Es insensato reformar el Código Penal apoyándose en los votos controlados por quienes pueden ser beneficiarios de la reforma. Legislar ‘ad personam’ es la peor de las decisiones que puede tomar el Gobierno
/EVA VÁZQUEZ
“¿Queréis prevenir los delitos? Haced que la ilustración acompañe a la libertad”.
Cesare Beccaria
Cesare Beccaria
Un sabio filósofo nada circunspecto, como es Fernando Savater, ha escrito repetidas veces contra las gracietas de los diputados que a la hora de prometer o jurar lealtad a las leyes en su toma de posesión añaden enjundiosas apostillas, como condicionando el valor de su compromiso. Desde que Herri Batasuna instaurara la moda en la Transición, y en plena actividad criminal de ETA, prometiendo “por imperativo legal” su acatamiento al sistema han proliferado fórmulas diversas, bastante pedestres y nada imaginativas, en las que lo mismo se jura por España, pues no hay más que una, que por la madre que le parió a cada cual. Este cúmulo de chorradas, repetido en parte en la jura de nuevos ministros, pone de relieve la debilidad de nuestras instituciones y la ignorancia de muchos de quienes las ocupan. Tan apegados están a su particular e interesada interpretación del espíritu de las leyes que olvidan la literalidad de las mismas.
En una reciente reunión a la que asistía considerable número de intelectuales, pude escuchar a un experto jurista que, a su entender, incluso las fórmulas que las titulares de Trabajo e Igualdad emplearon para prometer cumplir con sus tareas en el Consejo de Ministras, pudieran devenir en la nulidad de su nombramiento y quién sabe si en un delito de usurpación de funciones, habida cuenta de que el órgano colegiado por ellas descrito simplemente no existe. Otro de los asistentes al debate recordó que el día inaugural del presidente Obama se produjo un error en la lectura del texto de su juramento. Preocupado por las consecuencias legales y constitucionales que aquello pudiera tener, el presidente de la Corte Suprema acudió más tarde al despacho oval para repetirlo, no fuera a ser considerado inválido. El respeto a las formas es esencial en el funcionamiento de la democracia no por razones de protocolo, sino como garantía jurídica de los actos y decisiones del poder. Esto debería haberlo tenido en cuenta nuestro ministro de Transportes antes de darle la mano en Barajas, por cortesía, a una delincuente acusada de delitos contra la democracia.
Habrá quien piense que estas son anécdotas menores, pero afectan de lleno a la estabilidad del sistema. Del desprecio institucional que exhiben los actuales partidos del arco parlamentario ya se ha dicho bastante, pero la debilidad del nuevo Gobierno amenaza con expresarse en despropósitos de tamaño considerable que pueden dañar seriamente la convivencia ciudadana y la limpieza democrática del propio PSOE. Me centraré, solo a título de ejemplo, en el asunto del nuevo Código Penal.
Por mucho que la vicepresidenta del Gobierno insista en que la reforma del mismo, o la elaboración de uno nuevo, no forma parte de los acuerdos con Esquerra Republicana para la investidura, es evidente que algo tiene que ver con ellos, entre otras cosas porque el verdadero negociador de los pactos ha sido Oriol Junqueras desde la cárcel de Lledoners.
Cualquier cambio que aspire a ser duradero debe hacerse con el concurso de las fuerzas políticas y del Poder Judicial
Vaya por delante mi consideración de que si verdaderamente se quiere solucionar el conflicto político catalán es obvio que no podrá mantenerse en prisión por largos años al conjunto de líderes que ahora purgan en celdas sus mesiánicas obsesiones. La normalización en Cataluña requerirá tiempo y mesura. La libertad de los sediciosos, en la medida que pueda contribuir a esa normalización y en condiciones razonables, lejos de ser una premisa que pueda exigir nadie es una necesidad de todos si se pretende recuperar la convivencia. Para que algo así suceda se necesita claridad y menos secretismo por parte del Gobierno. Porque una cosa es proceder a medidas de gracia o incrementar los permisos penitenciarios a fin de restaurar la situación política catalana y otra muy diferente hacerlo a cambio de obtener las prebendas del poder en el voto de investidura. Esta es la hora en que todavía el presidente no ha explicado cuál es su plan, si es que tiene alguno, para devolver a la inmensa mayoría de catalanes al pacto constitucional, mientras el PP, manchado por sus connivencias con la extrema derecha, solo responde con jactancias y pamplinas. Normalizar la vida democrática en Cataluña requerirá antes o después un pacto que implica reformas constitucionales a fin de adecuar nuestro sistema al funcionamiento federal. Un pacto que ha de incluir antes que a ningún otro al principal partido de la oposición, cuando decida apearse del cuanto peor mejor.
Algo parecido puede decirse respecto a la renovación del Código Penal: es insensato y sectario hacerlo apoyándose en los votos controlados por quienes directamente pueden ser beneficiarios de la reforma. Y es inadmisible que un cambio que afecte a la calificación de las penas por sedición no cuente con el aval de un amplio sector del Congreso y los informes preceptivos del Consejo de Estado y del Poder Judicial. Se tardaron casi dos décadas desde el comienzo de la Transición en redactar el Código Penal de la democracia, reformado luego sucesivamente con saña partidista por Aznar, Zapatero y Rajoy. Legislar ad personam para resolver la situación de quienes cometieron un nefando crimen contra la democracia es la peor de las iniciativas que puede tomar el Gobierno, sobre todo porque puede utilizar su derecho de gracia en la capacidad y medida que estime necesario. En definitiva, cualquier reforma del Código Penal que aspire a ser duradera y útil a la comunidad no puede hacerse sin el concurso de las principales fuerzas políticas y de las instituciones del Poder Judicial. El bloqueo sistemático de estas por parte del PP es por lo mismo irritante y antidemocrático, no mira a los intereses de los ciudadanos y solo trata de utilizar la Administración de Justicia en su propio beneficio, con desprecio del Estado.
La democracia se basa en la difusión e independencia de los poderes, por lo que es también a veces escenario del conflicto entre los mismos. El judicial es de ordinario el más temido y el más atacado por los Gobiernos aunque su control político corresponde en realidad a los órganos legislativos. El profesor Enrique Bacigalupo en su libro Derecho penal y Estado de derecho explica muy a las claras que el ejercicio del derecho de gracia en las constituciones democráticas es una especie de antigualla heredada del absolutismo, pero una de las justificaciones para la aplicación del mismo sería el interés político del Estado, cuando este crea que la aplicación de determinada pena provocaría más daños que ventajas al propio Estado. Desde esa perspectiva deben tomarse las decisiones en este caso, y no con triquiñuelas y apaños de corto plazo que garanticen la aprobación de un proyecto tan relevante como el que afecta a la modificación del Código Penal.
Ya nadie se acuerda de acabar con las listas electorales cerradas y bloqueadas, práctica que convierte a los diputados en rehenes de las cúpulas de los partidos
Si el Gobierno decidiera ejercer el derecho de gracia en el caso del procés, convendría que los condenados en sentencia firme no exageren más en sus fanfarronerías diciendo que volverán a tratar de derribar el Estado y cosas así; entre otras cosas porque ya está claro que el Estado no lo permitirá. El presidente Sánchez demostraría de paso su capacidad de liderazgo. Éste nada tiene que ver con la inmoral tendencia a un presidencialismo casi cesarista que ignora los mínimos protocolos en la relación con el jefe del Estado y encumbra a funciones ejecutivas a sus asesores personales, otorgándoles poderes incluso superiores a los de los vicepresidentes, pues incluyen nada menos que la Seguridad Nacional, en donde de una forma u otra al final desembocan las cloacas del Estado, hoy en día más repletas de datos que de ratas.
Por lo demás ya nadie se acuerda de acabar con las listas electorales cerradas y bloqueadas, práctica que convierte a los diputados en rehenes de las cúpulas de los partidos. De modo que al final de todo esto cuando nos hablan de regeneración democrática dan ganas de responder con la sutileza del independentismo catalán, puesta en evidencia por su principal dirigente:
—¿Regeneración? ¡Y una mierda, una puta mierda!
Pues eso.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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