Lo dijo claramente Mariano Rajoy durante los actos de celebración en el Congreso del Día de la Constitución. En caso de volver a gobernar, las reformas institucionales tampoco estarán en su agenda la próxima legislatura. En su opinión, antes está la consolidación de la recuperación económica, la reducción del paro, la seguridad frente al terrorismo internacional y, por supuesto, la unidad de España. En resumen, España va por buen camino y sólo necesita a buenos gobernantes, o sea, a Rajoy mismo, durante otros cuatro años para salvarse definitivamente. Avisados estamos.
Pese a que se supone que ya estamos curados de espantos, estas declaraciones deberían producir en cualquier demócrata una profunda irritación. Pues la cerrazón de Mariano sólo puede explicarse de dos maneras: o bien ignora que precisamente es el marco institucional lo que condiciona todo lo demás, incluida la omnipresente economía, y no al revés; o bien es perfectamente consciente, pero ha decidido enrocarse porque sabe que unas instituciones neutrales que se vigilen mutuamente pondrían fin al poder de los grupos de interés, entre los que se cuentan los partidos políticos dinásticos y, claro está, sus jefes. Sea lo primero o lo segundo lo que se ajuste a la realidad, el sentimiento sólo puede ser uno: indignación.
En nosotros está decidir si ya hemos tenido bastante filosofía de “lo irremediable” o si, por el contrario, estamos dispuestos a engullir otra taza del mismo brebaje
A los españoles en edad de votar nos toca, pues, decidir si queremos seguir instalados en la política del corto plazo de estos últimos cuatro años, llevada a cabo por Rajoy y una tropa de leguleyos a las órdenes de Soraya Sainz de Santamaría, o si por el contrario ya hemos tenido bastante letra pequeña en el BOE y demasiadas leyes redactadas sin otro criterio que el de hacer siempre la tortilla sin romper un solo huevo. Dicho de otra forma, en nosotros está decidir si ya hemos tenido bastante filosofía de “lo irremediable” o si, por el contrario, estamos dispuestos a engullir otra taza del mismo brebaje.
Porque lo que Rajoy nos está diciendo es que está dispuesto a seguir gobernando de la misma manera: la del inmovilismo y la de una “excepcionalidad” que ha consistido en no enfrentarse a los problemas sino rodearlos. Y una vez rodeados, añadir determinadas excepciones para hacerlos más soportables. Un buen ejemplo de esta forma de hacer –o no hacer, según se mire– lo tenemos en la reforma laboral, con la que Rajoy ha mantenido el problema intacto en lo sustancial, a saber, la extrema rigidez del mercado laboral español y la falta de una verdadera competencia, aplicándo, eso sí, algunas excepciones que han servido de válvula de escape.
Estas “excepciones”, aunque parezca paradójico, no son ni mucho menos excepcionales, sino que son el pan nuestro de cada día. También las podemos encontrar, por ejemplo, en materia de pensiones, donde si bien Rajoy afirma solemnemente estar en contra de las jubilaciones anticipadas, no tiene reparo en añadir salvedades, es decir, excepciones, cuando lo considera necesario. Y entiéndase “necesario” desde el punto de vista del cálculo político. No desde el punto de vista del interés general. Pues un sistema basado en el reparto no debería admitir ni una sola excepción, porque al hacerlo se establecen desigualdades incompatibles con la esencia del sistema.
La forma de gobernar de Rajoy a base de “excepciones” no ha solucionado los problemas. De hecho, siguen estando ahí, agazapados y tan amenazantes como siempre. Cierto es que ha servido para generar expectativas, lo que sumado a circunstancias externas favorables ha dinamizado una economía que había tocado fondo. Pero Rajoy también ha complicado las cosas al añadir nuevas leyes, decretos y enmiendas parciales a normas anteriores, es decir, al sumar más y más excepciones ha creado nuevas barreras y ha agravado la complejidad legislativa,hasta el punto de que si el ciudadano común intenta tirar del hilo de cualquier normativa, lo más seguro es que termine necesitando no ya la ayuda de un asesor, sino la de un psiquiatra.
Es evidente que Rajoy y reformismo son cosas completamente incompatibles. Lo cual, por otro lado, después de una campaña como la de 2011, que estuvo llena de solemnes promesas, y una legislatura que ha terminado en renuncias y con casi todo por hacer, no es ninguna novedad. Pero es de agradecer que Mariano lo ratifique de manera tan explícita y sin ambigüedad a pocos días de unas elecciones generales, porque nadie podrá argüir que fue engañado o se olvidó de lo dicho cuando llegó la hora de introducir la papeleta en la urna. Quien vote a Rajoy –porque ya no se vota al partido sino al personaje– sabe muy bien lo que escoge: el inmovilismo y esa excepcionalidad que siempre favorece a algún grupo de interés, y no sólo, ni mucho menos, a los banqueros. Y también sabe, o debería saber, que al hacerlo lo fiará casi todo a vectores externos que no dependen de nosotros y que podrían cambiar a peor en cualquier momento. Y que si tal cosa sucede, volveremos a lo irremediable. Porque Mariano, en esencia, es eso.
Los enemigos de la Transición no son quienes están dispuestos a hacer las reformas que sean imprescindibles, sino quienes pretenden hacer de ésta algo incuestionable, eterno y aborrecible
Cuando, además de lo dicho por Rajoy este domingo pasado, uno escucha de un tipo tan cercano al presidente como es Paco Maruhenda, que lo que hay que hacer es poner en valor la Transición, no cabe más que responder con lo obvio: que durante los últimos 40 años no es que se haya puesto en valor a la Transición, es que se ha sacralizado. Lamentablemente, mal que les pese, es evidente que hemos llegado al final de ese ciclo “glorioso”. Desde luego, no es momento de valorar cuán bueno, regular o malo fue, y menos aún hacer juicios morales. Lo primero es tarea que habrán de abordar los historiadores desde la perspectiva que da el paso del tiempo. Y lo segundo no tiene sentido. Tan sólo debemos aceptar la responsabilidad del momento histórico que nos ha tocado en suerte, ni más ni menos. Tratar de eludirlo, arguyendo que defender reformas profundas implica renegar de la Transición, es lisa y llanamente una maldad. De hecho, los enemigos de la Transición no son quienes hoy están dispuestos a hacer las reformas que sean imprescindibles, sino quienes, con tal de seguir en su zona de confort, pretenden hacer de ésta algo incuestionable, eterno y aborrecible.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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