La historia de las naciones está hecha de ciclos, períodos de tiempo más o menos dilatados, durante los cuales la vida institucional, económica y social, las convenciones y costumbres, las creencias básicas y el marco jurídico se mantienen estables, el horizonte se perfila previsible y cada día que comienza se asemeja al anterior. Las gentes respiran certidumbre y los acontecimientos, banales o trascendentales, no alteran la naturaleza esencial de las cosas, tanto en el plano público como en el privado.
Parece que la agonía de lo que se inició en la Transición pertenece a esta clase de óbitos, deslizamientos suaves, aunque no exentos de baches, de lo antiguo a lo nuevo
España acabó uno de esos ciclos en 1975 con la muerte del general hiperbólico e inició otro que algunos han denominado “el régimen del 78”, aludiendo al año en que se aprobó masivamente por plebiscito popular la todavía vigente y moribunda Constitución. Nos encontramos ahora en las postrimerías, que empiezan a hacerse largas, de ese fragmento de nuestro devenir colectivo y los signos se multiplican sobre su imparable carrera hacia el final. Hay veces en que esos ciclos mueren bruscamente entre convulsiones traumáticas, sangre y violencia, como sucedió en el fallecimiento de la llamada Restauración, y otras el tránsito de una etapa a la siguiente es gradual, relativamente indoloro y más impregnado de resignación que de revolución. Parece que la agonía de lo que se inició en la Transición pertenece a esta clase de óbitos, deslizamientos suaves, aunque no exentos de baches, de lo antiguo a lo nuevo, de tal manera que la adaptación se produce a un ritmo que permite controlar los daños y poner con cierta seguridad los cimientos del edificio que ha de sustituir al hasta ahora existente.
Casi siempre detrás de estos cambios hay ideas, interpretaciones teóricas sobre el mundo en general y sobre los seres humanos y su convivencia en sociedad en particular. Sin embargo, también se ven ocasiones en las que una época acaba no por la irrupción de conceptos inéditos e iluminaciones rompedoras, sino por la ausencia de ellas, y en las que los ciudadanos asisten asqueadas al derrumbe por simple podredumbre y no por sacudida tectónica del escenario que habían creído inmutable.
Aunque son numerosas las señales de que el ocaso del régimen del 78 pertenece a la clase de los entierros carentes de grandeza, la decisión de las tres mujeres sin piedad que se sientan en la Audiencia de Palma de atar al banquillo a Doña Cristina de Borbón y Grecia, Infanta de España, acusada de cooperación necesaria en un delito fiscal, denota de manera especialmente inequívoca la lánguida mediocridad de estas sucesivas jornadas de desencanto y frustración. Un Rey al que no se transporta a la guillotina en carreta, pero al que tutea un desenfadado coletudo, una legión de alcaldes y consejeros bajo fianza, un ex Muy Honorable transformado en Muy Imputable, un Presidente de Gobierno en funciones pasmado e impotente, una desorientación total de las elites sobre el camino a tomar mientras, indiferente a la incapacidad de los políticos, el PIB crece al 3%, dibujan un cuadro decepcionante de declive opaco y zafio. Más que temer la cólera de las masas proletarias levantadas contra la opresión, preparémonos a soportar el imperio desatado del mal gusto.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ POPULI
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