Sánchez e Iglesias, durante el debate de investidura de este sábado.
EFE
Circula estos días por las redes un viejo vídeo que tiene como protagonista a José María Gil-Robles,
en el que el político de la CEDA se explaya a gusto sobre las
debilidades esenciales que advertía en el texto constitucional que en
1978 estaba a punto de aprobar el Parlamento: “Para mí hay tres puntos
que son difícilmente admisibles en el proyecto: el primero, la
enseñanza. La Constitución no garantizará la verdadera libertad de
enseñanza, aquella que permite a los padres escoger el colegio que
quieren para sus hijos. Ese derecho en la práctica lo tendrán los padres
que tengan medios económicos suficientes, frente a quienes no los
tengan. En segundo lugar, encuentro un peligro muy grave en el
reconocimiento constitucional de las nacionalidades (…) lo que puede
traer como consecuencia una serie de pretensiones de tipo secesionista
que de ningún modo puedo considerar admisible. Y, en último, creo que la
Constitución establece unos mecanismos de relación entre los poderes
del Estado que acabarán porque no exista en España una democracia sino
una partitocracia, es decir, el triunfo de los partidos políticos,
equivalente de hecho al triunfo de la minoría que mangonea esos partidos
a base de una mayoría de diputados sumisos y transigentes, y una
opinión pública totalmente marginada”. La verdad es que Gil-Robles lo
clavó.
Lo clavaron también muchos otros, voces que
clamaron en el desierto al advertir del huevo de la serpiente que el
texto llevaba en su seno desde su nacimiento, a cuenta particularmente
de las “nacionalidades”. Uno de los que con más fundamento lo
argumentaron fue Julián Marías. “España ha
sido la primera nación que ha existido, en el sentido moderno de esta
palabra; ha sido la creadora de esta nueva forma de comunidad humana y
de estructura política, hace un poco más de quinientos años. Antes no
había habido naciones”, escribió el 15 de enero de 1978 en El País.
“Políticamente, las expresiones «Monarquía española» y «Nación
española» han precedido largamente a «España», como se refleja en “El
Tesoro de la lengua castellana o española”, de Sebastián de Covarrubias
(1611)” (…) “Según el texto constitucional hay en España dos realidades
distintas, a saber, «nacionalidades» y «regiones». En una Constitución,
habría que decir cuáles son esas regiones. Pero lo más importante es
que no hay nacionalidades -ni en España ni en parte alguna-, porque
«nacionalidad» no es el nombre de ninguna unidad social ni política,
sino un nombre abstracto, que significa una propiedad, afección o
condición” (…) “Es decir, España no es una «nacionalidad», sino una
nación. Los españoles tenemos «nacionalidad española»; existe la «nación
España», pero no la «nacionalidad España» ni ninguna otra”.
De
aquellos polvos, estos lodos. De aquel “café para todos”, ese “Estado
de las Autonomías” con el que los autores de la Constitución, con Adolfo Suárez
al frente, pretendieron escamotear la realidad de las llamadas
“nacionalidades históricas” catalana y vasca. Hoy, el Estado autonómico
se ha convertido en un paquidermo imposible de financiar salvo en épocas
de boom económico, sin haber sido capaz de
satisfacer o aplacar las aspiraciones de los nacionalismos catalán y
vasco que, en un ejercicio de radical deslealtad para con el texto que
contribuyeron a alumbrar [“Votadas las autonomías”, decía Azaña
en uno de sus celebrados discursos, “el organismo de gobierno de la
región es una parte del Estado español, no es un organismo rival, ni
defensivo ni agresivo, sino una parte integrante del Estado de la
República Española. Y mientras esto no se comprenda así no entenderá
nadie lo que es la autonomía”], se han dedicado a tironear la democracia
con la ayuda inestimable de una Ley Electoral fuente constante de
inestabilidad, en un ejercicio que a la traición constitucional ha unido
una voracidad económica insaciable.
Cortocircuitado el proyecto Ibarretxe,
el problema catalán estalló con fuerza al socaire de la mayor crisis
económica conocida por nuestro país en muchos años. Crisis económica que
vino a enmascarar una crisis política e institucional de carácter
terminal, crisis de agotamiento del modelo político salido de la
Transición, herido de muerte por la corrupción de una clase política que
“ha desarrollado en las últimas décadas un interés particular,
sostenido por un sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima
del interés general de la nación” (César Molinas).
Sin auténtica separación de poderes, esa corrupción ha sido el pedernal
que ha ido desgastando los perfiles de una democracia anémica y mal
servida por la ausencia de instituciones y organismos de control
independientes del Ejecutivo, capaces de haber metido a tiempo en la
cárcel a los grandes ladrones. Corrupción del felipismo y corrupción no
menor del rajoyismo. Majestuosa corrupción en el caso de Juan Carlos I,
la mancha de aceite que desde lo más alto salpicó a toda la sociedad.
Corrupto régimen clientelar en el País Vasco donde es imposible vivir,
incluso pensar, al margen del PNV, y corrupción al por mayor (“Vostès tenen un problema i aquest problema es diu 3%”) en el caso de los nacionalistas catalanes, para bien y para mal los más españoles de entre los españoles.
Un ladrón llamado Pujol
Cualquier
movimiento político o social con pretensiones hegemónicas hubiera
quedado desacreditado, desarticulado para siempre, en el momento mismo
en que su fundador, Jordi Pujol i Soley,
inventor de la patria catalana (su “Programa 2000”), reconoció a cara
descubierta su condición de defraudador a la Hacienda Pública, su
esencia de vulgar ladrón, con una fortuna escondida en el exterior de
cientos, algunos dicen que miles, de millones. No ocurrió así. Porque el
“Movimiento Nacional” (suprema ironía posfranquista) catalán se ha
convertido en una religión, con una feligresía inasequible a las
contradicciones de esa oligarquía xenófoba y trincona de derechas que lo
maneja a su antojo, que da empleo público a 250.000 personas-familias, y
que en un momento determinado decidió que no quería ir a la cárcel,
optando por romper la baraja para poder contar con “Estadito” propio y
jueces a la carta nombrados por ellos mismos.
La irrupción en tromba de este buscavidas de la política apellidado Sánchez anuncia el fin del sistema político de la Transición y su sustitución por otro cuya esencia desconocemos
En esa batalla estamos, con mayor virulencia que nunca
desde la Diada de 2012. En el punto más bajo de la crisis política
aludida, que en esencia es crisis terminal de esa partitocracia (“Los
partidos se apoderaron del poder político del Estado, y es el poder
político el que concedió las libertades”, Antonio García-Trevijano)
que ya en 1985 decidió acabar con la división de poderes y que ha
terminado por fagocitar las instituciones. Los partidos se han
convertido en estructuras de poder férreamente jerarquizadas, casi en
sociedades anónimas comandadas por un CEO todopoderoso –y cada día más
pedestre, más culturalmente inane- que reparte canonjías y que, sobre
todo, “otorga” las listas electorales de las que dependen los garbanzos
de una serie de políticos que lo pasarían mal para encontrar empleo en
el sector privado. El riesgo de que un aventurero sin escrúpulos llegara
un día a hacerse con el poder en una de esas grandes estructuras de
tinte mafioso, caso del PSOE, haciendo saltar por los aires el sistema,
era evidente. Es lo ocurrido con Sánchez Pérez-Castejón,
un tipo acostumbrado a mentir con desahogo, un lego sin ideología
conocida, pendiente solo de dar satisfacción a su enfermiza ansia de
poder. Sánchez ha desnaturalizado al PSOE que conocimos en la Transición
hasta el punto de que el partido que él controla con mano de hierro no
se parece en nada al de Felipe González.
Este golpista vocacional ha sacado al PSOE del banco constitucional para
inscribirlo en la banda que hoy forman los enemigos de la Constitución.
Bien
es cierto que el último intento de cuadrar su sueño cesarista se saldó
con la pérdida de 800.000 votos y tres escaños, pero este PSOE
largocaballerista sigue siendo el partido más votado en España, aunque
apenas lo haga el 65% de los que en octubre del 82 lo hicieron por
Felipe. Le vota una sociedad víctima del desastre educativo sobre el que
advirtió Gil-Robles. Una Educación que prima la servidumbre voluntaria
frente al pensamiento crítico. Una sociedad víctima propiciatoria de
unos medios mayoritariamente controlados por la izquierda y de la basura
televisiva que diariamente expelen canales como Telecinco, propiedad de
unos italianos que los jueves se mudan a Milán para pasar el fin de
semana. Una sociedad sobre la que han caído como lluvia ácida las nuevas
ideologías –nuevas religiones- que el mendaz Zapatero (un tipo que se está haciendo rico en Venezuela como intermediario entre Maduro
y empresas de medio mundo) esparció por España a partir de 2004. Una
sociedad infantilizada, incansable en sus demandas al Estado benefactor,
reacia a asumir obligaciones, reñida con cualquier pensamiento liberal.
Sociedad de siervos vocacionales, enemiga del “paso erguido del hombre
libre” de Bloch. Las mentes vacías, las neveras llenas.
Tiempo de caciques locales
A
picotear en el cuerpo exangüe de nuestra desacreditada partitocracia
acude ahora toda clase de cuervos ávidos de sacar tajada. Justo castigo a
la socialdemocracia, de derechas y de izquierdas, que ha gobernado este
país desde la muerte de Franco y que se ha
mostrado incapaz de regenerarse desde dentro. Caciques locales, como
los de Teruel Existe, lugareños avispados dispuestos a labrarse un
futuro sobre las aspiraciones de la pobre gente olvidada, ajena al cogito ergo sum. Epígonos del cántabro Revilluca
encantados con la idea de hacerse famosos sobre los tablaos de
Telecinco y La Sexta. Detrás de los de Teruel vienen los caciques de
Soria, los de León (“Si todo el mundo tiene su chiringuito, León tiene
más derecho que nadie”), los de Cartagena (contra Murcia), los de
Linares (“Jaén nos roba”), los del Bierzo y los que caigan. Todos
dispuestos a unirse al cortejo que encabezan los separatismos catalán y
vasco, enemigos de la unidad y la igualdad entre españoles. España en
almoneda.
Las cámaras del Congreso que ayer retransmitían la señal (controladas por una filial de Roures) se dedicaron a desacreditar el discurso del líder del PP enfocando de forma reiterada las risitas despectivas de Sánchez
La irrupción en tromba de este buscavidas de la política
apellidado Sánchez anuncia el fin del sistema político de la Transición y
su sustitución por otro cuya esencia desconocemos pero cuyos perfiles
imaginamos. Fin de trayecto. El de ayer fue el discurso de un
liberticida dispuesto a la consolidación mostrenca de las dos Españas,
la España partida en dos bloques irreconciliables. Con su habitual
desparpajo, trató de vendernos las bondades del programa electoral de
Podemos, escrito al alimón con ERC, destinado a convertir España en una
granja orwelliana cinco estrellas al modo nórdico y a base de dinero
público para todos que nadie sabe de dónde saldrá (porque los ricos ya
han puesto el suyo a buen recaudo), aunque lo sospechamos, y que más
pronto que tarde terminará por arruinar la economía española para
hacerla más cercana a Venezuela que a Dinamarca. Cuidándose mucho de
contar la verdad sobre los verdaderos pactos alcanzados con ERC y Bildu,
a quienes en poco tiempo podría perfectamente dejar en la estacada.
Como un anticipo de lo que nos espera, las cámaras del Congreso que ayer
retransmitían la señal (controladas por una filial de Mediapro, el
holding del Jaume Roures financiador del
separatismo catalán) se dedicaron a desacreditar el discurso del líder
del PP enfocando de forma reiterada las risitas despectivas de Sánchez
mientras aquel hablaba. Nunca unas muecas mostraron tanto desprecio y
dieron tanto miedo. He ahí a un tipo dispuesto a gobernar para media
España contra la otra media. Malos tiempos para la libertad.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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