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domingo, 5 de enero de 2020

España sufre: Hacia el colapso del sistema parlamentario



Las dos 'Españas' frente a frente. La que busca encarar los problemas y la que quiere que todo siga igual. Si no hay pactos, eso solo puede conducir al colapso parlamentario




Foto: El candidato a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

El candidato a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)


Ahora que se cumple un siglo de la muerte de Galdós, instrumentalizado ayer de forma obscena, no estará de más volver a leer algunas de las últimas líneas de Cánovas, uno de sus más ácidos 'Episodios Nacionales'. "La paz, hijo mío, es don del cielo. Pero la paz", sostenía el escritor canario, "es un mal si representa la pereza de una raza y su incapacidad para dar práctica solución a los fundamentales empeños del comer y del pensar".


Galdós se refería (otros lo han llamado la paz de los cementerios) a la incuria que se había adueñado del país durante la Restauración canovista, y que él llamó "los tiempos bobos", que definió como "los años y lustros de atonía, de lenta parálisis". Esos años, en definitiva, en los que los políticos (sic) "se constituyeron en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático".

Cada vez más españoles piensan que la cúpula judicial está perdiendo legitimidad y ya es solo una prolongación del poder político

Sería, ciertamente, oportunista y hasta anacrónico hacer un paralelismo entre aquella España y la actual, pero conviene atender la advertencia de Galdós: cuando los políticos se hacen casta y se deben solo a su propio interés quiebra la democracia. Y lo que no es menos relevante, su dejadez —su indolencia a la hora de resolver los problemas— pudre la convivencia, como sucede en la España de hoy (también en la de Galdós), en la que el sistema político ha colapsado arrastrando consigo, incluso, al poder judicial, instrumentalizado, desgraciadamente, por partidos incapaces de ofrecer soluciones.

Cada vez más españoles, con razón, y después de los varapalos en Europa y de despropósitos como la resolución de la JEC, piensan que la cúpula judicial está perdiendo legitimidad y ya es solo una prolongación del poder político.

Probablemente, porque desoyendo al legendario juez Holmes muchos magistrados no son capaces de delimitar con claridad el espacio de la política y el de la aplicación efectiva de las leyes, que exige relativizar las resoluciones judiciales. Alguien les dijo que los jueces eran la línea Maginot contra el independentismo y algunos se lo han creído.

Leyes injustas


Es decir, se hace justo lo contrario de lo que advertía aquella vieja sentencia de Cicerón: 'Summum ius, summa iniuria'. O lo que es lo mismo, la aplicación radical de las leyes puede conducir a la injusticia. Algo que es todavía más evidente cuando en la propia Junta Electoral Central cinco de sus 13 miembros (los catedráticos) son elegidos por los propios partidos políticos, lo cual afecta necesariamente a su imparcialidad. Y de ahí, aunque solo sea por eso, habría que pedirles mesura.

Los jueces, obviamente, no tienen toda la culpa, son víctimas de algunos partidos que les han cedido todo el protagonismo al ser incapaces de dar respuesta a los problemas que plantea una sociedad compleja como la española.




Desde luego, no más compleja que la que existe en el resto de países en el contexto europeo, pero con una clase política —de esto ya hay pocas dudas— que es la peor de la democracia, y que tiene la osadía de personarse en los procedimientos judiciales para azuzarse entre sí en aras de ganar un puñado de votos. La política seguirá podrida mientras los partidos sean parte en los procedimientos judiciales, para eso está la Fiscalía o la Abogacía del Estado.

¿Qué autoridad tiene Casado para dar una solución a lo que pasa en Cataluña, se llame o no conflicto, cuando su partido gobernó en España durante los años más duros del 'procés' y no hizo nada para encontrar una alternativa? ¿Cómo puede Sánchez pretender dar una respuesta cabal a la cuestión catalana con apenas 120 diputados y sin la participación del resto de partidos constitucionalistas? ¿Cómo puede ser que Arrimadas, que ha huido de Cataluña tras ganar las elecciones, dé lecciones sobre cómo resolver los problemas marginando a la mitad de los catalanes? ¿Y qué decir de Vox, un partido montaraz a quien lo último que le preocupa es la democracia?

Siempre es mejor equivocarse que no hacer nada (la incuria de la que hablaba Galdós) dejando que las cosas se pudran, como le sucedió a Rajoy

Si Cataluña es el problema, habrá que buscar una solución antes de que lo siga envenenando todo. Incluso, la convivencia. Entre todos. Sin aspaviento y con cordura. Claro está, a no ser que lo que se busque sea una gran coartada para asediar a un gobierno legítimo que, guste o no, tiene derecho a equivocarse. Lógicamente, siempre que logre los votos necesarios, y en verdad que es muy probable que yerre en el intento. Pero que, aunque lo quisiera, nunca podría destruir España, salvo que el país no confíe en sus propias instituciones.

Consenso constitucional


Siempre es mejor equivocarse que no hacer nada (la incuria de la que hablaba Galdós) dejando que las cosas se pudran, como le sucedió a Rajoy cuando decidió, de manera irresponsable, dejar en manos de los jueces un asunto político que solo la política podía resolver, lo que no es contrario a aplicar las leyes si las autoridades judiciales consideran que han sido vulneradas.

Si Rajoy hubiera tenido el arrojo de renovar el pacto territorial (ahogando la cuestión catalana en un nuevo consenso constitucional con el resto de los partidos políticos) es probable que los españoles se hubieran ahorrado el espectáculo obsceno de ayer. Y es probable que el colapso parlamentario no se hubiera producido.

No es tiempo de ponerse trágicos como si se tratara de una obra de Sófocles, ni de hiperventilar lanzando insultos y descalificaciones impropias de una sociedad civilizada que afortunadamente es mucho más madura que la mayoría de la clase política, pero conviene recordar que quienes están desmontando la Constitución —eso que se llaman 'pactos destituyentes'— no son únicamente los que la atacan, sino también quienes son incapaces de ponerla al día desde una posición profundamente conservadora que solo agravará los problemas. ¿O es que la solución es no hacer nada? Dejar que los problemas se pudran.

No es casualidad que la Constitución más longeva de España, la de 1876, fuera, precisamente, la quedó derogada por la dictadura de Primo de Rivera. Ahí están los orígenes de las tragedias posteriores. El viejo inmovilismo, como se decía en la Transición, que ha sido históricamente una ruina para el país.

España ha muerto demasiadas veces de autocomplacencia y de dejar que el tiempo solucione los problemas. ¿Cómo se puede resolver un conflicto si no se habla con quienes lo han provocado?

El gatopardismo


El debate de investidura de ayer no refleja más que un horror. El horror de pensar que quienes deben dar una solución a los problemas territoriales de este país, que van mucho más allá que la cuestión catalana, son quienes viven electoralmente del conflicto. Ese es, en realidad, el drama histórico de España. Una especie de sacralización de ideas tan artificiosas como vanas —siempre los símbolos como arma arrojadiza— para que todo siga igual. El gatopardismo de toda la vida.

Las guerras internas que viven determinados bloques ideológicos (ERC contra JxCAT o la disputa entre el PP y Vox por ver quién es hegemónico en la derecha) son, en realidad, las que impiden crear un clima constructivo para atender los problemas de España.


El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, y el líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE)
El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, y el líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE)

Exactamente igual a lo que le sucedió al PSOE y a UP antes de que Pedro Sánchez jugara a ser lo que ahora pretende ser: un hombre de Estado, pero que antes, de forma irresponsable, desdeñaba cualquier acuerdo con el centro derecha para enfrentarse a cuestiones que solo desde una mayoría reforzada se pueden atacar. Resulta conmovedor verle ahora reclamar la abstención, cuando su 'no es no' llevó al PSOE al borde la ruptura.

Este clima insufrible no es solo poco edificante desde un punto de vista democrático, sino que es lo contrario de la política, que es el reino de lo pragmático. El reino de las ideas y de las soluciones. Y es por eso por lo que tampoco estará de más recordar, ahora que se banaliza la guerra civil sacándola a pasear en la dialéctica parlamentaria, un libro del diplomático chileno Carlos Morla Lynch, destinado en España durante la contienda. El libro se llama, precisamente, 'España sufre' y conviene recordarlo porque muestra cómo la extrema radicalidad verbal suele acabar en tragedia.

España no se merece esto. Si Casado quiere competir con Abascal es muy probable que pierda la batalla, como le sucedió a Rivera. Está demostrado que nadie es más populista que los populistas. El pueblo prefiere el original a la copia, sobre todo cuando hay una bandera por medio. Y en la misma medida si Sánchez quiere que su gobierno llegue a buen puerto (si lo consigue) debe ser consciente que solo los cambios constitucionales —y no las leyes— permanecen en el tiempo, y para eso es imprescindible el acuerdo con el resto de los partidos constitucionalistas. Ese fue el error de Zapatero cuando se lanzó a una renovación del Estatut sin enmarcarlo en una actualización del pacto territorial del 78, como ha escrito con acierto en este periódico Nacho Corredor.




Si la Constitución, como dijo ayer Sánchez, no puede ser patrimonio del PP, tampoco lo puede ser de sus socios de Gobierno, que tienen la obligación democrática de tender la mano para crear un clima político propicio a los acuerdos.

No se trata de hacer tabla rasa, sino de recordar que la política es el ámbito de lo posible. Lo contrario es la antipolítica. La misma que ayer se vivió en el viejo caserón de la carrera de San Jerónimo.


                                                                            CARLOS SÁNCHEZ   Vía EL CONFIDENCIAL

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