El término «progresista» constituye un salvoconducto de ideas que absuelve a sus portadores de cualquier incoherencia
Un
clásico error del pensamiento de la derecha consiste en la tendencia a
usar sus propios parámetros para medir los de la izquierda. Se trata de
un automatismo mental que no tiene en cuenta la fuerza devastadora que
en la sociedad contemporánea poseen las etiquetas políticamente
correctas. Cuando una ideología se autodenomina progresista queda a
salvo de cualquier objeción de conciencia; el propio término constituye
un salvoconducto en virtud del cual cualquier conducta incoherente queda
de inmediato absuelta. La batalla del lenguaje determina la de las
ideas; es la semántica la que acuña los marcos dominantes capaces de
establecer normas éticas.
Desde esa convicción de superioridad moral, los sedicentes progresistas pueden reproducir los defectos del adversario sin ningún tipo de remordimiento. Pueden ignorar su propia corrupción, revocar sus promesas, gobernar por decreto. Pueden incluso administrar los mismos presupuestos que motejaban de antisociales y perversos, o nombrar a dedo cargos para los que antes reclamaban un escrupuloso concurso de méritos. Y esto es así porque conciben el poder como un paradigma propio que sólo adquiere legitimidad cuando lo ejercen ellos: los que están en el lado cabal de la vida, en la posesión de la verdad, en la excelencia de criterio. Los que nunca se equivocan porque es su propia intervención la que concede un halo de justicia y de honestidad al modelo. Los que deciden el significado de las palabras y el sentido de los hechos. Los que con sus apariciones epifánicas corrigen las imperfecciones y retrocesos de la Historia para hacerla avanzar por el camino recto.
Por eso, cuando la oposición se empeña en resaltar las contradicciones de Sánchez pincha inevitablemente en hueso. El presidente se mueve ante los suyos en un estado de gracia que deriva de haber sacado al PP del Gobierno. En el imaginario izquierdista, la derecha representa siempre una mano bastarda que usurpa el poder del pueblo, por lo que la moción de censura no ha sido más que un instrumento providencial de corregir esa anomalía devolviéndolo a su auténtico dueño. La coalición negativa que desalojó a Rajoy podrá sufrir desencuentros internos pero está protegida por un natural consenso: el que favorece un enemigo común contra el que cohesionar esfuerzos.
Así como existe un supremacismo nacionalista, muy precisamente identificado, funciona también un sentimiento de autocomplacencia ideológica de carácter sectario que articula un efecto de complicidad indulgente en torno a la identidad de bando. El primer mes de presidencia de Sánchez, y probablemente gran parte de su mandato, está blindado por esa especie de halo demiúrgico que parece devolver las cosas a su ser espontáneo. Y todo el que piense que está calcando los vicios que combatía será estigmatizado por la hegemonía socialpopulista como un antipático elemento retardatario.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
Desde esa convicción de superioridad moral, los sedicentes progresistas pueden reproducir los defectos del adversario sin ningún tipo de remordimiento. Pueden ignorar su propia corrupción, revocar sus promesas, gobernar por decreto. Pueden incluso administrar los mismos presupuestos que motejaban de antisociales y perversos, o nombrar a dedo cargos para los que antes reclamaban un escrupuloso concurso de méritos. Y esto es así porque conciben el poder como un paradigma propio que sólo adquiere legitimidad cuando lo ejercen ellos: los que están en el lado cabal de la vida, en la posesión de la verdad, en la excelencia de criterio. Los que nunca se equivocan porque es su propia intervención la que concede un halo de justicia y de honestidad al modelo. Los que deciden el significado de las palabras y el sentido de los hechos. Los que con sus apariciones epifánicas corrigen las imperfecciones y retrocesos de la Historia para hacerla avanzar por el camino recto.
Por eso, cuando la oposición se empeña en resaltar las contradicciones de Sánchez pincha inevitablemente en hueso. El presidente se mueve ante los suyos en un estado de gracia que deriva de haber sacado al PP del Gobierno. En el imaginario izquierdista, la derecha representa siempre una mano bastarda que usurpa el poder del pueblo, por lo que la moción de censura no ha sido más que un instrumento providencial de corregir esa anomalía devolviéndolo a su auténtico dueño. La coalición negativa que desalojó a Rajoy podrá sufrir desencuentros internos pero está protegida por un natural consenso: el que favorece un enemigo común contra el que cohesionar esfuerzos.
Así como existe un supremacismo nacionalista, muy precisamente identificado, funciona también un sentimiento de autocomplacencia ideológica de carácter sectario que articula un efecto de complicidad indulgente en torno a la identidad de bando. El primer mes de presidencia de Sánchez, y probablemente gran parte de su mandato, está blindado por esa especie de halo demiúrgico que parece devolver las cosas a su ser espontáneo. Y todo el que piense que está calcando los vicios que combatía será estigmatizado por la hegemonía socialpopulista como un antipático elemento retardatario.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
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