Antonio R. Rubio Plo
Vermont Royster (1914-1996) fue uno de los principales editorialistas de The Wall Street Journal
en los años de la guerra fría, y he recuperado uno de sus famosos
editoriales, publicado hace setenta años en la Navidad de 1949. Lleva
por título In Hoc Anno Domini, y el periódico norteamericano lo reproduce cada 24 de diciembre. [Puedes leerlo aquí en español.]
Una biografía de Vermont Royster, editorialista del Wall Street Journal entre 1958 y 1971.
En aquel lejano invierno se vivía en una gran incertidumbre sobre el destino de la humanidad. La geopolítica indicaba que no habían triunfado la paz y la libertad, pese a la terrible conflagración que el mundo nunca antes había conocido. Por el contrario, el bloque comunista aparecía como una gran mancha roja en la esfera mundial que se extendía desde el Elba hasta el Asia del Pacífico, sobre todo tras el reciente triunfo de la revolución maoísta. Era el mismo año en que la URSS de Stalin realizaba su primera prueba nuclear, lo que marcó el inicio de la carrera de armamentos que mantendría al mundo en vilo en las décadas siguientes. Vermont Royster debía de tener algunos de estos acontecimientos en mente cuando escribió el editorial.
Pasan los regímenes políticos y cambian las situaciones internacionales, pero los grandes temas del escrito, el cristianismo y la libertad, no pasan. Royster nos habla del mundo cuando Saulo viaja a Damasco en busca de cristianos para encarcelar. Otro ejemplo de que el mundo del imperio romano es más un lugar de opresión que de civilización. Es un mundo en que existe el orden porque el brazo largo de la ley romana y las legiones así lo garantizan. La opresión se reparte de forma casi igualitaria excepto "para los amigos de Tiberio César". El mundo romano es un lugar de cobradores de impuestos que gravan hasta la más mínima actividad, y ese dinero sirve principalmente para pagar legiones y los juegos circenses con que el emperador entretiene a una plebe ignorante y sedienta de sangre.
"¿Para qué sirve un hombre sino para servir al César?", nos dice Royster, que es otra forma de decir: "¿Para qué sirve un hombre sino para servir al Estado?". Nuestro editorialista piensa seguramente en el Estado comunista o en el intervencionista, pero si viviera hoy, el periodista pensaría que el culto al Estado, la nueva encarnación del emperador romano, sigue vigente, aunque ahora se presenta como un ente benefactor de unos ciudadanos a los que adula y a la vez procura educar sus mentes desde niños en la nueva religión cívica de lo políticamente correcto. No importaría el rostro huraño del emperador acuñado en las monedas o el semblante afable de un líder político de nuestros días que nos vende un relato hecho a su medida y a la de sus electores. Royster vería hoy en ambos a enemigos de la libertad y, por supuesto, del cristianismo. De hecho, nos recuerda que el cristianismo es una religión cuyo fundador supo distinguir claramente entre las obligaciones para con Dios y para con el César. El problema surge cuando el César, que asume cada vez más los rasgos de un déspota oriental al tiempo que el imperio se va extendiendo, pretende que le rindan culto.
Royster recuerda que una voz de Galilea surgió para desafiar la idolatría del César, una voz cuyo mensaje sería extendido por Saulo, primero su perseguidor y luego su más ardiente apóstol. El ciudadano romano Pablo no vería, sin embargo, incompatible la lealtad a las autoridades legítimas y a los deberes cívicos con el rechazo a postrarse ante alguien que no fuera Dios. No hay otra razón para la persecución de los cristianos, en Roma y en todos los regímenes políticos: no querer doblar la rodilla ante el Estado, abiertamente tiránico u ogro filantrópico, como diría Octavio Paz. En efecto, el cristiano se enfrenta a la intromisión estatal por medio de la libertad de su conciencia, lo que suele llevar al perseguidor a acusarle de extremismo o fanatismo, aunque no se mira en un espejo para comprobar que esa acusación recae directamente sobre él por su arbitraria conducta.
El fanatismo rigorista del Saulo perseguidor tenía estrechos límites. Como tantos puristas de todas las épocas, hubiera querido volver a los orígenes de su religión en aras de una supuesta integridad. Pero al final, el apóstol Pablo defenderá una religión universal, la única que habla claramente de libertad. El cristianismo afirmó la libertad frente a la ley mosaica. Pablo no quería ser "esclavo de la ley" y tampoco hoy aceptaría someterse a aquellas leyes estatales que fueran contra la propia conciencia. Una luz que le cegó en el camino de Damasco le haría descubrir la libertad que había ganado Cristo al hombre: la libertad de los hijos de Dios.
Es posible que algunos lean el editorial de Royster y lo despachen diciendo que es una versión "conservadora" de la libertad, pues la libertad, tal y como ellos la entienden, es una libertad sin referencias ni condicionantes. Sin embargo, Pablo de Tarso defiende una libertad plena, que no puede ser desvinculada del amor. Cabe preguntarse si los que defienden otro tipo de libertad solamente aspiran a la libertad del yo pero no a una libertad para todos.
ANTONIO R. RUBIO PLO
Publicado en Páginas Digital.
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