Es difícil mirar el erial en que se ha convertido la vida cultural barcelonesa y no preguntarse sobre sus efectos en lo que solía ser la ciudad más abierta, cosmopolita y vital del país
¿Por qué Barcelona se ha quedado atrás?
En España había dos ciudades que contaban, Madrid y Barcelona. Madrid era la capital política del país, y era ante todo una ciudad muy española. Abierta, sí, acogedora, sí, pero era una ciudad que miraba sólo a España y en la que todo el mundo pensaba en su pueblo, en el rincón de España al que se iría de vacaciones a ver su familia. Barcelona era la capital económica del país, y era una ciudad europea. Era una ciudad que miraba al norte y al este, un puerto, un centro de ideas y tendencias, de modas e innovación. Era la ciudad cosmopolita, innovadora, la capital del diseño, estética y modernidad.
Esta historia, durante mucho tiempo, resultaba ser cierta. Barcelona era más rica, más próspera, más innovadora. Era la ciudad que crecía más rápido, la que atraía más talento, el lugar donde los mejores intelectuales, escritores y artistas del país buscaban inspiración y refugio. La ciudad era la capital de la industria editorial en castellano de todo el planeta, vibrante, vital, llena de vida.
Todo empezó con las olimpiadas
En algún momento en los últimos 30 años, sin embargo, esta historia dejó de ser cierta.
El cambio fue sutil, lento, y progresivo, difícilmente perceptible para barceloneses y madrileños. Empezó alrededor de las olimpiadas, quizás un poco antes, quizás un poco después. Al principio fueron cosas pequeñas y en apariencia poco importantes, como cuando la generación de escritores del último franquismo (Montalbán, Marsé, Mendoza…) no parecieron tener un recambio generacional claro. Siguió con cosas como la vida nocturna, cuando el Madrid de la movida resultó ser más petardo, descarado y enloquecido que el cada vez más opresivo esteticismo preolímpico. Siguió después, cuando la vida cultural barcelonesa empezó a depender cada vez más de subvenciones, mientras que la madrileña florecía incluso bajo la dirección de unos ayuntamientos cada vez más casposos.
A partir de los noventa, a los cambios simbólicos se le añadió la constatación que no era una cosa de vidilla urbana, sino que la Ciudad Condal se estaba quedando decididamente atrás. Madrid siguió creciendo en población; Cataluña y Barcelona se estancaron y empezaron a perder peso respecto al resto del país. Madrid empezó a crear empleo más deprisa que Barcelona, atraer a más universitarios, invertir más en I+D. El PIB por cápita de Madrid alcanzó y luego superó al barcelonés, y la distancia ha seguido aumentando. Madrid ha sido quien ha cogido el tren del crecimiento, mientras que Barcelona era cada vez más provinciana.
Esto no tenía por qué ser así. En 1990, cualquier observador internacional hubiera dicho que, si había una ciudad con un brillante futuro, esta era Barcelona. Cataluña había prosperado durante el franquismo, a pesar de tener nula representación o poder político. Con las olimpiadas a punto de anunciar al mundo el potencial de la ciudad, un grado de autonomía política enorme para invertir en su futuro y la Unión Europea a tiro de piedra, Barcelona parecía estar a punto de entrar en una nueva era dorada.
¿Qué ha sucedido? Los nacionalistas catalanes insistirán que la culpa del fracaso de Barcelona en estas tres últimas décadas es de Madrid y su insidioso centralismo. El Gobierno central y el IBEX empujan al dinero a invertir en Madrid y ningunear Cataluña, y gastan en infraestructuras allí todo lo que se le niega a Barcelona.
Lo que no explican, sin embargo, es por qué cuando Madrid tenía todo el poder político centralizado y controlaba el 100% del gasto público durante el franquismo, Barcelona crecía más que Madrid, mientras que ahora, cuando la Generalitat controla más de la mitad del gasto, Madrid crece más que Barcelona. La idea de que en Madrid no los escuchan es un poco absurda, cuando los nacionalistas catalanes fueron apoyos claves de varios gobiernos en Madrid durante 15 de los últimos 30 años (1993-2000 y 2004-2012). La excusa del expolio fiscal es igualmente absurda, ya que Madrid tiene un déficit fiscal aún más negativo que Cataluña (y eso si asumimos que los déficits fiscales tienen sentido). Incluso el tan manido tema de gasto de infraestructuras resulta ser falso, ya que Cataluña es la comunidad qué más inversiones ha recibido desde 1985 (Madrid es la tercera).
Cohesión social
La respuesta, entonces, debe estar en otra parte. Andrés Rodríguez-Pose, de la London School of Economics, y Daniel Hardyacaban de publicar un artículo donde dan una respuesta interesante a esta divergencia entre ambas ciudades. La tesis central es que, a partir de principios de los noventa, o quizás un poco antes, Barcelona y Madrid sufren una serie de cambios sociales e institucionales que disminuyen la cohesión social y el grado de confianza interpersonal en Barcelona, pero en cambio lo aumentan en Madrid.
Para Madrid, el final del franquismo constituye el quitarse una losa de encima. El estatalismo oficialista del franquismo, el conservadurismo de las autoridades y la falta de vida asociativa habían hecho de Madrid un sitio bastante torpe y provinciano. La democracia hizo que Madrid dejara de ser una ciudad sólo de funcionarios con un Gobierno monolítico obsesionado con el orden y pasara a tener alcaldes extraordinariamente permisivos (y citan explícitamente a Tierno Galván) y gobiernos autonómicos más obsesionados con construir líneas de metro que otra cosa.
La élites y el poder político
La historia de la Barcelona post-franquista, sin embargo, va en dirección contraria. El asociacionismo militante y la rabiosa vida cultural que existía a espaldas del régimen pasó a tener un Gobierno y un Ayuntamiento detrás. Los fuertes vínculos sociales salidos de los intentos de promoción de la cultura catalana para todos en oposición al gobierno pasan a ser políticas culturales hechas desde las instituciones. Las élites empresariales, culturales e intelectuales dejan de actuar fuera de las instituciones a luchar por controlarlas.
Esto no debería ser un problema si los políticos e instituciones son capaces de dejar que la sociedad civil se mantenga activa a base de no meterse donde no les llaman, pero esto no es lo que vimos en Barcelona. La prioridad de la Generalitat fue el fer país (hacer país) y el debate sobre la catalanidad de la vida cultural, asociativa y empresarial centró la vida política barcelonesa. Las relaciones del Ayuntamiento con el Gobierno autonómico han sido casi siempre tóxicas, cuando no hostiles, y la participación cívica, en vez de la alegre anarquía madrileña, se ha convertido en una política de bloques lingüísticos y culturales. La creciente polarización política ha hecho el resto.
El resultado ha sido un cambio considerable en el nivel de confianza no sólo en las instituciones, sino en la misma sociedad. Cuando se le pregunta a gente de Madrid y Cataluña si creen que uno puede confiar en la mayoría de la gente, más del doble de madrileños que de catalanes responden de manera afirmativa. Sabemos (y hay mucha literatura sobre el tema) que el poder confiar en otros está íntimamente relacionado con la capacidad de innovar de una economía y de adaptarse a cambios. La balcanización institucional y política catalana han hecho de Barcelona una ciudad cada vez más desconfiada, y por lo tanto, cada vez menos innovadora, menos optimista.
El estudio, todo hay que decirlo, tiene algunas limitaciones importantes. Es una explicación cultural y cualitativa, y no tenemos datos claros que demuestren que la cadena causal de instituciones hiperactivas y polarización política y social creciente sea tan clara. Aun así, es difícil mirar el erial en que se ha convertido la vida cultural barcelonesa y la interminable parálisis política en el Parlament y no preguntarse sobre sus efectos en lo que solía ser la ciudad más abierta, cosmopolita y vital del país.
La verdad, dudo mucho de que la culpa sea de Madrid.
ROGER SENSERRICH Vía VOZ PÓPULI
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