El autor apunta la necesidad de que los responsables políticos y económicos empiecen a pensar en cómo podemos hacer compatible un comercio justo y libre en un mundo más limpio y sostenible
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La Economía mundial está hecha jirones. Por un lado, un pequeño cisne negro en forma de virus ha creado un caos social y económico sin precedentes y provocado un ajuste en los mercados financieros que ha ido más allá de la ineludible corrección de la exuberancia financiera presente en dichos mercados desde hace años. Por otro, las guerras comerciales (en sus distintas versiones, como la impulsada por Trump o como la derivada del proceso del Brexit) se ciernen como una verdadera amenaza para la economía globalizada, que tan bien ha servido al planeta en las últimas décadas.
En ambas esferas se dan razones suficientes para la preocupación, pero también para la esperanza. En el frente de la Covid, las enérgicas medidas adoptadas por los gobiernos y los bancos centrales están aliviando las tensiones y ayudando a reducir las consecuencias a largo plazo de la pandemia. Por su parte, la transformación de las guerras comerciales en acuerdos comerciales en el último momento muestra que los políticos entienden que un mal acuerdo es siempre mejor que una buena guerra.
Pero hay otra amenaza en el horizonte que podemos estar subestimando: las guerras comerciales que no provienen del populismo, sino de la muy necesaria y largamente esperada lucha contra el cambio climático.
¿Qué sabemos hasta ahora al respecto? Sabemos que hay un amplio apoyo público en Europa a la lucha contra el cambio climático, una actitud mixta en EEUU (con el sector privado y ciertos estados federados liderando la lucha, pero con un gobierno federal a la contra) y una conciencia más limitada en el mundo de los países emergentes. Sabemos también que las grandes corporaciones consideran la aplicación de los factores ESG (ambientales, sociales y de gobierno corporativo) como ejes decisivos de sus estrategias de futuro. El resultado de la Conferencia sobre el cambio climático celebrada en Madrid (Chile COP 25) es un buen motivo para la esperanza. Aunque los gobiernos no pudieron o no quisieron llegar a acuerdos, la sociedad civil, en general, mostró un nivel de compromiso sin precedente. Particularmente llamativa ha sido la adhesión de las empresas financieras, ya sean bancos globales o gestores de activos, a los valores ESG y, en particular, a la lucha contra el cambio climático, incluso en jurisdicciones, como la estadounidense, en las que los gobiernos se están apartando del consenso mundial.
¿Qué posibilidades hay de llegar a un acuerdo político mundial sobre la lucha contra el cambio climático? Muy escasas, me temo. Siendo realistas, el resultado más probable será una solución desigual con diferentes niveles de ambición y una adopción escalonada por parte de los países de políticas más estrictas a medida que la demanda social y el cambio tecnológico presionen en la dirección adecuada.
En este contexto, Europa viene mostrando un firme liderazgo avalado con la aprobación por parte del Parlamento Europeo del reglamento sobre el establecimiento de un marco para facilitar las inversiones sostenibles, conocido como el reglamento de taxonomía, una pieza clave en el Plan de Finanzas Sostenibles de la Unión Europea, pues define criterios armonizados para calificar una actividad económica como ambientalmente sostenible. Asimismo, el Banco Central Europeo ha planteado en consulta pública una guía que define las expectativas supervisoras de la entidad en materia de cambio climático y la Autoridad Bancaria Europea sigue definiendo su Plan de Finanzas Sostenibles en el que los test de esfuerzo se convertirán en la piedra angular de este plan.
Por tanto, el hecho de que Europa haya decidido liderar la carrera hacia una economía sostenible transformará las reglas en las que se ha basado el comercio mundial hasta ahora. Dado que el respeto a los principios ESG entraña costes para los productores de bienes y servicios, aquellos ubicados en los países más comprometidos con la lucha contra el cambio climático resultarán menos competitivos, mientras que los basados en los países más rezagados en esta lucha se convertirán en formidables competidores de los primeros. Una situación a todas luces inaceptable.
La única forma de restablecer una competencia leal sería utilizar los impuestos sobre el carbono en forma de aranceles aplicados a los bienes importados, aranceles proporcionales a la diferente huella de carbono del sector y país de origen. Esta no es una idea nueva y ya ha sido propuesta por las autoridades competentes. Por ejemplo, la Comisión ha anunciado que propondrá en 2021 (con vistas a aplicarlos desde 2023) una tasa digital y un sistema de ajuste de carbono en frontera que permitirá igualar el precio de importaciones desde países con estándares medioambientales más laxos a los aplicados a la producción europea.
Pero esta solución no será, probablemente, pacífica. Los países seguramente discreparán entre sí respecto a la huella de carbono de los bienes y servicios comercializados, de forma que las jurisdicciones importadoras las sobrevalorarán y las exportadoras pueden subestimarlas. Obviamente, la UE y el Reino Unido (después del Brexit), que están emergiendo como líderes mundiales en la lucha contra el cambio climático, podrán llegar a acuerdos con cierta facilidad. Pero, ¿qué puede pasar con el comercio entre la UE y China, la India o Indonesia? Incluso Japón y la UE pueden tener dificultades para encontrar un equilibrio en los aranceles de carbono. No será nada fácil alcanzar acuerdos y que el comercio mundial prosiga con normalidad.
Si además tenemos en cuenta el comercio de servicios, la complejidad de cualquier acuerdo puede aumentar considerablemente. Pensemos en el turismo, un sector intensivo en CO2, aunque la huella de carbono sea generada por los visitantes extranjeros y no por el país receptor. ¿Cómo contemplará la Unión Europea esta circunstancia en los acuerdos comerciales relativos al clima?
¿Son inevitables esas nuevas guerras comerciales verdes? Desde luego no va a ser nada fácil sortearlas, pero estoy convencido de que tenemos la obligación de evitar, con todos los medios a nuestro alcance, lo que puede suponer un nuevo paso atrás en el comercial mundial y en la globalización de la economía. Para ello, en primer lugar, debemos comprender este nuevo desafío en toda su magnitud. Es necesario que los responsables políticos y económicos empiecen a tomar conciencia del problema y pensar en cómo podemos hacer compatible un comercio justo y libre en un mundo más limpio y sostenible.
JOSÉ MARÍA ROLDÁN* Vía EL MUNDO
- *José María Roldán es presidente de la AEB.
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