al Estado, la estructura administrativa y la intocable clase política, a salvo de la fatídica tijera de los perversos e implacables "hombres de negro". Pocos días después, el presidente del BCE, Mario Draghi, pronunciaba su famoso discurso del "whatever it takes", comprometiéndose a tomar todas las medidas necesarias para defender el euro. A partir de ese momento, la prima de riesgo, esa terrible fiera que devoraba sin cesar las entrañas del sistema, y que había forzado a la opinión pública a plantearse la necesidad de reformas profundas, se relajó y, cual perrillo faldero, se recostó mansamente en un rincón.
Al Gobierno le bastó subir impuestos y acometer recortes discrecionales para que los burócratas de Bruselas dieran por embridada la crisis española
Del rescate al populismo
Al Gobierno le bastó subir impuestos y acometer recortes discrecionales para que los burócratas de Bruselas dieran por embridada la crisis española. Satisfecho con su logro, Rajoy procedió a tumbarse en el sofá, fumarse un puro y leer el marca sin percatarse que derramar dinero de los contribuyentes sobre una banca a la que el imaginario colectivo atribuía la culpa de la crisis, y recortar “lo público” mientras muchos españoles daban con sus huesos en la cola del paro, no podía más que abrir un enorme boquete por el que se colaría el viejo y maniqueo antagonismo izquierda-derecha. Y, en efecto, por ahí asomó Pablo Iglesias, travestido de ángel vengador dispuesto a ajustar cuentas con “la casta". Tal fue el impacto popular de su discurso justiciero y tan imparable su ascenso en las encuestas, que algunos observadores llegaron a afirmar que, una vez salvado elmatch ball del rescate, el fenómeno Podemos era la nueva prima de riesgo.
Pero, lejos de acabar ahí la historia, el guion siguió dando giros. Y a cada volantazo le correspondió un nuevo sobresalto. Hoy, Podemos está lejos de las expectativas que se le adjudicaban hace poco más de un año. Ganar los ayuntamientos de Madrid y Barcelona no fue el definitivo espaldarazo; por el contrario, pareció marcar el declinar de un partido cuyo devenir ha discurrido en paralelo a los mass media. Porque fue la televisión, y no los ilusorios círculos ni las sobrevaloradas redes sociales, lo que propició su imparable ascenso en las encuestas y su posterior descenso a los infiernos.
Del populismo a la sedición
Atemperado el fenómeno populista, tomo el relevo el órdago secesionista como la amenaza que podría poner a España en la picota. Y muchos opinadores se rasgaron las vestiduras, exigieron a voz en cuello que Rajoy hiciera su trabajo; es decir, gobernase. Pero su candorosa ingenuidad no conocía límites. Seguían sin comprender el problema. O lo que es peor, sin entender su lógica. En España, los poderosos no cumplen las leyes, ni nadie les obliga a acatarlas, no porque existan gobernantes timoratos, como Rajoy, sino porque ésta es la regla no escrita del régimen del 78. Hace ya tiempo que la ley, las normas conocidas y estables, fueron suplantadas por la negociación entre grupos, por la componenda y el cambalache, por los pactos y los trueques o, cuando la cosa se tuerce, por las refriegas y chantajes. Pero siempre, y en todo caso, el verdadero poder ha correspondido a unas correosas minorías que toman a la Constitución por un florero.
La sedición independentista no es la lucha de un pueblo oprimido por su libertad, sino el movimiento estratégico de un grupo privilegiado para incrementar su poder, sus ganancias
El proceso secesionista no se gestó en esta legislatura, ni siquiera cuando José Luis Rodríguez Zapaterovomitó el disparate de que aceptaría, sin alterar una coma, cualquier estatuto que el lamentable tripartito alumbrara para Cataluña. La suerte estaba echada mucho tiempo antes. Si acaso, el despropósito zapaterista, y las arcas vacías por la crisis, precipitaron los acontecimientos. La sedición independentista no es la lucha de un pueblo oprimido por su libertad, sino el movimiento estratégico de un grupo privilegiado para incrementar su poder, sus ganancias. Y para alcanzar la impunidad por mordidas, comisiones y tres por cientos.
El nacionalismo catalán fue siempre uno de los pilares del régimen del 78, tanto como el PP, PSOE o la Corona, en simbiosis –eso sí– con el resto del establishment. La novedad no es que se salten la ley sino que lo hagan abiertamente, con jactancia y chulería. Dentro de este esquema, pretender que Rajoy ejerza de Presidente y aplique la ley es clamar en el desierto: la irresistible inercia del sistema conduce siempre a nuevos apaños, a renovados cambalaches donde la ley y la trampa se mezclan formando una grosera argamasa.
De la sedición a la farsa
En España se ha consolidado un sistema de acceso restringido donde imperan los privilegios, el favoritismo, las relaciones personales y la cercanía con el poder. Donde predominan unos grupos y facciones que pactan entre sí el reparto de la tarta, extrayendo sus ganancias de los contribuyentes a través del presupuesto, o de los consumidores, mediante la restricción de la competencia y el monopolio del BOE. Ante la falta de controles y equilibrios internos, las leyes son suplantadas de facto por reglas informales, por los pactos entre facciones, siendo las instituciones una mera apariencia, un decorado de cartón piedra que confiere una pátina de legitimidad al cambalache.
Con todo, lo peor es que los sistemas restringidos ofrecen apariencia de solidez. Pero esa percepción es mero espejismo. En realidad tienden a la inestabilidad porque exacerban el conflicto, el enfrentamiento entre clanes, muy especialmente cuando se reducen los recursos a repartir, cuando la crisis del 2008 quiebra buena parte de las redes clientelares, que son la argamasa de nuestra política. En esos momentos, cada banda reacciona como gato panza arriba, defendiendo lo suyo. Y se produce el choque de trenes.
De la farsa al tresillo de Bertín
Todos los tropiezos y sobresaltos, la trayectoria zigzagueante, los pasos de zombi con los que España parece caminar hacia ninguna parte, a base de parches y pequeños remedios, no son producto del destino ni de una terrible maldición. La verdadera prima de riesgo es un sistema cerrado, ineficiente, donde domina la arbitrariedad sobre la igualdad ante la ley, la dinámica de grupos sobre los derechos individuales, el cambalache sobre las reglas claras y estables.
Y en este errático discurrir, hemos pasado del drama que bordea la tragedia a la comedia barroca de la desvergüenza, a ese tresillo de Bertín donde se arrellanan presidentes y aspirantes, a una pantalla televisiva convertida en metáfora sublime de la política vieja, chabacana y egoísta, donde políticos campechanos entretienen al personal con impostadas confidencias en lugar de asumir su verdadera responsabilidad con el público: abrir el melón y acometer las reformas que rompan este equilibrio inestable y perverso. Por suerte para nuestros fotogénicos dirigentes, en el diccionario político español ha desaparecido la palabra "ridículo", ese pecado para el que, según Josep Tarradellas, no había perdón. Si observan con atención, comprobarán que la prima de riesgo permanece siempre con nosotros, aunque se manifieste de unas formas u otras y desemboque finalmente en enredo y payasada.
JAVIER BENEGAS y JUAN M. BLANCO Vía VOZ POPULI
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