Vivimos en sociedades fuertemente
secularizadas, marcadas por la desvinculación. Esto significa que un
gran número de personas, instituciones y organizaciones viven bajo
aquellos presupuestos, construyendo un marco de referencia cultural que
ha expulsado y es impermeable a toda idea de Dios que implique su
naturaleza personal y una rendición de cuentas en la relación con Él.
Otras personas, instituciones y organizaciones no comparten ni de lejos
esta actitud, pero se encuentran contaminadas en una medida tal que les
impide proclamar la Buena Nueva en el espacio público, o la acaban
degradando en sociología política. Estas últimas acritudes se refugian
en razonamientos distintos para justificarse, desde la remisión al
nacional catolicismo después de más de cuarenta años de la muerte de
Franco, más o menos dos generaciones, hasta que el anuncio significa
aparecer como poseedores de la verdad (lo cual es cierto y no tiene nada
de malo; lo malo o bueno radica en el cómo se ejerza esta verdad: con
respeto a la libertad y conciencia del otro, o sin él)
Este marco de referencia rechaza, es beligerante, toda propuesta que se refiera a Dios. Determina
la oposición a la educación religiosa en la vida pública, la presencia
de argumentos basados en Dios y la negativa a que se haga presente el
relato de Dios para los hombres. Se censura a Dios, y con ella se
introduce asimismo la manipulación cultural y artística. ¿Quién dijo que el arte era religioso o decorativo?; pues eso.
La principal misión del cristiano es
evangelizar con la Palabra y el testimonio. En esta misión el cristiano
afronta, guiado por el Magníficat, las dos grandes pobrezas, la material
que aniquila la ilusión y la esperanza, y la pobreza del alma, que mata
el espíritu, engendra miseria moral y desconcierta la naturaleza
humana. Esta acción se concreta en la acción transformadora y liberadora
de las estructuras sociales de pecado.
La misión de evangelizar deviene
infructuosa en el marco cultural de la sociedad desvinculada. Esta
imposibilidad afecta también a la acción de transformación social y
económica, porque o bien la impide y el cristiano se convierte en un
defensor del orden económico establecido, o bien convierte a la acción
transformadora en una práctica desvinculada, al pensar que es posible
confiar solo en la justicia social para cumplir con el deber cristiano,
arrinconando la fuente de todo: Dios. Este cristiano quiere transformar
sin Dios, y queda prisionero de las lógicas humanas de dominio y de
partido.
Es necesaria una gran tarea conjunta para modificar aquel marco de referencia, en la que es decisivo el cómo se hace, es decir, la estrategia que esquemáticamente puede establecerse en tres fases.
La primera de ellas se concreta en
abrir y extender el debate sobre la necesidad de que la idea de Dios
esté presente en el espacio social y público, en las organizaciones e
instituciones. El eje del razonamiento es este: hay tantas o
más razones para afirmar la realidad de Dios como para negarla. No tiene
sentido una sociedad que solo reconozca una parte de sus posibilidades y
que al mismo tiempo se declare plural y democrática. Ambas
concepciones, la de Dios, la de su vacío, y la de su negación, deben
estar presentes y poderse emplear en el debate público para que cada uno
opte en libertad de acuerdo con su conciencia. Lo contrario es censura,
liquidación de la libertad en un aspecto fundamental y descabezamiento
de las dimensiones del desarrollo humano, al negar la exploración social
de la existencia de Dios y de la relación con Él.
La introducción del relato de Dios
significa el reforzamiento de nuestra cultura que tiene en Él su
referencia; también en términos negativos. Esta cultura ahora está
manipulada y filtrada por la secularización y la desvinculación, y
resulta empobrecedora de nuestras dimensiones humanas.
La segunda fase consiste en
introducir la concepción del Dios creador y personal que define nuestra
civilización y que también es propia de otras civilizaciones. Todo ello en el marco de la libertad y el pluralismo de creencias.
La tercera fase consiste en
introducir el relato de Jesucristo en su doble dimensión, como persona
ejemplar en sus cualidades humanas y que resulta accesible para todos,
sea cual sea su creencia; y también la dimensión decisiva, la religiosa,
que es la que mejor expresa en términos comprensibles el significado de
Dios.
La razón de la estrategia radica
precisamente en el orden de las fases, y significa dirigirse
culturalmente al desmontaje del actual marco de referencia que impide la
evangelización o la dificulta en grado sumo. Este es el gran debate
cultural a desempeñar para facilitar la evangelización. Son dos tareas
distintas y una refuerza a la otra.
JOSEP MIRÓ i ARDEVÒL Vía FORUM LIBERTAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario