Pablo J. Ginés
Al cumplirse los 50 años de Mayo del 68, entrevisté a Jennifer Roback, directora del Ruth Institute, una mujer que sabe mucho sobre la revolución sexual y sus daños. “Lo viví todo: me divorcié, aborté, me lo conozco de cerca”, declaró en su ponencia en la Universidad Francisco de Vitoria.
Le pregunté qué es lo mejor que podíamos hacer los padres hoy para educar a nuestros hijos, en nuestras sociedades hedonistas y antifamilia. Es una experta socióloga y activista, y yo esperaba que me diera una serie de recetas. Pero me sorprendió su respuesta. “Que los abuelos se impliquen y estén con sus hijos y nietos, eso es muy bueno. Por lo general tienen ideas más sanas. El mundo previo al 68 se está perdiendo en el olvido y los abuelos lo recuerdan y los necesitamos. Además, su ayuda financiera y logística puede permitir a los padres estar más con los hijos”. Todo muy concreto.
Me di cuenta de que probablemente este efecto benéfico es el que se ha dado en España, donde los nietos aún ven bastante a los abuelos. Quizá, para mantener ese efecto, hay que apagar la televisión y las tabletas, recuperar las largas sobremesas, en las que participen los abuelos, los padres y los niños. Que los chicos escuchen cómo se conocieron el abuelo y la abuela, las dificultades que pasaron en sus días, cómo fue su infancia.
Hay un salmo en la Biblia que dice: “Generación a generación celebrará tus obras, y anunciará tus poderosos hechos” (Salmos 145:4). Este texto no significa solo que cada generación ve a Dios hacer grandes cosas, sino que una generación enseña a otra las cosas grandes que Dios ya hizo. Por eso, es muy importante que los abuelos, y en general las personas ancianas, cuenten las cosas buenas que han vivido y las tragedias que han superado. Nos ayudará a centrarnos a muchos que nos ahogamos en un vaso de agua.
Es curioso que la Biblia, que alaba el respeto a los ancianos, casi no recoge historias de abuelos ejemplares. Quizá la más emocionante es la de Noemí y su nuera Rut. El hijo de Noemí, el marido de Rut, murió. Rut se casó con otro pariente y dio a luz a un hijo. “Entonces Noemí tomó al niño, lo puso en su regazo y fue su nodriza”, leemos. En realidad, el bebé no era nieto genético de Noemí, y de hecho Rut, a la que quería como una hija, era extranjera. Pese a todo, en esa familia complicada y dañada por la muerte, hubo amor entre todos: de padre, de madre, de abuela. Ese bebé sería el abuelo del rey David y, por lo tanto, antepasado de Jesús.
Nuestros niños, nosotros, necesitamos a estos abuelos, para que nos resulten tan nutricios como lo fue Noemí con su nieto.
PABLO J. GINÉS
Publicado en Misión.
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