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sábado, 11 de enero de 2020

NACIÓN Y NACIONALISMO


«No hay representación sin nación, pero si no hay nación tampoco puede haber representación»






Pedro Sánchez ha sido investido presidente del Gobierno, entre otras defecciones, por el acuerdo entre el PSOE y el PNV, cuyo punto 4 propone el cambio de la «estructura del Estado» para atender a las «identidades territoriales» y los «sentimientos nacionales de pertenencia» que hay en Cataluña y el País Vasco. 

En la misma línea, hemos escuchado a sus otros socios de investidura. Unas semanas antes, el primer secretario del PSC afirmó que había contado nueve naciones en España (las dos citadas, más Galicia, Aragón, Valencia, Baleares, Canarias, Andalucía y Navarra); porque sus estatutos de autonomía «dicen que son nacionalidades, o nacionalidades históricas. Nación y nacionalidad son sinónimos».

Se constata que muchos siguen sin entender el significado de la nación en el Estado constitucional. Ni el Estado puede existir sin la nación, ni la nación sin el Estado. Ciertamente, al hablar de una nación concreta, no se pueden ignorar otros elementos que la nutren (religión, lengua, genio, historia…); pero no son determinantes, desde la lógica del Estado constitucional, en esa simbiosis Estado-nación que es imprescindible para establecer un régimen de libertad y democracia.

Las denominaciones «nación hispana», «nación española» o el reconocimiento de sus habitantes como «españoles» se han empleado desde la romanización. En el siglo II, lo hace Lucio Anneo Floro (quien, por cierto, vivió en Tarragona). Lo leemos en los concilios III y VI de Toledo (años 589 y 638) y de Fráncfort (año 794). Ahí está, luminoso, el legado de don Gil de Albornoz, quien, en 1364, instituye su heredero universal a un colegio, «la cual casa o colegio quiero que se llame Casa de los Españoles»

En el sínodo de Pisa (1409) y el concilio de Constanza (1413), los representantes de los reinos hispánicos se agrupan en la «nación española» con voto único. En los siglos XVI y XVII, Garibay, Morales, Mariana, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Cervantes, Ribadeneyra, Gracián, López Madera, Salazar o Peñalosa emplean expresamente el término «nación española».

No obstante, hasta las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, el término «nación» no tuvo significación política y, por primera vez, se usó en la batalla de Valmy (1792). Los franceses combatieron al grito de «¡viva la nación!», declarando que su lucha era por el pueblo, nuevo y único soberano. El 2 de Mayo de 1808, los españoles hicieron lo mismo tras el bando del alcalde de Móstoles, quien introdujo la palabra «nación» con tal sentido.

Más atrás, se hablaba también de nación en la Grecia clásica -donde se define la democracia como forma de gobierno-; pero para diferenciarla del Estado. La nación agrupaba a toda Grecia y todos los griegos, quienes no dudaban sobre la nacionalidad griega de un ateniense o un espartano. La pregunta es por qué los griegos no necesitan la «nación» para construir su democracia y, sin embargo, los Estados Unidos y la Francia del siglo XVIII, paradigmas y exportadores del Estado democrático contemporáneo, tienen que tenerlo en cuenta, y cualquier Estado que quiera serlo.

Se debe a que la democracia que introduce el Estado constitucional es representativa y no directa; es decir, hay distinción entre gobernantes y gobernados, representantes y representados, elegidos y electores. Estos tienen la misión de representar el conjunto de los ciudadanos del territorio del Estado o nación, con independencia de cualquier consideración, condición o circunstancia (raza, sexo, religión, idioma, ideología, lugar de residencia…).

En un Estado constitucional, lo determinante es ser ciudadano, pertenecer a la nación de ese Estado y, por tal motivo, estar sometido a la Constitución, norma que iguala a gobernantes y gobernados. El término nación, unido al de poder soberano o constituyente (Siéyès), que es quien hace la Constitución, cristaliza con sentido y razones jurídicas para que el gobernante no se convierta en soberano y usurpe el poder al pueblo. No hay representación sin nación, pero si no hay nación tampoco puede haber representación. La nación es una necesidad jurídica, no política. Por eso es decisiva en el Estado democrático.

Ya, en el siglo XIX, algunas burguesías locales rechazan esta concepción igualitaria de la ciudadanía del Estado-nación constitucional. Alimentan conceptos míticos de nación y hablan de esta como nacionalismo de un solo factor (raza, lengua, religión). Esta ideología practica el chantaje al poder central. Es la industria del nacionalismo y la que se ha desarrollado más concienzudamente en España desde la Constitución de 1978, haciendo peligrar la democracia constitucional.

En el siglo XXI, sigue vigente y pujante esta concepción sectaria de la nación, a causa del neocaciquismo de boletín oficial de ciertos partidos políticos y los intereses de algunos grupos de presión, que han desmontado la opinión pública nacional mediante la propaganda y la subvención. 


El dilema es similar al que animó las revoluciones contra el Antiguo Régimen: libertad o esclavitud; igualdad o privilegio; ciudadanía o tribalismo. Lo incomprensible para un pensamiento ilustrado es que el Partido Socialista Obrero Español se sume entusiasta a esta destrucción de la nación española y la igualdad de sus ciudadanos.


                                                       Daniel Berzosa López
                                                                                         Profesor de Derecho Constitucional
                                                      Vía ABC 

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