Si los poetas nos
recuerdan lo importantes que son los adjetivos, los analistas políticos
deberían empezar a valorar más las preposiciones. Al hablar de la
izquierda de la Transición no voy a referirme tan solo a lo más obvio,
que es la actitud y conducta de quienes fueron sus líderes en un momento
crucial de la historia española.
Me referiré también -y
sobre todo- a una izquierda, fruto de la madurez política que los
pueblos exhiben en periodos de grandes esperanzas serenadas por el
sentido de la responsabilidad. En estos días en que el culturismo
sustituye a la cultura y el ilusionismo reemplaza a la ilusión; en esta
fase en que la procacidad asalta la elocuencia y lo obsceno se toma por
originalidad; en estos tiempos en que la pura carencia de educación se
ensalza como naturalidad y desenvoltura; en estos años en que la falta
de experiencia y la ignorancia fanática se confunden con la fuerza de la
juventud y la alegría del conocimiento, habrá que recordar épocas mejores.
Mejores fueron, en
efecto, no porque nos lo parezca ahora y residan en un pasado
idealizado por la nostalgia y las trampas de la edad, sino porque
continúan viviendo entre nosotros, en el vigoroso impulso de la
ejemplaridad.
Los españoles de hoy somos el resultado de esa honda rectificación de una
historia lamentable. La Transición no fue un pacto de circunstancias. Nadie
dudaría de la necesidad de analizar las propuestas políticas, su capacidad de
movilización o las determinaciones económicas que a todos limitaron. Pero, hecho
ya ese trabajo por tantos buenos historiadores, quizás tengamos que ir un poco
más lejos en el recuerdo, y meditar sobre el alcance profundo de aquel corte
moral asestado a la vida social de los españoles en el siglo XX. Porque unas
décadas de prosperidad y de garantías constitucionales que han preservado la
libertad e igualdad de los ciudadanos, han ido borrando, en la feliz distancia
de los años, todo el daño que España se hizo a sí misma en tiempos de cólera
infinita o resignada cohabitación.
Aunque guste tan poco a quienes desean
impugnarla, la Transición fue algo muy distinto a un acuerdo entre quienes
pretendían conservar el poder ejercido durante cuarenta años, y aquellos que
habían sido incapaces de derribar el régimen en esas cuatro
décadas.
La Transición no fue la resignación al cambio de unos
y la entrega a la reforma de otros. La Transición no fue un cruce de debilidades
que ofrecía a los españoles una chapuza institucional, destinada a no satisfacer
a todos por completo, pero orientada a evitar males mayores. La Transición no
fue una frustración más en el desarrollo de una nación soberana, organizada para
la paz, el progreso y los derechos de sus habitantes.
El honesto, el
inteligente, el sabio pueblo español lo averiguó y lo manifestó de forma
abrumadora. Con la solemne alegría de la esperanza en nosotros mismos, tras
demasiados años de haberla extraviado, España regresó a nuestros corazones como
realidad sensata, tolerante y moderna.
Nos dio a todos, entonces, la impresión
de haber salido a la luz, tras un largo deambular por el desencuentro, y una
interminable agonía, obligados a optar por cualquiera de las Españas rencorosas
y violentas que pretendían frustrar para siempre la existencia de una nación
digna de nuestra civilización y del Occidente, que tanto debe a los siglos de
plenitud hispana.
España volvió a tener significado histórico,
volvió a tener sentido como comunidad política. En la Transición se decidió que
ya no nos echaríamos unos a otros nuestro pasado, que no insistiríamos en
revivir con nuevos actores los peores traumas de nuestros recuerdos colectivos.
Lo que había sido España pasó a ser patrimonio de todos. Todos juntos,
ciudadanos de primera, habitantes de un país occidental y desarrollado,
contemplaríamos esa experiencia común, capaz de darnos sustancia cívica y
textura moral.
A quienes no pudieron vivirla, y hacen de ello desapego o
impugnación, les recordaremos que la Transición fue una espléndida toma de
conciencia para superar la perpetua incapacidad de convivir con sentido de la
historia, ambición de justicia y respeto a la libertad de todos. Ese mal que,
desde la melancolía del 98 hasta el desastre del 36, impulsó la publicación
de innumerables reflexiones angustiadas sobre la validez de nuestro pueblo y
la calidad de nuestra nación.
La España desorientada y desangrada tras la
guerra civil, cabalgó durante los años de exuberancia europea negándose a sí
misma, con la convicción terrible de que solo podríamos vivir en el estado de
excepción e intolerancia que los unos o los otros decretasen.
En esa Transición despuntó una izquierda, atenta a su experiencia, dispuesta a
hacer una severa crítica de sus actitudes del pasado y empeñada en reivindicar
su legítima pertenencia a la España de la que había sido excluida. A esa cita
con la historia, a ese encuentro con la esperanza colectiva, acudió un Partido
Comunista que veinte años atrás había aprobado, con pataleo de tirios dogmáticos
e incomprensión de troyanos inmovilistas, su política de reconciliación
nacional.
Acertada o no como estrategia, nadie duda de su inmenso valor como
actitud. Esa izquierda llegó a los años de la Transición dispuesta a que el acto
fundacional de la democracia fuera también un impulso de renovación para sus
propios preceptos ideológicos. Emociona recordar la envergadura de aquella
rectitud; conmueve hacer memoria de una defensa de las propias posiciones que
nunca cayó en el repertorio de altivez personal, vanidad ideológica y desprecio
de las formas con que hoy nos obsequian ciertos personajes.
Machado dijo que quien está de vuelta de todo es porque no ha ido a ninguna
parte. Hay muchos jóvenes parlamentarios que, sin haber emprendido viaje alguno
hacia los tiempos difíciles de la Transición, pregonan la superioridad de un
conocimiento basado en no haber tenido experiencia alguna.
La democracia
española debe a todos y cada uno de los ciudadanos de entonces, que llegáramos
a ser un país merecedor de la difícil y frágil libertad. Pero quiero destacar
aquí a esos dirigentes de la Transición en cuyas manos estuvo la posibilidad de
abrir un nuevo espacio de odio al discrepante, desprecio al adversario e insulto
a quien pensara de otro modo. En sus manos estuvo implantar de nuevo esa cultura
que cree que el infierno son los demás. Pero prefirieron poner su conciencia a
punto y su corazón en marcha. Prefirieron actualizar sus ideas e inspirar su
conducta en la grave experiencia de nuestro pasado.
No es
cierto que no llegaran a asaltar el cielo. En el área de representación que les
correspondía, en la zona cultural que les identificaba, empujaron España entera
hacia el cumplimiento de un sueño acariciado por tantos españoles que no
alcanzaron a verlo realizado. Ayudaron a que España se pusiera de nuevo en pie,
sobre la historia, y tocara con sus propias manos ese cielo de la democracia que
solo pueden coronar los pueblos que no han de avergonzarse de sus líderes, los
ciudadanos que se respetan a sí mismos como comunidad política, los hombres y
mujeres que se sienten parte de la dignidad de una nación.
FERNANDO Gª DE CORTÁZAR Vía ABC
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