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Al inicio de Honrarás a tu padre, el vivo relato de Gay Talese sobre la familia mafiosa de los Bonanno, el padre del "nuevo Periodismo" -Premio Internacional de EL MUNDO en 2012, un galardón que este lunes recibirán los directores de The Washington Post y The Times, Martin Baron y John Witherow-, narra el secuestro del jefe del clan sin que, al parecer, nadie advierta nada. Esa curiosa, por imposible, circunstancia hace reparar a Talese en que la mayoría de los porteros de Nueva York desarrollan un selectivo sentido de la vista para saber qué ver y qué pasar por alto, es decir, cuándo ser curiosos y cuándo ser discretos.
Esto que les ocurre a los conserjes de la Gran Manzana, según ese maestro de la elegancia y del periodismo que es Talese, sucede igual al Gobierno de cohabitación socialcomunista que preside Pedro Sánchez. De hecho, así se guía con quienes se hipotecó para llegar y sostenerse en el poder, así como con los regímenes bolivarianos a los que supedita su política por mor de la estrecha ligazón que mantiene con ellos una formación como Podemos, que se implantó y arraigó en España con fondos de la Venezuela de Chávez y Maduro, así como el ex presidente Zapatero, de la mano de turbios negocios como los de su embajador en Caracas, Raúl Morodo.
Tras ser clave en el matrimonio del PSOE con Podemos para reanudar el proceso puesto en marcha bajo su Presidencia, con la anuencia de los soberanismos vasco y catalán, pero que hubo de abandonar deprisa y corriendo para evitar que España fuera intervenida como Grecia, lo que hubiera conllevado un efecto arrastre de dramáticas consecuencias para la economía mundial, Zapatero auspicia, como canciller a la sombra de España y Venezuela, la alianza transatlántica del bolivarismo con el mismo afán y empeño que promocionó con el presidente turco Erdogan la Alianza de Civilizaciones. Con su sonrisa de cimitarra, perseguía antes como ahora suplantar los usos y modos occidentales por otros en los que la libertad y la democracia descarrían de la manera en que lo hacen en los países en los que es tratado como un "príncipe" con derecho a avión privado a costa de unos venezolanos sometidos a un despotismo carnicero.
Con el abono de tan onerosas deudas, Sánchez socava el Estado de derecho incumpliendo de facto las condenas a sus cofrades separatistas mediante reformas legales ad hominem del Código Penal que dejen sin efecto fallos como los del 1-O y rehabiliten a los golpistas para que rematen lo que dejaron a medias por la intervención judicial, como se jacta Junqueras.
En paralelo, el Ejecutivo soslaya las sanciones de la UE contra capos de la dictadura venezolana como la vicepresidenta, Delcy Rodríguez, acusada de corrupción y de violación de los Derechos Humanos, mientras a otros se les deja huir antes de ser extraditados a Estados Unidos. Al tiempo, Pedro Sánchez goza del dudoso honor de ser el único jefe de Gobierno europeo que no recibe al presidente legítimo de aquel país, Juan Guaidó, como él mismo lo proclamó hace un año.
Desmintiéndose a sí mismo hasta ser el irreconocible político de las mil y una caras, no quiere desairar ni al alto representante de la dictadura caribeña que es José Luis Rodríguez Zapatero ni a su terminal en España que es Podemos, hijo natural del ex presidente y factótum del "Gobierno del insomnio". (Sánchez dixit).
De este modo, por su propia voluntad, Sánchez es rehén de los 38 viajes que presume haber hecho su antecesor a Venezuela al servicio del autócrata Maduro, de los 35 millones recibidos por su embajador Morodo y de la subordinación de su vicepresidente Iglesias al bolivarismo. Es el infierno que se ha buscado Sánchez. Ante el averno, según anota Italo Calvino en Las ciudades invisibles, sólo cabe aceptarlo y volverse parte de él hasta dejar de verlo, o buscar y saber quién y qué, en medio del fuego, no es el infierno, y procurar hacerle lugar. Pedro Sánchez ha optado por ser parte del mismo, pero evitando perecer entre sus llamas, lo cual no parece muy factible, pese a los cortafuegos establecidos por su todopoderoso jefe de gabinete, Iván Redondo.
Como expresión de la involución democrática en la que se adentra España, si no se le pone pronto remedio, Sánchez se reúne con un presidente inhabilitado -lo hará con Torra en Barcelona-, y uno de sus edecanes en el Gobierno y en el PSOE, José Luis Ábalos, se cita con nocturnidad y alevosía, tras negarlo más veces que Pedro a Jesús antes de que cantara el gallo, con una prófuga de la justicia internacional como Delcy Rodríguez. Sánchez no debiera olvidar que "no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague". Quizá cavile, como el libertino y disoluto don Juan Tenorio, "¡qué largo me lo fiais!" y que, en caso de apuro, podrá arrepentirse a tiempo y ser perdonado antes de comparecer ante su único Dios: las urnas.
En su licenciosa deriva, sólo queda aguardar a que uno de sus comisionados acuda a la cárcel de Lledoners a visitar a Junqueras para que le desbloquee los Presupuestos del Estado, tras cumplimentar su amnistía encubierta y la consulta soberanista que comprometió por escrito con ERC. En tesitura tan gravosa, a las dudas de legitimidad de origen del Gobierno Sánchezsteinse suma su legitimidad de ejercicio al permitir que el golpe del 1-O se extienda a una España por medio de un presidente sin escaños propios para serlo y a merced de los votos buitre del independentismo y del bolivarismo.
Así, con respecto a los veredictos judiciales, la mayoría socialcomunista gobernante en España ha adoptado los hábitos de quienes llevan a Cataluña por la senda independentista, esto es, descalificando a jueces y no acatando sus fallos hasta hacer de Sánchez una mala copia de lo que dijo combatir. ¡Qué días electorales aquellos en los que la vicepresidenta Calvo blasonaba que una democracia ejemplar como la española traería de vuelta al prófugo Puigdemont! Ahora mercadea con el Código Penal, como afea al Gobierno su correligionario Emiliano García-Page, para rendir honores al vecino de Waterloo y al resto de golpistas del 1-O. Por eso, con su buen ojo de ciego, Borges advertía que hay que saber bien elegir a los enemigos, aunque sólo sea porque a menudo acabamos pareciéndonos a ellos.
Es lo que le ha sucedido a Noverdá Sánchez con Junqueras, al que quiso poner fuera de la ley aplicándole el artículo 155 y reclamando pena de rebelión contra su alzamiento, y con Torra al que calificó sin ambages de "Le Pen catalán" y del que manifestó que un xenófobo de esa calaña no podía estar al frente de ninguna instancia de poder en la Europa de las libertades. En los labios de Sánchez, la verdad se hace sospechosa como en la comedia de Ruiz de Alarcón. Cabe argüir también que, "si en lo mismo que yo os vi/ os atrevéis a mentirme/, ¿qué verdad podréis decirme?".
Enterrando la división de poderes, Sánchez y sus aliados persiguen que la política se enseñoree del todo de la Justicia y dicte su sentencia de muerte al Estado de derecho. Como alertara Adam Smith al descifrar dónde reside la auténtica riqueza de las naciones, si el poder judicial está unido al poder ejecutivo, es imposible que la Justicia no resulte sacrificada en aras de la política. En ese brete, se impondría la impunidad de la política y el descrédito de la Justicia en términos tan demoledores como los que aprecian estos días por un Ejecutivo que, tras refutarlo con la vehemencia que exigía el dislate, le regala la condición de "presos políticos" a quienes se valen de su posición para garantizarse su impunidad.
No se suele caer en la cuenta de que los más interesados en «judicializar» el problema "político" catalán (esa idea tramposa que sugiere que habría que tratar al margen de las leyes las ilegalidades independentistas) son, en realidad, los secesionistas. Por medio de ello, retuercen las leyes y sus garantías para bloquear el funcionamiento de la democracia sumergiéndola en un gran litigio a la espera de que sea llegada la hora de derrotar al Estado. No cabe duda de que, como decía Gracián, sólo mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo.
Tratando a la opinión pública como alondras a las que distraer con señuelos que la hagan caer en sus redes, Sánchez disimula sus enjuagues con argucias de todo jaez. Así, con la añagaza de una mejor regulación de los delitos de rebelión y sedición, provee de una amnistía encubierta a los golpistas del 1-O.
Es lo que el jurista Piero Calamandrei, en su ensayo Sin legalidad no hay libertad, cataloga como el régimen del ilegalismo, donde se hacen, cuando conviene, leyes con el único propósito de defraudar la ley y destruir el "sentido de la legalidad". Fue lo que aconteció en la Italia de Mussolini que empezó con una sedición (la marcha sobre Roma). La flagrante violación de la Constitución fue asumida como si se ajustara al ordenamiento jurídico vigente en la representación de una gran farsa.
A juicio de Calamandrei, que publicó estas reflexiones de manual en 1944, el principio de legalidad es condición sine qua non para la existencia de la libertad política, pues entraña "la certeza del derecho". En caso contrario, la legalidad se devora a sí misma y franquea la disolución de las sociedades democráticas.
Empero, escuchando sus monólogos de Narciso ante el espejo que reverbera su autocomplacencia sin periodistas moscardoneando con preguntas in- cómodas, Sánchez parece participar de la idea de que un presidente dispone de autoridad suficiente para violar la ley. Esa confesión explícita fue la que acabó enterrando en vida a Richard Nixon cuando, en 1977, en un intento por resarcirse tras su dimisión por el escándalo Watergate acontecido tres años antes, le concedió una entrevista al periodista David Frost. No pudiendo contener su soberbia, le espetó: «Cuando lo hace un presidente, significa que no es ilegal». Si es cierto que, como refiere Lord Acton, el poder corrompe (y el absoluto, absolutamente), no lo es menos que hay políticos que corrompen al poder haciendo suya la ley de hierro del autoritarismo: "Para los amigos, todos los favores; para los enemigos, la ley".
En EEUU, esa conducta cuesta el cargo y el prestigio, pero aquí puede hacer que, con el beneplácito de jueces que se vuelven como girasoles buscando el sol que más calienta, el Gobierno culmine su asalto a la Justicia reduciéndola a mera correa de transmisión de sus antojos y necesidades. Teniendo a la Justicia como verdadera oposición, su prioridad es reafirmar la subordinación de ésta y depurar jueces.
Como hizo en 1985 el ministro Fernando Ledesma, enmendando a su favor la Ley Orgánica del Poder Judicial y anticipando la jubilación de magistrados estimados refractarios. Ello originó el cese inmediato de 136 jueces -doce del Tribunal Supremo- al resolver el PSOE que había que acelerar el avance de togados de su cuerda.
Bajo esa premisa, no extrañará que Sánchez emule al caudillo de la obra más universal de Augusto Roa Bastos, y pretenda erigirse sobre los cascotes del Estado de derecho que trata de derruir con sus aliados de Gobierno, en Yo, El Supremo.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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