Cualquier persona decente sabe que España necesita un Gobierno de gran coalición para mantener la estabilidad del Estado. ¿Será capaz de liderar Rajoy la conformación de ese Gobierno? Lo dudo; mi duda es débil, lo reconozco, pero, hasta ahora, todo lo que ha dicho y hecho este político me hace ser muy escéptico sobre su capacidad e inteligencia para liderar un proceso de unión de contrarios. Ni siquiera ha conseguido plantear con un mínimo rigor que el denominador común de esa gran coalición pudiera ser la unidad de España. Una cosa, sin embargo, ha dejado clara a sus interlocutores: será él, y solo él, quien defina, determine y controle todo el proceso de negociación que pudiera llevarnos a un Gobierno de gran coalición. Él no se pone en cuestión. Él no deja a un tercero la posibilidad de que sugiera un método para una negociación eficaz y rápida. Él impone los criterios y las condiciones para conseguir el acuerdo. Además, toda la información, por llamar de algún modo a sus pobres declaraciones sobre sus trabajos para conformar ese posible Gobierno, es un acertijo: "A lo mejor las cosas se resuelven antes de lo que algunos piensan". Si ésta es toda la información que un presidente en funciones del Gobierno de España, que aspira a ser presidente legal de la nación española, da a los ciudadanos, entonces Dios nos pille confesados. Es un chiste de mal gusto. Terrible. Trata a los ciudadanos como si fueran menores de edad.
El camino elegido por Rajoy para conformar un Gobierno de gran coalición me hace dudar de su aptitud para lograrlo. Pero, por otro lado, a nadie le pasa desapercibida la gran cuestión: ¿por qué tendría que presidir Rajoy ese Gobierno? Porque ha sacado más votos que el segundo, dirían quienes reducen el proceso democrático a una vulgar regla aritmética. Pero, por desgracia para Rajoy, esa lógica aritmética ya no rige en la nueva situación política creada por los resultados electorales del 20-D. Ya no vale la regla de las mayorías. No sale la suma de 176, que es la cifra exacta que determina la mayoría absoluta, sin unirse a otros grupos políticos. En una situación de emergencia, excepcional, pueden establecerse otras lógicas, quizá no más racionalistas, pero sí más efectivas e imaginativas para salir del atolladero del atolladero de los resultados electorales. Rajoy no ha dado, sin embargo, ocasión para que se definan los otros actores políticos sobre la posibilidad de hallar nuevas lógicas que consigan llevarnos a un Gobierno de salvación de la circunstancia creada por el 20-D.
En fin, todo lo que Rajoy ha dicho sobre esa gran coalición gubernamental es que él la presidiría. Por eso, precisamente, dudo de que Rajoy lo consiga. Mientras no sea capaz de ponerse él mismo en cuestión, de autocriticarse, la gran coalición nunca llegará. Así las cosas, el gran problema de España es, como dijera Azaña, el gran problema de la política, y todo lo que hay alrededor de este vocablo, lo mismo en el frío terreno científico que en el orden práctico de cada día. El gran problema de la política es acertar a designar los más aptos, los más dignos, los más capaces. Este es el gran problema de la política en España y en el mundo. Azaña tiene toda la razón; si no me creen, miren al otro dirigente, al otro actor principal, para que se resuelva la tragedia del 20-D. En efecto, las aptitudes de Rajoy no son las mejores para iniciar la conformación de un gobierno de gran coalición, pero las de Sánchez son aún peores: se niega sencillamente a hablar con el PP, o sea, se niega a llevar a cabo la tarea para la que ha sido elegido, a saber, hacer política. Pues eso, ahí estamos los españoles, como Odiseo, pasando un estrecho infernal entre la cruel Escila y la terrible Caribdis. Esperemos que el número de bajas no sea muy alto.
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