/Raúl Arias
El pasado martes, y ante la evidencia de que España se encaminaba hacia sus cuartas elecciones generales en menos de cuatro años, Carmen Calvo defendió la posibilidad de instaurar un sistema a doble vuelta para acabar con futuras repeticiones electorales como la que esta semana nos entretiene. En la entrevista, afirmó que "esta situación en cualquier país más fragmentado tendría una segunda vuelta", para añadir a continuación que "los ciudadanos (...) votan gobiernos, no votan coaliciones. Votan para que haya Gobierno y esperan que lo haya". A pesar de lo dicho por Calvo (y a pesar del hecho de que ésta sea doctora en Derecho Constitucional), no existen en los países de nuestro entorno que tienen un régimen parlamentario sistemas de doble vuelta. Tampoco regímenes parlamentarios en los que "se voten gobiernos". De hecho, podría incluso cuestionarse la insinuación de que la doble vuelta existe en países fragmentados, dado que los regímenes presidencialistas (donde las segundas vueltas sí tienen cabida) acostumbran a tener una menor fragmentación política.
En los regímenes parlamentarios como el nuestro, el Gobierno basa su legitimidad y su fuerza en contar con la confianza del Parlamento (esto es, tener mayoría). Para ello se prevé un mecanismo como la investidura. Así, quien sea elegido presidente habrá de contar con el asentimiento de una mayoría de los diputados, lo que allana el terreno para que éste apruebe normas fundamentales de su programa y los Presupuestos Generales del Estado. Es por ello, igualmente, que los ciudadanos votan a sus diputados, y no a un Gobierno, tal como afirmó imprudentemente la vicepresidenta.
Llevar a cabo una reforma como la propuesta tendría implicaciones graves. En primer lugar, desvirtuaría el carácter parlamentario de nuestro sistema. Que el presidente no necesite ser elegido por las Cortes no implica que no las necesite para gobernar. Pasaríamos a tener gobiernos con bajo apoyo parlamentario que no podrían sacar leyes y presupuestos adelante, por no haber reunido apoyos en la Cámara a pesar de ser los más votados. Y ello conduciría, inexorablemente, a más elecciones. Igualmente, la forma en la que se plantearía la segunda vuelta evidencia el sinsentido de la propuesta: ¿se votaría a los diputados de los dos partidos principales, eliminando a los demás? Esto no tendría ningún sentido, pues los diputados ya habrían sido elegidos. Entonces, ¿pasaría a votarse de forma nominal a los candidatos presidenciales de los dos partidos más votados? Esta propuesta solo puede calificarse de absurda y difícilmente realizable, para empezar, porque la candidatura a la Presidencia del Gobierno no existe jurídicamente. Los candidatos que vemos en las campañas no tienen ningún nombramiento oficial. El único candidato que contempla la ley es aquel que se presenta a la investidura. Habría que cambiar, además de la Constitución, la normativa electoral.
Y, además, la posibilidad de que los ciudadanos votasen a unos diputados en una primera vuelta (pero pensando en votar a un candidato individual después) tendría ramificaciones difíciles de anticipar: posiblemente, optasen por votar a opciones distintas en la primera ronda, sabiendo que en la segunda elegirán a un Gobierno monocolor y de un partido grande. Ello conduciría a un Parlamento aún más fragmentado, con el que el nuevo presidente tendría que contar para gobernar.
En definitiva, una medida de este tipo generaría una mayor inestabilidad, pervertiría el régimen parlamentario que existe en nuestro país, y dificultaría la rendición de cuentas hacia los ciudadanos. Una reforma de esta índole sería un despropósito, que amenazaría gravemente el equilibrio entre los poderes del Estado, algo básico en cualquier democracia. En cambio, sí existen ejemplos en nuestras comunidades autónomas que podrían ser modelo para una hipotética reforma a nivel nacional. Por ejemplo, en el País Vasco, su Estatuto contempla que la investidura del lehendakari se pueda realizar con más de un candidato.
De esta forma, la votación no es una cuestión binaria (sí/no), sino que se trata de elegir al candidato favorito de entre aquellos que se presenten a la investidura. Solo se puede votar a un candidato o abstenerse. De esta forma, el candidato que obtenga la mayoría absoluta de los votos en la primera votación será investido lehendakari. Si no los obtiene, se celebrará una segunda votación en la que el candidato que más votos reciba (aunque obtenga una mayoría simple) pasará a ser el lehendakari. Por tanto, no es posible que se produzca un bloqueo tras la segunda votación, dado que siempre habrá un candidato más votado.
De este sistema sí podrían extraerse ideas para una hipotética reforma del artículo 99 de nuestra Constitución. Desde luego, es más respetuoso con el carácter parlamentario de nuestro sistema político que la propuesta de nuestra vicepresidenta. Sin embargo, plantea, a mi juicio, dos problemas. Por un lado, el hecho de que siempre vaya a investirse a un presidente no garantiza en modo alguno que éste vaya a contar con una mayoría sólida de Gobierno. Así, con este sistema se investirían gobiernos que no contarían con la mayoría suficiente para sacar adelante proyectos de ley, ni para aprobar unos presupuestos. Esas limitaciones (similares a las sufridas por el gobierno de Pedro Sánchez) conducirían a una mayor inestabilidad y, por ende, a un aumento de los adelantos electorales (paradójicamente, un efecto muy similar a aquello que la reforma buscaría evitar).
Y, por otro lado, plantearía otro problema de índole constitucional: ¿qué hacer con el Rey? En la actualidad, el artículo 99 de la Constitución encomienda al Rey la labor de realizar las rondas de consultas que conduzcan a la proposición de un candidato para la investidura. Si, con una reforma a la vasca, cualquier grupo parlamentario pasaría a poder proponer a un candidato para la investidura, el Rey quedaría sin papel, y su función de arbitrio y moderación del normal funcionamiento de las instituciones dañada.
No sería razonable plantear una transposición directa de la norma vasca al nivel nacional, pero sí hay un elemento que se puede extraer de ella para una eventual reforma: la posibilidad de realizar una votación en la que compitan distintos candidatos (sistema que ya se utiliza para elegir a la Presidencia del Congreso), sin que ello implique un abandono de las rondas de consultas del Rey.
Una posible solución podría pasar por establecer la votación con varios candidatos como ultima ratio, es decir, como una votación automática que se hubiese de realizar al transcurrir dos meses desde la primera votación de investidura. Así, en vez de convocarse elecciones, se investiría al candidato preferido por la Cámara. Resulta difícil estimar qué efecto tendría una reforma de estas características en los incentivos de los distintos partidos para formar coaliciones durante esos dos meses. Seguramente, haría más difíciles las cesiones para alcanzar mayorías estables, al convencerse el candidato mayoritario de que será investido de cualquier modo. Por ello, y aunque resultase menos dañina que la propuesta de la vicepresidenta, la conveniencia de reformar el artículo 99 para implantar una solución de este tipo seguiría siendo muy discutible.
La problemática que conllevaría cualquier reforma sería inmensa. Y es discutible que ninguna de ellas no vaya a producir una distorsión en el sistema que lo haga (aún) más ingobernable. Entonces, si el sistema actual es quizá el mejor que podíamos habernos dado, ¿cuál es la causa de este doble fracaso de nuestra política? Más allá de las posibles responsabilidades personales que convenga atribuir en cada caso, me inclino por pensar que la situación de bloqueo responde a causas más profundas, presentes también también en otros países, y que me atrevo a simplificar con el siguiente aserto: nunca antes habíamos visto una combinación tal de pluralismo partidista y polarización.
Si acudimos al extranjero, la tendencia parece clara: en Israel, donde tradicionalmente existe un Parlamento (la Knéset) muy fragmentado, la repetición electoral celebrada esta semana se ha vivido como un plebiscito sobre la figura de Netanyahu, a pesar de que los votantes optasen por una pléyade de opciones políticas. Pero quizá el caso más representativo sea el del Reino Unido, una vez más. El país se halla dividido y polarizado como nunca, pero el faccionalismo en cada bloque y la división partidista hace imposible que alguno de ellos alcance una mayoría estable. Así, en el marasmo del Brexit, asistimos atónitos a cómo una reforma del sistema parlamentario realizada en 2011 (la limitación de la capacidad del primer ministro de convocar elecciones, con el objetivo de que se agote la legislatura) ha provocado que un ministro sin la confianza del Parlamento se vea incapaz de convocar elecciones. Esto debe actuar como un recordatorio de que las reformas del sistema parlamentario para dotarlo de estabilidad no pueden obviar que un Gobierno debe tener la confianza del Parlamento. Es por ello que, ante propuestas propagandísticas y con escaso fundamento como la presentada por nuestra vicepresidenta, conviene recordar que, en ocasiones, una repetición electoral puede ser mejor que cualquier remedio mágico.
ARMAN BASURTO* Vía EL MUNDO
*Arman Basurto es asesor legal en el Congreso de los Diputados.
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