Algunas veces he comentado en público el motivo que me impulsó a lanzarme al difícil ruedo de la columna periodística, a someterme regularmente a la aceptación o rechazo de los lectores. Hace años, en conversaciones con amigos, conocidos, compañeros, tras exponer algún argumento solía escuchar la misma respuesta, casi en tono de susurro: "eso es verdad... pero no se puede decir". ¿Podía existir algo más absurdo y aberrante? Vivíamos en una sociedad donde sólo la mentira, la consigna, lo políticamente correcto podía pregonarse públicamente. Pocas veces la cruda verdad. ¿Que impulsaba a intelectuales e informadores, ésos que tienen la obligación moral de actuar como conciencia crítica de la sociedad, a autocensurarse de forma tan vergonzante? ¿Cuál era el temor que mantenía atado y amordazado a casi todo el mundo? ¿Y qué ocurriría si un grupo de personas bajase a la arena pregonando la versión contraria, sin complejos, saltándose los tabúes a la torera?
Los grandes medios, especialmente la televisión, difunden con tanta facilidad argumentos sectarios, absurdos, tergiversados, propagadores del miedo
En La Espiral del silencio (1977) Elisabeth Noelle-Neumann explicó los mecanismos psicológicos y sociales que fomentan la adhesión a los dogmas. Los sujetos son mayoritariamente cobardes e inseguros, necesitan la aceptación del grupo, un sentido de pertenencia. Muchos renuncian a su propio juicio, o evitan exponerlo en público, si no coincide con el que perciben mayoritario. Callarán, o abrazarán los planteamientos opuestos, para no sentirse aislados, rechazados por el resto, contemplados como herejes. Algunos, incluso, mantendrán dos criterios contradictorios, una suerte de esquizofrenia: el suyo privado, vergonzante, reservado para su interior, y el mayoritario, ése que garantiza la aceptación de otros. Muchos de mis interlocutores poseían cierta conciencia de la verdad, pero mucha cobardía para reconocerla públicamente. Así, la espiral conduce a que las creencias percibidas como mayoritarias acaben siéndolo realmente. Por ello los grandes medios, especialmente la televisión, difunden con tanta facilidad argumentos sectarios, absurdos, tergiversados, propagadores del miedo.
Romper la espiral de silencio
Todavía peor, en sistemas cerrados, de acceso restringido, donde no prima el mérito sino los favores, las relaciones personales, el miedo se multiplica. Decir la verdad, hablar abiertamente con honestidad, denunciar las injusticias, puede implicar perder favores, contactos, envidiables puestos o, en el caso de los intelectuales, golosas subvenciones. Allí donde impera la injusticia es peligroso tener razón. También desaparece el incentivo para la excelencia intelectual, para formar y estructurar adecuadamente el cerebro, esa costosa y esforzada labor que lo prepara para ejercer el pensamiento crítico, lógico y racional. Por eso existe demasiado fanático e indocumentado, sujetos que creen saberlo todo por repetir consignas escuchadas en televisión.
Cuando un puñado de personas supera el miedo, se lanza a decir o a escribir abiertamente lo que piensa, cuando osa romper los tabúes... todo comienza a cambiar
Ahora bien, cuando un puñado de personas supera el miedo, se lanza a decir o a escribir abiertamente lo que piensa, cuando osa romper los tabúes, poner en tela de juicio los mitos... todo comienza a cambiar. Si el desafío a la ortodoxia se realiza con convicción, sin temor, medias tintas, complejos ni disculpas, si se aportan argumentos profundos, coherentes y racionales, las nuevas ideas despiertan a quienes albergaban la verdad latente. Comienza a disiparse el miedo. Y la nueva corriente va ganando adeptos a medida que muchos se convencen de que será mayoritaria en el futuro. El círculo virtuoso quiebra la espiral de silencio: cada vez más individuos pierden el complejo pues se sienten acompañados. Y un creciente número comienza a mofarse de la absurda corrección política, del oscurantismo imperante, hasta que éste acaba sucumbiendo. El proceso puede ser lento, pero no hay muros suficientes para encarcelar permanentemente a la razón.
Durante décadas, el rey Juan Carlos fue para la opinión pública compendio de virtudes, personaje sin mácula, hombre que encarnaba la perfección. Y recibía halagos a granel de una caterva de pelotas y aduladores. Nadie osaba poner en tela de juicio tamaña falacia hasta que, hace unos 15 años, el editor de este diario, Jesús Cacho, se atrevió a denunciar públicamente sus oscuros negocios, sus connivencias con los poderes fácticos, sus trampas y manejos. Por fin alguien señalaba que el rey estaba desnudo, nunca mejor dicho, abriendo la espita, iniciando un proceso que culminó con su caída en desgracia. No hay mentira que se mantenga eternamente mientras haya sujetos valientes, dispuestos a denunciarla con independencia de lo que puedan trinar los prosélitos.
No existe la "violencia de género", un términoorwelliano que ciertos manipuladores inventaron para justificar una medieval caza de brujas
Vuelve la caza de brujas
Pero quedan todavía muchos tabúes, mentiras e ignominias. El pasado sábado, Javier Benegas y un servidor escribíamos un artículo titulado: la "violencia de género", una moderna caza de brujas, un asunto sobre el que habíamos vuelto a escuchar el mismo argumento: tenéis razón pero... no se puede decir. Los inquisidores, los apóstoles del miedo se alimentan de esa autocensura. Ya estaba bien... antes reventar que callar ante la injusticia, la tergiversación y la infamia. En efecto no existe la "violencia de género", un término orwelliano que ciertos manipuladores inventaron para justificar una medieval caza de brujas, para dividir a la sociedad, para enfrentar a hombres y mujeres. Lo que existe la violencia, el abuso, que deben ser condenados contundentemente con independencia de quien la ejerza y de quien sea la víctima. Las personas honradas, con corazón, repudian el maltrato de cualquier mujer, por supuesto, pero también el de todo hombre, anciano o niño en igual medida. Porque todos son seres humanos. A los ciudadanos de bien les repugna el hecho en sí; a los prosélitos tan sólo el grupo al que pertenece el agresor o la víctima.
Mucho más grave es la "ley de violencia de género", quizá llamada así porqueviolenta sin ningún género de dudas, principios fundamentales del derechocomo la igualdad ante la ley o la presunción de inocencia. Una ley de corte totalitario que introduce el delito de autor y, en lugar de reservar el derecho penal para lo que en realidad fue ideado, para casos graves, introduce el delito, de forma sesgada y discriminatoria, en cualquier discusión de pareja que suba de tono y emplee palabras vulgares. Para resolver controversias leves siempre se apeló a la buena voluntad, al sentido común de la inmensa mayoría de las gentes, mucho más acentuados cuando actúan a su libre albedrío que cuando se mueven a remolque de la intoxicadora propaganda, o impulsadas por esas organizaciones interesadas y sin escrúpulos que animan alegremente a la denuncia y a la querella como si de personajes asiduos a los reality shows se tratase. Por no hablar del calvario que muchas denuncias falsas, fuertemente incentivadas por la ley, han infligido a un grupo creciente de hombres.
Muéstrese siempre crítico, desconfíe de las argumentaciones falaces, especialmente si son repetidas incesantemente por la televisión
Para evitar la degradación social, para prevenir lo que Hannah Arendt llamó la banalización del mal, no permanezca nunca callado por miedo al qué dirán. Muéstrese siempre crítico, desconfíe de las argumentaciones falaces, especialmente si son repetidas incesantemente por la televisión; de lo que vea en la pequeña pantalla, créase la décima parte. Manténgase firme, actúe de forma razonada y pierda el temor a lo que puedan pensar los demás. Y, sobre todo, no desaproveche la oportunidad de exponer sus argumentos con contundencia, de manera estentórea, cuando oiga aquello de: "cierto, pero no se puede decir".
JUAN M. BLANCO Vía VOZ PÓPULI
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