El autor cree que la alianza de Sánchez con el comunismo bolivariano y con el separatismo consuma la traición del PSOE a los principios de igualdad e internacionalismo que fueron sus señas de identidad
SEAN MACKAOUI
Yo siempre fui socialista o, más exactamente, socialdemócrata, en mi vida adulta. Entre los tragasables y escupefuegos de la política antifranquista estudiantil (pongamos que hablo de Madrid en 1956) la palabra socialdemócrata se pronunciaba con tono despectivo, como sinónimo de medias tintas o de pusilánime. Quizá por eso quería ser comunista; lo intenté, pero no lo conseguí: lo de la dictadura del proletariado era una rueda de molino demasiado grande. Me parecía evidente que aquello significaba la dictadura de una minoría que se arrogaba la representación del todo, la dictadura de los sacerdotes del proletariado en la tierra, a quien nadie podía pedir cuentas porque hablaban en nombre del ser supremo, ese proletariado mítico con el que sólo ellos podían comunicarse, y cuyas órdenes interpretaban sólo ellos. A regañadientes, y tras años de reflexión sobre estos temas, tuve que reconocer que el tan peyorativo término de socialdemócrata era el que mejor se ajustaba a mi manera de pensar. No sonaba heroico ni romántico, pero me fui dando cuenta de que era un credo ampliamente compartido en Europa occidental.
Ahora, eso sí, nunca fui socialista de carnet, por varias razones. La primera, cronológicamente, que yo consideraba al PSOE de Toulouse demasiado a la derecha de mi socialdemocracia (que para mí significaba revolución por medios democráticos, no violentos). Yo pertenecía a la Agrupación Socialista Universitaria (ASU), un grupo de estudiantes socialistas y demócratas que hacían lo que podían para luchar contra la dictadura de Franco. A varios de nosotros esos esfuerzos nos llevaron a la cárcel de Carabanchel por una temporada, junto a un grupo algo más numeroso de comunistas, que eran en su gran parte amigos nuestros a quienes los melindres democráticos les preocupaban menos. La segunda razón fue que aquella temporadita en Carabanchel me hizo advertir que se me planteaba la disyuntiva de dedicarme bien a la política activa, bien a la ciencia y la investigación. Pronto vi que me cuadraba mejor la segunda. Decidí estudiar economía en Estados Unidos para robustecer mis preocupaciones político-sociales que, había que reconocerlo, tenían una base más emocional que racional. Antes de pretender cambiar el mundo necesitaba comprenderlo mejor.
El fin de la dictadura me atrajo de nuevo a España, en cuyas universidades encontré un puesto. Mis amigos de la ASU estaban ahora en el PSOE y me animaron a unirme a ellos. Se quedaron algo sorprendidos cuando les dije que yo consideraba la militancia en un partido incompatible con mi trabajo de científico social, que exigía una libertad de pensamiento que casaba mal con la actividad de partido como yo la concebía. Yo podía ser simpatizante (y lo era), pero no militante. En 1982 voté por el PSOE con entusiasmo; pero éste se desvaneció muy pronto cuando vi la política universitaria que el partido llevaba a cabo: en lugar de una reforma a fondo de la universidad para desmontar la estructura franquista y poner la institución al nivel de las mejores del mundo, sólo se hicieron unos retoques cosméticos para dejar las cosas como estaban, pero con los socialistas en los mejores puestos de control y poder. La socialdemocracia bien entendida, advertí, empieza por uno mismo.
En aquel partido coexistían gentes íntegras y brillantes con una tropa mediocre y decidida a utilizar la política como vía de ascenso social. Se llevaron a cabo iniciativas encomiables, incluso en la universidad (con Javier Solana), pero, a medida que el impulso reformista perdía fuelle, el partido se encenagó en rencillas internas y escándalos de corrupción.
Pero lo peor vino después. Tras un decenio largo de desconcierto y disensión, la derecha se organizó bajo el liderazgo de José María Aznar y ganó las elecciones en 1996. Lo que siguió fueron ocho años de gobierno más que aceptable del PP, con varios errores graves, aunque en total más aciertos, especialmente en las áreas de economía y relaciones internacionales. Pero había una fuerte corriente en el socialismo que consideraba a la izquierda como depositaria de la legitimidad democrática, y a la derecha como espuria continuadora del franquismo. Los ocho años de Aznar, y aún más sus éxitos, fueron para esta corriente una afrenta y una intrusión intolerables. La derecha era, por definición, facha, y los fachas no tienen derecho a gobernar. Había que recobrar el poder "como sea" (expresión favorita del inefable Zapatero). Y así se hizo: la primera vez (2004) merced a un atentado que aún hoy sigue sin aclarar plenamente y la segunda vez (2018) por medio de una moción de censura de muy dudosa legitimidad ética y democrática (antecedente fiel del actual Gobierno).
Dentro del PSOE tuvo lugar una mutación trascendental durante los años de Aznar. La socialdemocracia fue lanzada por la borda subrepticiamente y sustituida por lo que podríamos llamar la izquierda posmoderna oportunista. El programa socialdemócrata se había cumplido durante la Transición y el felipismo, y al agotamiento de este programa se atribuían los éxitos electorales de la derecha. Había que buscar otros programas y otras causas. De un lado, había que desempolvar la guerra civil y el franquismo para subrayar la santidad de la izquierda y el pecado original de la derecha. De otro, había que mirar en derredor para buscar causas y aliados que atrajeran a los jóvenes poco adeptos al pensamiento y la lectura, grupo nutrido: cuestiones sexuales (feminismo, homosexualismo, transexualismo y un largo y complejo etcétera), alianzas con países progresistas, como ciertos regímenes latinoamericanos (castrismo, chavismo, sandinismo ...) aunque fueran autoritarios y dictatoriales, o islamistas (Turquía, Palestina...) y por supuesto, cómo no se nos había ocurrido antes, los micronacionalismos domésticos que, aunque predicaran la violencia o el separatismo, aunque fueran reaccionarios con ribetes fascistas (PNV, Bildu, Convergència, ERC), todos podían ser aliados cuando se trataba de combatir a la derecha intrusa y usurpadora.
Esto ya lo había denunciado en 1970 el mejor pensador que ha tenido el socialismo español en el siglo XX, Antonio Ramos Oliveira, hoy convenientemente olvidado, pero cuya deslumbrante historia de la España contemporánea ha sido nuevamente publicada con una excelente introducción de Walther Bernecker (Un drama histórico incomparable, España, 1808-1939, Urgoiti, Pamplona, 2017). "Las izquierdas españolas, esto es, los descendientes de los centralistas liberales de principios del siglo XIX, apoyaban ahora los movimientos autonomistas [...] Pero en esta política entraba en buena proporción el oportunismo. Los republicanos pedían autonomía para Cataluña con miras a ganar a esta región para la causa republicana. Los partidos obreros también se adherían con mayor o menor entusiasmo al principio autonomista", decía en tono crítico Ramos Oliveira en otro libro (La unidad nacional y los nacionalismos españoles, Grijalbo, México, 1970) refiriéndose a los republicanos durante la guerra civil. Hoy ya no es autonomía lo que se ofrece, hoy es independencia en dosis graduales, "con miras a ganar a esta región para la causa" social-sanchista. Y así, aliándose con el comunismo bolivariano y con las burguesías separatistas, el socialismo español ha dado un giro copernicano y ha consumado la mutación de estos últimos 20 años, traicionando los principios de igualdad e internacionalismo que fueron señas de identidad del socialismo desde su nacimiento.
La divisa de este nuevo socialismo posmoderno y sanchista será: "Proletarios de todo el mundo, desuníos. Tenéis mucho que ganar bajo la tutela de vuestras burguesías identitarias". Y su nuevo himno, es de suponer, ya no será la Internacional, sino la Micronacional. De ahora en adelante todos dormirán tranquilos, y especialmente Pedro Sánchez en La Moncloa. Era la ilusión de su vida y la ha cumplido. Es un político nato, de los de la segunda tropa del PSOE. El único que no dormirá bien seré yo, recordando con nostalgia y melancolía la socialdemocracia de mis años mozos.
GABRIEL TORTELLA* Vía ELMUNDO
*Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Capitalismo y Revolución y coautor de Cataluña en España. Historia y mito (con J.L. García Ruiz, C.E. Núñez y G. Quiroga), ambos libros publicados por Gadir.
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