Eduardo Gómez
Tal vez ha llegado el momento de dejar de manosear la expresión “corrección política“ y emplear un sintagma más preciso: pensamiento sistémico. La corrección política no va más allá de ser un mascarón de proa, y el pensamiento sistémico es la dialéctica de los grandes males venideros por escrutar. Realmente esa distinción separa a los burdos activistas de los pensadores de combate nada dispuestos a tragar con los carros y carretas de mendacidad porteados desde el poder.
Un pensamiento sistémico reza como aquel generalmente aceptado por la sociedad, otrora voluntad popular, el ente que, según Juan Jacobo Rousseau, orlado de poder político, estaba llamado a ser inexorablemente soberano. Claro que si el pensamiento generalmente aceptado no tiene su origen en la voluntad general, sino en grupúsculos financieros de tipejos que mangonean a su gusto los principales organismos internacionales, no hay más voluntad ni libre albedrío que la aceptación por ósmosis.
Según Ramiro de Maeztu, Rousseau jamás se aventuró a demostrar la existencia de una voluntad general, y en tanto no se demuestre, las inteligencias libres o pensadores de combate pueden y deben afirmar que “no hay voluntades generales sino cosas generales“. En esa atmósfera de ósmosis generalizada, a los globalistas protervos les ha salido un forúnculo en sus tejemanejes pandémicos. Una minoría de inteligencias libres del mundo de la ciencia que se hacen llamar médicos por la verdad. Prestos a desmontar sus patrañas han dado un paso al frente para denunciar el tinglado coronavírico.
Lástima que el equipo de médicos combatientes contra el sistema haya pasado por alto la teología como ciencia primera. Hubieran descubierto que el origen del gran mal que combaten se llama teoría del orgullo; un pecado más conocido como soberbia o superbia.
El término superbia (ya en desuso y copiado del latín tal cual) define al hombre que se cree superior a sus congéneres debido al estado económico, social o de otra índole privilegiada. Grandes teólogos como Santo Tomás de Aquino no llegaron a considerarlo un pecado mortal, pero sí un vicio capital, fuente de perdición humana.
Para Ramiro de Maeztu, el orgullo es la causa racional del pecado. En una obra encomiable, denominada La crisis del Humanismo explica que el orgullo, antes de convertirse en superbia, parte del siguiente razonamiento: “Si mi obra es buena, yo soy bueno“. Es así como la bondad de la obra arrastra a la conciencia de superioridad moral del hacedor, convencido de su auctoritas para decidir quiénes mandan y quiénes obedecen. En pocas palabras, dividir a la especie humana en lumbreras y adocenados. Una teoría falsa, iluminista y repugnante, cuyo mal se halla ya, según Maeztu, en el Renacimiento. Mucho ha llovido desde que la implementaran los filántropos fetén, al calor de una intrincada red de fundaciones. Más aún, la superbia se ha vuelto sofisticada y eugenista.
El globalista protervo, filántropo de vocación, prócer del hombre sistémico, encaja como un guante en la teoría del orgullo, visionada por el gran pensador español de la generación del 98: pavoneando su inefable probidad, no parará hasta modelar el orbe para saciar su sed de eugenesia y de superioridad moral. Y es que la soberbia siempre fue el pecado capital y sempiterno de los filántropos
Al igual que la voluntad general de Rousseau, la teoría del orgullo que define el alma del filántropo fetén se transmite por ósmosis, que fluye desde los supuestos lumbreras hasta los más adocenados parias, pasando por todos los estamentos sistémicos: mariachis de la política, medios convencionales de desinformación, científicos apesebrados en el mensaje institucional y la ciudadanía de creencias estabularias.
Con el convencimiento gregario de superioridad moral, los diferentes estamentos sistémicos pondrán sin dudarlo el cartel de “se busca” por cada disidente que denuncie las chuflas víricas sobre el fin del mundo. No sabemos qué cara pondría Maeztu, al constatar la subversión refinada de la teoría del orgullo: “Como soy bueno, mis obras son buenas, ergo la Humanidad ha de obedecer“. Pero conocemos la conclusión a la que llegó: “El diablo es diablo porque se cree bueno“.
EDUARDO GÓMEZ Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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