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lunes, 17 de agosto de 2020

DEMOCRACIA SIN DEMÓCRARTAS

El autor cree que la democracia española no necesita 'cirujanos' sino de la pedagogía democrática que nos faltó al recuperarla. Y hoy, dice, el poder público que mejor la puede ejercer es la Corona

 

LPO

 
"Haga como yo, no se meta en política". Esa conocida frase, atribuida a Franco, traduce el histórico desprecio popular de los españoles por la clase política desde la Restauración borbónica -y causa había para ello-, aunque de una manera periódica ya se encargaran los militares de avivar ese sentimiento a favor de soluciones dictatoriales. Entre farsas parlamentarias y pronunciamientos de espadones, durante dos siglos el espíritu democrático en nuestro país no pudo pasar de ser un anhelo, crispado en su permanente frustración y desbordado por la vía de la revolución incendiaria. Con el brevísimo paréntesis de la II República, sólo en 1977 y hasta el momento, España ha conseguido dotarse de una democracia formal homologable con las más avanzadas del mundo. Pero 43 años son pocos para disipar esa impronta militarista que recela de la política y, comparados con los países de nuestra órbita, también son pocos para que los hábitos democráticos pasen de una norma colectivamente aceptada a un sentimiento individualmente asumido. En nuestro fuero interno creemos en la democracia más como un derecho que como un deber y, puesto que los políticos son hijos de nuestro voto y nosotros nos conocemos bien, ellos no tienen por qué ser distintos, de ahí que les neguemos a priori la insolente pretensión de la ejemplaridad; en consecuencia, les elegimos para gobernar, sí, pero también para darnos el placer de derribarlos, pues para eso "se han metido en política". En el fondo es tan enfática nuestra demanda de democracia como débil la creencia en la responsabilidad de sus compromisos.
Pero no generalicemos. Existen muchas personas que sienten la llamada vocacional del servicio público desde una honradez rara y antigua que, si alguna vez pudo ser virtud emanada de una conciencia de polis, hoy hemos de fiarla a la casualidad de un afortunado atavismo individual -la influencia de la familia, tal vez de un buen maestro- pues hay muy poco en el ruidoso entorno político y mediático que contribuya a estimular una decencia que no entiende de filiaciones políticas, y, desde luego, ajena a ese monopolio que un populismo de izquierdas pretende detentar con inusitada desfachatez. No me resisto a transcribir un pasaje de la novela El perro de terracota en el que el gran Andrea Camilieri registra una conversación entre su alter ego, el comisario Montalbano, y un viejo partidario de Mussolini: "'Pero usted, si hubiera estado en condiciones de hacerlo, ¿se habría ido a luchar a Saló con los alemanes y partidarios de la República Social italiana de los fascistas?', le había preguntado un día a traición a Montalbano que, a su manera, lo apreciaba. Sí, porque en aquella película de corruptores, corruptos, prevaricadores, sobornados, cobradores de comisiones ilegales, embusteros, ladrones y perjuros, a la que diariamente se añadían nuevos capítulos, hacía algún tiempo que el comisario había empezado a sentir un cierto afecto por las personas que sabía incurablemente honradas". Andrea Camilieri perteneció al Partido Comunista Italiano hasta su muerte, lo que nos ahorra comentarios.
Así pues, si oficialmente establecemos la Transición en 1977 con las primeras elecciones democráticas libres, aquellos que entonces entraban en la mayoría de edad legal tienen hoy más de 61 años, lo que supone alrededor del 30% de nuestra población, entre hombres y mujeres. Dicho de otro modo, los españoles que pueden tener hoy una idea cabal de lo que fue el cambio de régimen, con la superación de sus hercúleas dificultades y amenazas, no alcanza siquiera a un tercio de la población de nuestro país. El resto, pues, ha vivido la Transición en la historia, es decir, a través de lo que hoy eufemísticamente se llama relato, una ficción destinada a impostar el pasado a conveniencia de las ideologías del presente. Por alguna razón de índole freudiana, las nuevas generaciones son más proclives a tragarse la ficción que hoy están escribiendo sus coetáneos que el testimonio de los padres que vivieron los hechos, quizá porque toda generación aspira a tener su propia épica como cada individuo sus 15 minutos de fama, según Andy Warhol. Matar al padre puede ser un rito de paso inherente a la adolescencia, pero la adolescencia no puede ser una forma de gobierno. Y desde este acné político se lanza el ulcerado mensaje de que es la cronología la que reparte credenciales de legitimidad y honradez pública, de forma que los que nacieron, vivieron o murieron durante la dictadura franquista son réprobos expulsados del paraíso democrático que ahora se inaugura... y no con la Transición, que fue una legitimación lampedusiana de "las mismas estructuras de poder que han dominado históricamente nuestro país". Bien, la España joven podrá ser injustamente severa con una Transición engañosamente contada, pero no puede engañarse con la realidad de un presente descarnadamente vivido; y lo vivido en gran medida, y lamentablemente, les da la razón.
Ciertamente un régimen dictatorial es una corrupción primordial que engloba a otros fenómenos de corrupción subsidiarios y consecuentes más o menos extendidos, como dice Ángel Viñas. Pero sería un grave insulto a la memoria de miles de españoles pensar que, aun en el seno de su originaria deslegitimación, la dictadura no produjera casos de dignidad individual y colectiva. En cambio, preguntémonos por qué, en su versión española, la excelencia prístina de la democracia deviene en una corrupción sistémica que, como tal, no sólo ha envilecido sin excepción a todos los gobiernos y a todas las instituciones del Estado sino, lo que es peor, ha abotargado la conciencia colectiva de los españoles en un pesimismo histórico de corte noventayochista entregado irracionalmente al dictado del destino. Se aclararían muchas cosas si hiciéramos el ejercicio de ver la parte de culpa que cada uno de nosotros tiene en la gestación de nuestras calamidades y no en supuestos demonios familiares, pues somos nosotros los primeros en alentar nuestras leyendas negras para así disfrutar del sabor dulzón de la irresponsabilidad.
Una democracia corrupta no puede mantenerse sin la complicidad de sus ciudadanos. Y las espeluznantes indecencias en la gestión de lo público, compendiadas por Paul Preston -no sin cierta saña- en los capítulos finales de Un pueblo traicionado, tienen su correlato en una ciudadanía desmovilizada, desafecta de su país, que aplica a la escala cotidiana la corruptela de la escala institucional aceptando el enchufismo, la recomendación, el dinero negro, la indisciplina, la trampa... Una ciudadanía que, indignada, aún tuvo arrestos para montar su dosdemayo un 15-M del 2011 y, como en el original, pronto se sintió desalentada y traicionada por quienes no vieron ahí el germen de una regeneración sino un instrumento de poder; una ciudadanía que, sin la memoria del oprobio pasado pero con la certeza del oprobio presente, abre las puertas a los partidarios de un nuevo cirujano de hierro salvapatrias; una ciudadanía que, como el ángel caído Azazel, y con la hipocresía de las masas justicieras, deposita en el Rey Juan Carlos sus pecados colectivos precisamente porque era quien mejor nos ha estado representando, a nosotros y a nuestra época, desde las cimas del prestigio mundial a los charcos de la corrupción consuetudinaria... Y porque el odio es, precisamente, un sentimiento reservado a todo aquello que se nos parece.
La democracia española no necesita cirujanos sino de la pedagogía democrática que nos faltó al recuperarla. Y hoy, el poder público que mejor la puede ejercer, por su condición y convicción, pero también por exclusión, es la Jefatura del Estado, el Rey Felipe VI, pieza clave de la estructura constitucional y, por tanto, objetivo preferente de quienes esgrimen sin rubor sus propósitos totalitarios. Y ello en medio de una turbulencia planetaria y cuando creíamos haber conjurado para siempre nuestra recurrente atracción hacia el desastre.

                                                       SALVADOR MORENO PERALTA*  Vía EL MUNDO
 * Salvador Moreno Peralta es arquitecto urbanista.

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