Vivir bajo la amenaza de los poderosos es inevitable. Odiarlos, salutífero
Gabriel Albiac
La esperanza es una mala consejera. Aquellos que –es mi caso– hayan dejado vagar su vida por las umbrías bibliotecas del siglo XVII saben que la esperanza no es otra cosa que el nombre soportable –y, por ello, más tristemente eficaz– del miedo. Que miedo y esperanza son las máscaras por medio de las cuales se logra forzar a un hombre a poner en manos de otro su presente: en beneficio de la supresión de un mal que le amenazaría en el futuro, en beneficio de la obtención de un bien que en el futuro le estaría aguardando. Idéntica es la renuncia, igual la servidumbre que la renuncia garantiza. No hay futuro ni pasado en la vida de un hombre. Presente sólo. Y perder el presente es, así, perderlo todo.
Mas no es fácil arrancarse a la lírica seducción de ese deposuit potentes, de ese derrocar a los poderosos, que profetiza la gran teología. Tan no es fácil, que nada transitó con mayor pureza, de los discursos de salvación trascendente a los de inmanente emancipación política, que esa promesa de un paraíso en el cual los hombres vivirán como hermanos. Sin atender demasiado a lo que todos saben: cuan mortíferos pueden llegar a ser los odios fraternos. No ha habido una utopía en los cuatro últimos siglos que no compareciera ante sus creyentes bajo virtuosas variaciones en torno al tema central del Magnificat. Sus efectos fueron, hasta hoy, monocordes: el alumbramiento de lo peor. No siempre confesado. Invariablemente cumplido.
Antes me verán someterme a las peores torturas que ceder un átomo a la tentación de jugar a hacer como que en las promesas de la política hay alguna verdad que no sea la de consolidar la servidumbre. No la hay. Aunque –y eso es, claro está, lo más duro– no haya tampoco manera mortal de ponerse a salvo de tal fantasía. En las sociedades humanas, política y mando no son opcionales. Como no lo son enfermedad y muerte. De ahí a fingirles un rostro admirable, media, eso sí, un abismo. Vivir bajo la amenaza de los poderosos es inevitable. Odiarlos, salutífero. Soñar con que ellos mismos nos salvarán de su despotismo, es sólo ingenuidad, estupidez en el límite.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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