El nacionalismo insurreccional es un cáncer para Cataluña y para España. En tanto que insurrecto y destituyente, frenarlo es tarea de la ley
El presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE)
El 6 de agosto, Jorge Dezcallar publicó un artículo en El Confidencial cuyo título ya decía mucho: "Todos locos o por qué hay cada vez más payasos como primeros ministros". Tras leerlo, recordé una de las primeras canciones de Joaquín Sabina, 'Círculos viciosos'. La síntesis del artículo era que los gobiernos se llenan de payasos porque las sociedades se vuelven locas y que las sociedades enloquecen por el influjo de los payasos que las gobiernan. Lo cual es perfectamente aplicable a la sociedad catalana y al bufonesco personaje que ocupa, pero no desempeña, el cargo de presidente de la Generalitat.
Hay gobernantes-payasos que aterrorizan por el inmenso poder que ostentan, como Trump, Boris Johnson o Bolsonaro. Los demás, al principio escandalizan y finalmente aburren. Es el caso de Torra, un tipo feliz de mostrarse cada día como hombre de paja en el doble sentido de la expresión: por su función y por el material del que está hecho.
En cualquier momento anterior de la democracia española, si un presidente de Cataluña se plantara en Madrid y pronunciara la mitad de las enormidades que Torra emitió el jueves, el escándalo sería mayúsculo y el Estado sufriría una sacudida. Pero lo que siguió al 'show' del Villamagna, tanto en Madrid como en Barcelona, fue un bostezo lleno de indiferencia y de hastío. Si Torra pretendía calentar la Diada, el efecto de su calentón no pudo ser más gélido.
La insania del 'procés' ha tenido tres efectos demoledores. El primero —y el más grave— es su potentísima carga cismática. Como una monstruosa 'matrioska' cargada de cizaña, el 'procés' ha desatado un mar de divisiones que ha infectado progresivamente todos los rincones, llegando a las casas de sus impulsores.
Primero fue la fractura emocional entre Cataluña y el resto de España, a la que siguió una fractura institucional aún no resuelta. Después, la división entre los catalanes, escindidos en dos mitades cada día más inconciliables. Más tarde, el veneno de la división se extendió al interior de los dos bloques: al independentista, pero también al constitucional. Finalmente, el desmembramiento alcanza de lleno al partido hegemónico durante décadas, hoy transformado en un guiñapo político en el que todos conspiran contra todos.
Como una monstruosa 'matrioska' cargada de cizaña, el 'procés' ha desatado un mar de divisiones que ha ido infectando todos los rincones
El segundo efecto es la degradación de la materia prima de la política, el factor humano. Se dirá, con razón, que este fenómeno no es privativo de Cataluña. Pero el itinerario que conduce de Tarradellas a Pujol, de Pujol a Artur Mas, de este a Puigdemont y desemboca —de momento— en Torra ilustra un verdadero proceso de evolución regresiva de la especie, un darwinismo a la inversa que arrastra en su involución a la institución que representan y a su base social. Una vez más, el círculo vicioso: ¿los dirigentes inyectan la locura en la sociedad o es la sociedad la que demanda perturbados y fantoches en lugar de gobernantes?
El tercero es el desgobierno crónico. Hace años que Cataluña, intoxicada por el 'procés', no tiene un Gobierno que merezca tal nombre, pero eso ha llegado al esperpento con el payaso Torra, al que no se le conoce un solo acto de gestión propio de quien tiene a su cargo —lo recordaba ayer Ignasi Guardans— las condiciones de vida de más de siete millones y medio de personas y un PIB superior al de muchos países europeos. El presunto presidente de la Generalitat pasa más tiempo en Waterloo, recibiendo instrucciones de su jefe para mantener encendida la llama marchita de la agitación social, que atendiendo a una tarea de gobierno que ni conoce ni le interesa.
El efecto del desgobierno se hace más grave por la incuria insensata con que los sucesivos gobiernos españoles permitieron la desaparición del Estado del territorio de Cataluña. Ahora que está de moda —justificadamente— calificar a la actual generación de políticos como la más mediocre de la democracia, caiga sobre las anteriores este baldón histórico.
ERC solo está pendiente de sepultar los restos de Convergència para ocupar el trono hegemónico del nacionalismo
El otoño se ha convertido en la estación favorita de los nacionalistas catalanes para sus bailes frenéticos y conmemoraciones rituales, y el 11 de septiembre es el día del chupinazo. Un chupinazo que cada año retumba menos, porque lo que se muestra en la Diada ya no es la fuerza del independentismo sino la lucha sin cuartel y el ajuste de cuentas entre sus capataces.
ERC solo está pendiente de sepultar los restos de Convergència para ocupar el trono hegemónico del nacionalismo. Y en Junts per Catalunya, la Crida, el PDeCAT o como quiera que se llame el mejunje posconvergente, todos se vigilan. Muy especialmente, los orates Puigdemont y Torra vigilan al Cameron catalán, Artur Mas, que amenaza con regresar en cuanto se acabe su inhabilitación judicial.
La Diada comenzó siendo la fiesta oficial de Cataluña. Desde 2012, pasó a ser la fiesta del nacionalismo catalán contra España. A continuación, la fiesta de la mitad de Cataluña contra la otra mitad. Y ahora es el escenario en el que se ventila la lucha por el poder entre nacionalistas. No es extraño que cada vez les cueste más trabajo acarrear a las multitudes para ese desfile.
Dicen que discuten entre ellos sobre cómo reaccionar tras la sentencia. Hay dos estrategias: la de Puigdemont y su valido consiste en fugarse hacia delante. La de Junqueras, en avanzar hacia atrás (él diría “retroceder para tomar impulso”). Además, la sentencia les obligará a afrontar por obligación la imprescindible sustitución de la clase dirigente responsable del desastre del otoño del 17. Quienes protagonizaron aquella farsa fraudulenta no pueden ofrecer nada en el futuro, salvo su deshonra histórica.
Vuelvo a Guardans. El nacionalismo insurreccional es un cáncer para Cataluña y para España. En tanto que insurrecto y destituyente, frenarlo es tarea de la ley. Pero en tanto que nacionalismo reaccionario (perdón por la redundancia), hay que derrotarlo en las urnas. Una tarea de la que los partidos que defienden la democracia constitucional han dimitido vergonzosamente. Unos —los socialistas de Sánchez— porque creen que no les irá mal poniendo fichas en ambas mesas. Otros —los de Ciudadanos y el PP— porque les es más cómodo embestir a Sánchez y esperar que todo lo resuelva Marchena.
En todo caso, el 11 de septiembre ya no se celebra el día de Cataluña, sino el de la división nacional de Cataluña. Una calamidad para varias generaciones.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario