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miércoles, 15 de enero de 2020

UNA MALA POLÍTICA ECONÓMICA

El autor analiza las medidas económicas que parece pretender el nuevo Gobierno, fruto de los pactos que han suscrito las fuerzas que lo soportan. Y concluye que no resultarán positivas para nuestro país




/JAVIER OLIVARES


Un análisis sobre la economía española quizá pueda pensarse que tiene menos interés en estos momentos, ante la importante novedad política recién inaugurada. Pero como la economía es un condicionante de la política, hay que resaltar que lo que parece que se propugna por el nuevo Gobierno tiene antecedentes bien definidos en viejos pensadores poco partidarios de la economía de mercado.

En 1938 el economista norteamericano Alvin Hansen, importante difusor de las ideas de Keynes, preocupado por el débil crecimiento de la economía de su país, mantuvo que existían factores de fondo que impedirían para siempre un crecimiento a largo plazo. El primero, el envejecimiento de la población; el segundo, la ausencia de innovación tecnológica y el tercero, el agotamiento de la frontera oeste del país, por haberse completado la colonización de los nuevos territorios. En su opinión, ante la dificultad de cambiar esos factores, la solución solo podría venir por una política de fuertes aumentos permanentes del gasto público. Los gastos públicos podrían ser de consumo o de inversión, porque lo importante era que impulsaran la demanda global de forma potente y constante, generando simultáneamente una presencia creciente del Estado en la economía, presencia bien querida de siempre por los ideólogos de la izquierda. Pero, sin necesidad de las recetas de Hansen, pronto la economía americana volvió al crecimiento, primero, por la Ley de Préstamos y Arriendos a crédito, que impulsó la producción y el suministro masivo de armamento al Reino Unido a lo largo de 1941 y, a finales de ese año, por la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial.

 Ahora, con motivo de la crisis iniciada en 2007, algunos economistas de ideología abiertamente marxista o socialdemócrata (Magdoff y Sweezy; Summer, Gordon y Krugman, entre otros), han tratado de reactivar las viejas ideas de Hansen sobre el gasto, el déficit público y el papel del Estado en la economía partiendo del débil crecimiento económico actual, sin atacar el envejecimiento, la falta de innovación y la apertura de las fronteras. Pero sus pretensiones se han encontrado de frente con el BCE, la Comisión Europea, el FMI y la OCDE, instituciones preocupadas también por el crecimiento de la economía, pero con fórmulas muy distintas a las keynesianas y con un fuerte temor ante los efectos a largo plazo del déficit y de los altos endeudamientos. Los gastos públicos adecuados para estas instituciones no son los de mero consumo o transferencia sino los de inversión que impulsen una transformación profunda de los sistemas productivos evitando el deterioro del medio ambiente y promoviendo la digitalización de la vida diaria. Esos gastos deberán ir unidos, además, a la reducción o, como mínimo, al mantenimiento de los impuestos para no desanimar el consumo de las familias ni la inversión de las empresas.

Es evidente que esas nuevas fórmulas presupuestarias conducirán a mayores niveles de déficit y deuda pública. Pero al admitir esas nuevas reglas, que suponen un relajamiento de la disciplina fiscal propugnada hasta ahora, los organismos internacionales advierten, explícita o implícitamente, que ese comportamiento solo podrán permitírselo los países que cumplan tres condiciones previas. La primera, que no tengan ya, antes de la aplicación de las nuevas reglas, elevados déficits públicos, evitándose así un fuerte aumento de estos. La segunda, que esos países mantengan un nivel relativo  razonable de deuda pública, no por encima del 60% del PIB según los criterios de la Unión Europea, para que su posible carga futura sea soportable. Y, la tercera, que presenten, además, un saldo positivo en sus cuentas públicas antes del pago de los intereses de esa deuda (superávit primario) para que el déficit adicional en que incurran pueda absorberse con mayor facilidad. Esas condiciones cobran todo su sentido si se consideran los riesgos que implican los niveles actuales de tipos negativos de interés. En la zona euro la deuda pública se coloca hoy con intereses muy bajos o negativos porque el BCE la compra de forma masiva, bien directamente a los países emisores o bien indirectamente a través de sus bancos y como colateral para sus préstamos. Igual conducta vienen siguiendo la Reserva Federal, el Banco del Japón y el Banco de Inglaterra, entre otros. Sin esos mecanismos de monetización directa o indirecta de la deuda, que permiten que pueda aumentarse con facilidad la cantidad de dinero en circulación, el coste por intereses de los países con mayores volúmenes relativos de deuda resultaría prohibitivo y su carga insoportable para sus cuentas públicas.

Las condiciones ya expuestas no se cumplen por la economía española. La primera, porque hemos mantenido déficits públicos cuantiosos a lo largo de casi toda nuestra historia reciente y porque, aun en 2019, el déficit público superará muy probablemente el 2,5% del PIB. La segunda tampoco, porque el nivel relativo de nuestra deuda pública se sitúa prácticamente en el 100% del PIB, superando ampliamente el límite del 60% del PIB señalado por la Unión Europea. La tercera igualmente tampoco se cumple porque los intereses de la deuda española, aun en las favorables circunstancias actuales de tipos negativos o muy reducidos, se enfrentan a saldos ya negativos de esas cuentas públicas, antes incluso del cómputo de tales intereses (déficit primario). Sin embargo, los mayores gastos públicos que parecen proyectarse por el nuevo Gobierno -en torno a unos 30 o 35 mil millones de euros, según prudentes estimaciones- no estarán orientados a cambiar sustancialmente los procesos de producción sino casi siempre a resolver demandas redistributivas de colectivos muy ideologizados. Finalmente, pero no en último lugar, que simultáneamente el nuevo Gobierno pretende aumentos impositivos que van a desanimar el consumo de las familias y la inversión de las empresas.

Las recetas políticas previstas por el nuevo Gobierno van, por tanto, en todo al contrario de lo deseable y recomendado por los organismos internacionales. La situación española se acabará haciendo insostenible en cuanto el BCE decida cambiar su actual política expansiva por soluciones más ortodoxas, cosa que probablemente termine sucediendo quizá a finales de 2020 o principios de 2021, cuando la Reserva Federal, después de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, camine hacia una normalización de los tipos con una economía ya recuperada. No se pierda de vista que, al ser esos tipos un factor decisivo para cifrar el coste de uso del capital, sus actuales valores casi nulos o negativos están generando graves despilfarros en la asignación de ese factor, poniendo en riesgo, por falta de eficiencia, el crecimiento futuro de la producción y del empleo. Por eso no podrán mantenerse indefinidamente tales tipos, aunque la vuelta a niveles positivos de esos intereses resulte catastrófica para los países que, como ocurre en España, mantengan peligrosos niveles de endeudamiento público. Sus costes totales por intereses en ese caso se harían insostenibles pues podrían superar el valor monetario del crecimiento del PIB, que sería compensado totalmente por el pago de intereses.

Pero el nuevo Gobierno pretende, además, que sus programas de gasto se complementen con una contrarreforma laboral que va a incrementar notablemente el coste del trabajo, lo que no parece lo más adecuado para España, que alcanza hoy los niveles de desempleo más elevados de Europa con la excepción de algún pequeño país. También se va a potenciar el papel de los sindicatos en la contratación colectiva, volviendo a generalizar sectorialmente los convenios, y se van a suprimir algunas fórmulas que concedían cierta flexibilidad a las empresas. Además se pretende elevar sustancialmente el salario mínimo interprofesional de forma intempestiva, porque con nuestros insoportables niveles de paro no parece que ahora sea el mejor momento para hacerlo. También se pretende integrar plenamente en el régimen general de la Seguridad Social a colectivos laborales que, por su propia naturaleza, resultan difíciles de encuadrar en fórmulas rígidas de contratación. Ante ese conjunto de medidas, entre otras, resulta fácil pronosticar una caída importante del empleo y, consecuentemente, una mayor debilidad de la demanda privada.

Toda la política económica propugnada hasta ahora por los partidos que sustentan el nuevo Gobierno va en sentido contrario a lo que necesita hoy la economía española. Es el fruto de una ideología irredenta, pasada y mundialmente fracasada que todavía prevalece sorprendentemente en los programas de los partidos políticos españoles de izquierda. En política económica, pues, también comenzaremos a ir por muy mal camino.


                                                                        MANUEL LAGARES*  Vía EL MUNDO
  • Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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