La UE vive un pulso interno entre los valores europeos tradicionales y una revuelta populista que busca cambiar las prioridades y los principios que rigen el proyecto común
Manifestación en Praga contra el primer ministro checo. (Reuters)
Ni la UE ni sus valores existen realmente. Lo mismo que no existen la mayoría de elementos que confeccionan nuestro día a día. Existen en la medida en la que los imaginamos y los aceptamos, permitiendo vertebrar nuestras sociedades y convivencia. Pero cuando un grupo importante deja de creer o confiar en ellas (en la nación, en el sistema financiero…) todo empieza a desmoronarse.
La UE está mal equipada en muchos aspectos. La Eurozona, andamiada y sin terminar, presenta una cantidad enorme de retos, mientras que el bloque es absolutamente disfuncional en la gestión de flujos migratorios. Pero en ningún otro campo esa falta de herramientas es tan grave y puede tener unas consecuencias tan desastrosas en el medio y largo plazo como en el campo de las ideas, en la imaginación, en qué significa ser Europa y en hacer cumplir las normas básicas de lo que representa el proyecto.
Es, además, un problema muy moderno. Hace una o dos décadas, la pregunta “¿qué significa ser europeo?” o "¿qué es Europa?" sería difícil de responder. A la vez que va surgiendo una esfera pública europea, la pregunta se hace cada vez más relevante y las respuestas son cada vez más políticas, y a veces más viscerales.
El artículo 2 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea es claro sobre qué significa ser europeo, que valores encarnan el proyecto: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.”
Hace ya un año que el Parlamento Europeo abrió contra Hungría el procedimiento del artículo 7 de los Tratados, un mecanismo que puede ponerse en marcha contra Estados miembros que ataquen directamente el artículo 2. Este lunes se ha celebrado en Bruselas la primera audiencia de dicho procedimiento, que, en última instancia, podría quitar a Budapest el derecho a voto en el Consejo.
En Hungría se ha puesto en marcha un desmantelamiento del Estado de derecho a la vista de todo el mundo, con reformas judiciales que han reducido la independencia de sus magistrados, con un ataque sistemático sobre los medios de comunicación, diseñando una economía dependiente del Gobierno y la red clientelar que Viktor Orbán, el primer ministro, ha ido tejiendo durante años al mismo tiempo que reforzaba su papel. En Budapest ya no queda prácticamente oposición, acorralada y marginada, con muy pocas opciones de derribar a un Orbán que tiene el control total sobre el ámbito público.
El juicio de los valores
Las audiencias que han comenzado este lunes versan sobre todas esas acciones con las que Orbán ha ido desmantelando la democracia húngara. Pero van, fundamentalmente, de un pulso crucial para la Unión Europea entre distintas visiones de los valores europeos, sobre distintas formas de comprender cuáles son las bases fundacionales del proyecto común. Y si la UE es capaz de que se hagan cumplir una serie de principios que no eran opcionales: al entrar en el club, se asumen, no se negocian.
La ola política iliberal que llega desde el este de Europa no es homogénea, pero sí que tiene algunos elementos comunes: los valores europeos son los valores cristianos, con la identidad nacional como el núcleo de los Estados miembros. Ese es el eje que vertebra todo lo demás: por eso la inmigración (a ojos de estos países), al supuestamente cambiar la cultura de la nación, es absolutamente inaceptable, y Europa, cuando intenta suplir la identidad nacional, es igualmente detestable. Una Europa cristiana de valores nacionales que hagan frente al globalismo, una Unión Europea que proteja a los Gobiernos, pero que no se entrometa en sus asuntos internos. Esa es su idea, sus valores.
Frente a este discurso están los valores clásicos del proyecto europeo, despojados de una narrativa épica, sin capacidad de reacción ante un auténtico terremoto que, sencillamente, busca sustituirlos. La crisis migratoria cambió todas las reglas del juego, puso Europa patas arriba y sacudió todos los cimientos del proyecto. Incluso años después, sabiendo que el impacto fue limitado, que Alemania ha absorbido sin problemas al millón de refugiados que llegaron, y que los países donde ahora surgen las tendencias iliberales no recibieron prácticamente a ninguno de estos solicitantes de asilo, Europa sigue tiritando, asustada, incapaz de reaccionar mientras esos nuevos valores, impulsados por ese miedo generado por la crisis migratoria, van ganando terreno.
Un tribunal sesgado
Judit Varga, ministra húngara de Justicia, llegó este lunes a Bruselas para defender a su Gobierno en las audiencias. Dejó claro desde el primer momento que este procedimiento contra Hungría se basa en “sesgos políticos”, y siguió, como ya ha hecho Orbán, intentando fundir las acciones de su Gobierno con el pueblo húngaro: acusar al Ejecutivo magiar es acusar a todos los ciudadanos de Hungría.
La realidad es que Varga lo tiene fácil. Aunque el proceso es lento y tortuoso, sabe que tiene el juicio ganado. Porque el tribunal está conformado nada más y nada menos que por el resto de Estados miembros. Y para llegar a ser sancionado en alguna ocasión, en el proceso final se necesita que todos los países voten por unanimidad.
Pero en el tribunal también está Polonia, otro país cuyo Gobierno ultraconservador ha puesto en marcha una serie de reformas de la justicia cuyo objetivo es limitar la independencia de los magistrados, medidas contestadas por el mismo Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). La Comisión Europea inició en diciembre de 2017 el procedimiento del artículo 7 contra Varsovia, que, como Budapest, está inmersa en las audiencias. Polonia y Hungría se cubren las espaldas.
Como estos dos hay otros países donde la situación es preocupante. Hasta hace poco el Ejecutivo comunitario ha seguido de cerca al Gobierno socialista de Rumanía, que dio pasos para lograr la impunidad de políticos corruptos, entrometiéndose en los trabajos de la Fiscalía Anticorrupción y atacando la independencia judicial. Durante los últimos años, dos periodistas han sido asesinados por investigar lazos criminales en los Gobiernos de Eslovaquia y Malta.
Por eso, desde hace meses, Alemania, Francia, Bélgica y otros países buscan impulsar una reforma del procedimiento del artículo 7 más directa, sencilla, y que ponga en marcha una vigilancia más automática. La Comisión Europea propone hacer un seguimiento anual. Hungría y Polonia se oponen frontalmente.
"Todos nos hemos suscrito libremente a estos valores, podemos y debemos ser responsables cuando se trata de protegerlos en la práctica", ha respondido Stef Blok, ministro de Asuntos Exteriores holandés. Nadie obligó a Varsovia y Budapest al entrar en la UE, fue su decisión, libre, y al hacerlo aceptaban las reglas del juego, y con ellas el artículo 2 de los Tratados.
Lo más probable es que los casos contra Polonia y Hungría vayan pudriéndose en habitaciones oscuras del Consejo ante la incapacidad de sacar adelante los procedimientos. Pero la UE tiene que buscar, y de hecho lo está haciendo, una reforma que le permita hacer cumplir sus valores, además de buscar la forma de convencer a los ciudadanos de que estos mismos valores son los que les protegen.
No sobra el tiempo: a cada mes que pasa, la situación se va enquistando. Ya son varios los países que apoyan ese paquete de valores distintos, y a medida que siga avanzando la situación, la división interna en la UE en cuanto a principios se irá agrandando, con interpretaciones cada vez más distantes. El problema es que estos valores no existen: solo están en la imaginación. Y cuando una parte importante de los europeos dejen de imaginar unos valores comunes que nos unen a todos, el proyecto europeo habrá dejado de existir, porque como toda aventura política, esta solo existe mientras vive en el imaginario colectivo.
NACHO ALARCÓN Vía EL CONFIDENCIAL
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