La Comisión y el Parlamento Europeo han vuelto a apretar las tuercas durante esta semana a Polonia y Hungría. ¿Será suficiente?
Manifestación contra la reforma judicial en julio de 2017. (Reuters)
Ursula von der Leyen se sentó el pasado 1 de diciembre en el despacho reservado a los presidentes de la Comisión Europea, en la planta número 13 de la sede de Bruselas, gracias a que unos meses antes había contado con los votos de dos polémicos socios: los eurodiputados de los ultraconservadores polacos del partido Ley y Justicia (PiS) y de Fidesz, la formación del primer ministro húngaro Viktor Orbán. Empezaba con una importante mochila: sin los votos de los dos arquitectos de la deriva autoritaria en algunos países del este de Europa no habría sido presidenta de la Comisión Europea.
Pero Von der Leyen ha intentado empezar a despejar dudas sobre la posibilidad de que fuera más laxa con estos países durante la última semana, pidiendo al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) medidas cautelares respecto al régimen disciplinar para los jueces en Polonia por considerar que vulnera el Estado de derecho. Bruselas inició en diciembre de 2017 el proceso del artículo 7 de los Tratados, una cláusula que, en última instancia, sanciona a los países que atacan el Estado de derecho.
Solo unos días después, el Parlamento Europeo aprobó una resolución para estrechar todavía más el cerco de la Comisión Europea sobre la situación en Polonia y Hungría. Incluso el Partido Popular Europeo (PPE), la familia política de Orbán, votó a favor de la resolución. La delegación de los populares españoles fue una de las pocas excepciones dentro del PPE, votando en contra de la resolución en un movimiento que sorprendió al resto del grupo y que hizo que el eurodiputado Esteban González Pons se ausentara de la sesión, para evitar romper la disciplina de voto de su delegación.
El nuevo impulso llega después de la importante manifestación de jueces que se celebró el pasado domingo en Varsovia para protestar contra las medidas que está tomando el Gobierno polaco y que ponen en riesgo la independencia judicial en el país. Hungría y Polonia van de la mano en su deriva autoritaria, aunque la situación en Varsovia es bien diferente: sigue existiendo una oposición capaz de plantar cara al Gobierno y una sociedad civil activa, algo que parece haber desaparecido ya en Hungría, donde los pocos medios independientes que quedan pelean por escapar de los tentáculos de las redes clientelares cercanas al primer ministro, la oposición es débil y hay, en general, poca resistencia civil fuera de la capital.
La herida que no cura
En Bruselas se ha instalado la sensación de que la situación con Hungría y Polonia está enquistada mientras se pudre. Todo el mundo sabe que no es sostenible y que el daño que hace a la Unión Europea es inmenso, y es, seguramente, el principal problema para el futuro europeo. Pero a la vez no existe en este momento una manera de intervenir, no hay una manera de operar, de solucionarlo. Solo ver cómo se pudre la situación.
Bruselas no tiene más instrumentos, no hay más conejos que sacarse de la chistera, al menos por ahora. Aparentemente solo queda llevar a Varsovia y Budapest cada vez que sea necesario ante el TJUE para intentar corregir comportamientos concretos que son contrarios al Estado de derecho, tratar de reorientar los comportamientos de ambos Gobiernos.
Eso genera un importante nivel de frustración en la capital comunitaria, pero todavía un mayor temor: no solo se está fracasando a la hora de evitar y corregir las derivas autoritarias de dos Estados miembros, sino que no existen instrumentos para frenar su influencia sobre otros países, ni siquiera hay herramientas para sancionarlos de forma seria. La situación superó ya ciertos límites cuando el portavoz de Orbán retransmitió en directo a través de Twitter, y con insultos incluidos, la sesión en la que el resto de Estados miembros cuestionaton a Hungría por su deriva autoritaria dentro del procedimiento del artículo 7.
Aunque el artículo 7 de los Tratados no se había utilizado hasta 2017, cuando se activó contra Polonia, y luego cuando se inició por segunda vez en la historia, esta vez contra Hungría, la experiencia ha demostrado que tiene poco o nulo efecto. Frans Timmermans, vicepresidente ejecutivo de la Comisión Europea, que en la anterior legislatura se encargó de supervisar la situación del Estado de derecho en la UE, insistía una y otra vez en que el objetivo del artículo 7 era corregir actitudes a través del diálogo y que la sanción siempre era la última opción.
El problema, y es una visión cada vez más extendida en la capital comunitaria, es que tampoco existe esa última opción: cuando la deriva autoritaria no es de un país solitario, sino que hay más capitales en esa dirección, y basta con que haya una más, es francamente difícil llegar al punto en el que se apliquen sanciones (que consiste en la suspensión del derecho a voto en el Consejo) porque es necesaria la unanimidad.
El Estado de derecho en Hungría y Polonia no hace más que continuar su ya avanzada descomposición a ojos de todo el mundo sin nadie pueda o quiera hacer demasiado. Además, y aunque nadie lo termina de decir abiertamente, existe la convicción de que hay poco que hacer si la sociedad civil no es la que reacción.
Por eso en Bruselas se sigue con especial atención el movimiento iniciado por los alcaldes de las cuatro capitales del llamado Grupo de Visegrado, compuesto por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia, cuatro de los países más conservadores de la UE y en los que se concentra buena parte del eje “iliberal” europeo, como le gusta calificarlo a Orbán. Los alcaldes de Varsovia, Budapest, Praga y Bratislava han firmado el Pacto de las Ciudades Libres, con el que pretenden promover los valores que desde el sus respectivos Gobiernos se intenta minar.
Se ve también con especial esperanza el crecimiento de los liberales de Momentum en Hungría, porque es una de las primeras señales de vida y reacción del electorado húngaro. La gran diferencia entre Polonia y Hungría hasta el momento es que en el primero hay un tejido cívico todavía suficiente como para presentar batalla a las tendencias autoritarias, mientras que en el segundo no. Ahora hay cierta esperanza con que comience a aparecer.
En cualquier caso eso no elimina la principal preocupación estos días en Bruselas: no hay nada que hacer, además de confiar en una reacción interna. Por eso se espera que la Comisión Europea, ahora que Von der Leyen ha tomado su primer acto de enfrentamiento con el Gobierno polaco, mueva ficha en la propuesta de un mecanismo sobre el Estado de derecho, algo que ya han hecho países como Alemania o Bélgica.
El último lustro, pero incluso la última década, ha sido la de la incubación del problema, y en la última fase la de la inacción. El PPE ha visto, sin decir palabra, como uno de sus miembros se ha vuelto contra todos los valores que la familia política defiende. Le ha protegido de la crítica y, en cierto modo, ha regado el discurso autoritario de Orbán. Joseph Daul, el saliente presidente del PPE, será recordado siempre como el hombre que protegió al líder autoritario de Hungría, justificándole como un simple ‘enfant terrible’.
El polaco Donald Tusk, nuevo presidente del PPE y hasta hace poco del Consejo Europeo, ya anunció que tomará medidas, que habrá consecuencias. Es una primera señal positiva por parte de la familia democristiana. Este lustro puede ser el de la acción o el de la putrefacción. Von der Leyen puede ser recordada como la mujer que salvó los valores del proyecto europeo o la que, con una herida ya supurando, se sintió incapaz de hacer nada.
N NACHO ALARCÓN Vía EL CONFIDENCIAL
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