El autor describe la figura del Rey Emérito como hacedor de la democracia. Sin embargo, a su juicio, la Monarquía de Felipe VI no puede permitirse el lujo de ser desprestigiada a partir de culpabilidades de otro momento
JAVIER OLIVARES
El anuncio de la salida de España de Juan Carlos I, rey entre 1975 y 2014, era bastante previsible. Muchas noticias y rumores de las últimas semanas apuntaban a ello. La decisión era, sin duda, inevitable. Quizás se puede discutir si hubiese sido más adecuado un abandono del Palacio de la Zarzuela como paso previo a la instalación en otro país. Pero, en cualquier caso, había que hacerlo. No se sabe, mientras escribo esta tribuna, donde va a vivir temporalmente el Rey Emérito, pero en mi modesta opinión no sería recomendable que fuese en un Estado no europeo.
El anuncio del pasado lunes, 3 de agosto, tiene un alto valor simbólico. La interferencia permanente, en el presente, entre el pasado de la Monarquía, representado por don Juan Carlos de Borbón; y la Monarquía del futuro, la de Felipe VI y la princesa Leonor, aconsejaban una solución de esta naturaleza. La coyuntura actual es muy delicada. Los efectos de la crisis de 2008 resultaron letales, sumadas a otras muchas circunstancias de orden personal, para el anterior Rey, que acabó abdicando en 2014. No sabemos todavía cómo afectará la crisis de 2020 a España y, en concreto, a la institución monárquica. No nos esperan años fáciles. La experiencia muestra que los momentos críticos provocan situaciones inesperadas y potencialmente desestabilizadoras.
El año 2014 inauguró una nueva época para la Monarquía española. Aunque Felipe VI, desde su proclamación como Rey de España, esté ejerciendo de manera impecable sus funciones y haya conseguido recuperar el prestigio perdido al final del reinado de su padre, el camino no ha estado exento de complicaciones. Entre ellas, la parálisis institucional inédita provocada por las repeticiones electorales o el desafío independentista en Cataluña, que provocó, el 3 de octubre de 2017, una intervención tan oportuna como impecable del monarca. La ejemplaridad, la transparencia y las buenas maneras, que representa la Monarquía de Felipe VI, se enfrentan en la actualidad a tres problemas: una época de profunda crisis, llena de incertidumbres de todo tipo; los continuos e irresponsables ataques populistas a la institución monárquica -las reacciones, tras conocerse la noticia de la salida del país del Rey Emérito, de Pablo Echenique o de Gabriel Rufián, biliosas y patéticas, constituyen claros ejemplos de bajeza moral y política-, que responden a la voluntad de erosionar la democracia y la unidad españolas; y, por último, la difícil gestión de los ecos del pasado, desde el caso Nóos hasta las supuestas comisiones, blanqueos o estafas tributarias de don Juan Carlos, sin olvidar, evidentemente, el culebrón del Corinna-virus.
La salida de España del Rey Emérito no es ni una huida ni un exilio, sino un alejamiento temporal de unos focos cegadores. Juan Carlos I ha dado el paso a un lado que algunas personas, su propio hijo y la Casa Real en primer lugar, venían reclamándole. Se trata de una medida preventiva y ejemplarizante, que intenta frenar los efectos de aquellos ecos del pasado a los que más arriba he aludido. La Monarquía de Felipe VI no puede permitirse el lujo de ser desprestigiada a partir de culpabilidades de otro momento. El techo de cristal no permite errores ni descuidos. Sea como fuere, Juan Carlos I ha asegurado que está en todo momento a disposición de la Justicia y que su salida de España es temporal. Nada que ver con el exilio de su abuelo Alfonso XIII en 1931; nada que ver, tampoco, con su propio nacimiento en 1938 en Roma, en plena Guerra Civil española y en el marco de otro exilio, que se iba a prolongar en Portugal. A principios de agosto de 2020, el Rey Emérito ofrece, simplemente, una renuncia vital para no seguir perjudicando con sus actos y su imagen actual la Monarquía ejemplar de su hijo, Felipe VI.
A pesar de todo lo que hemos visto y oído a lo largo de esta segunda década del siglo XXI, no deberíamos cometer el error fácil o malintencionado de extender nuestras conclusiones o apreciaciones sobre el Rey Juan Carlos I de estos años a todo su reinado. No resulta posible olvidar que el último cuarto del siglo XX fue un momento histórico excepcional, en el que se consolidó una España democrática, moderna, estable y abierta al mundo. El monarca y la Monarquía parlamentaria tuvieron en ello un papel decisivo. Juan Carlos I fue un gran Rey en la España del siglo XX, que no supo encontrar su lugar en la del siglo XXI. Hoy no es ayer. La historia debe imponerse a la memoria y el análisis equilibrado y riguroso del pasado, a la mirada distorsionada del presentismo.
Con el paso del tiempo, y en ocasiones menos convulsas, el nombre de Juan Carlos I va a quedar asociado, por encima de todo, a la consolidación de la democracia en España. La proclamación de Juan Carlos I como Rey, en 1975, tras el fallecimiento de Franco, no fue producto de una restauración, sino más bien de una instauración. La Monarquía juancarlista consiguió borrar sus orígenes y construirse una legitimidad dinástica, constitucional, democrática y popular, fruto de un trabajo decidido y constante. Se convirtió progresivamente en símbolo unificador y moderador en una España democrática y moderna. Don Juan Carlos y sus colaboradores demostraron ser capaces de releer en clave posibilista y moderna las experiencias de otros reyes y pretendientes de la dinastía borbónica -e, incluso, del cuñado, Constantino II de Grecia-. El final del periodo de la Transición, en torno a 1981-1982, iba a coincidir con el momento clave en el proceso de legitimación de la Monarquía juancarlista.
Las legitimidades democrática y popular, que la Monarquía de Juan Carlos I fue acumulando a lo largo de la Transición, borrando poco a poco el estigma de sus orígenes franquistas, se unieron a la puramente dinástica y a la constitucional. La primera fue adquirida en 1977 tras la renuncia de Don Juan a sus derechos al trono, una vez persuadido de que la Monarquía y la democracia estaban en adecuada vía de consolidación. La legitimidad constitucional fue recuperada en 1978, en un referéndum que era algo más que una simple aprobación de la Constitución, pues implícitamente interrogaba también sobre la forma monárquica del Estado. En la nueva ley fundamental, imaginada como una verdadera Constitución para todos los españoles, se especificaba que «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria».
A LO LARGO de su reinado, Juan Carlos I no se alejó del espíritu y de la letra de la Constitución de 1978, y desplegó su poder arbitral y moderador en el interior, sin interferencias y con imparcialidad. Concentró buena parte de sus empeños en la tarea de ser el primer embajador de España. La monarquía juancarlista adquirió en pocos años una trabajada legitimidad y popularidad, que iba a conservar casi intacta hasta las crisis del siglo XXI. Fue precisamente la erosión de estos dos elementos, en una España en graves dificultades, la que acabó por impulsar a Juan Carlos I a abdicar la Corona en 2014. Los errores evidentes (el caso de corrupción que afectaba a Iñaki Urdangarin, las cacerías de elefantes, la mala gestión de las aventuras extramatrimoniales, unos manejos económicos poco claros, escasa transparencia), el exceso de confianza en una Monarquía herida de éxito, la no adaptación a unos nuevos tiempos, los del siglo XXI, y la situación de profunda policrisis en España abocaron a un final no previsto de la Monarquía juancarlista.
En junio de 2014, Juan Carlos I abdicó la Corona de España y su hijo Felipe VI se convirtió en el nuevo Rey. Estamos, media docena de años más tarde, a la espera de saber cómo van a evolucionar los distintos frentes judiciales abiertos, tanto en Suiza como en España, del Rey Emérito. Nuestro sistema democrático requiere, en todo momento, transparencia y justicia. Sea como fuere, la nueva Monarquía española, encarnada por Felipe VI, necesita cuanto antes pasar página definitivamente de este pesado pasado, a fin de reiterar su ejemplaridad y su utilidad, para poder afrontar un futuro en el cual la estabilidad y la unidad que la Corona asegura van a resultar imprescindibles.
JORDI CANAL* Vía EL MUNDO
*Jordi Canal es historiador y profesor en la EHESS (París).
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