El terrorismo que asola Europa es una prueba más de que algo no funciona. Ya no es necesario siquiera que el autor de una masacre esté integrado en un grupo y cumpla escrupulosamente con determinados preceptos técnicos para ser una potencial amenaza. En algunos casos las vinculaciones de los asesinos con una corriente terrorista es la mera inspiración; y el motor de sus actos, el resentimiento, la irrelevancia social o la venganza. Ni siquiera es necesario, en el caso del terrorismo yihadista, que el sujeto en cuestión sea realmente un islamista. Puede ser un delincuente común que se abraza al islamismo como quien se une a una secta para encontrar algún consuelo. Sea como fuere, el terrorismo y sus agresiones a nuestro estilo de vida, organización social e instituciones son evidencias extremas de los peligros que acechan a la Democracia.
Existen, sin embargo, otros enemigos mucho menos terribles, pero más ladinos y persistentes, que con insistencia sitúan a la Democracia en la picota. Y está tomando cuerpo una creencia muy peligrosa, que la Democracia ha fracasado. Y lo habría hecho porque no nos ha proporcionado aquello que, se supone, prometía. Pero ¿qué es lo que la Democracia prometía realmente? He aquí la clave de este embrollo.
Existen, sin embargo, otros enemigos mucho menos terribles, pero más ladinos y persistentes, que con insistencia sitúan a la Democracia en la picota
La adulteración
Recientemente Raffaele Simone, lingüista y ensayista italiano, se ha sumado a la corriente crítica, que pretende explicar por qué la Democracia está fracasando y, posiblemente, en trance de desaparecer. Su ensayo, El monstruo amable (Taurus), que ha sido muy jaleado por insignes cabeceras, aborda el asunto y usa para ello un subtítulo beligerante, ¿El mundo se vuelve de derechas?, lo que ya de partida apunta a la tradicional reivindicación de que la Democracia moderna es un invento de la izquierda. Por lo que su devenir estaría íntimamente ligado a la suerte del socialismo.
Así, con una serie de argumentaciones más o menos consistentes, Simone establece un paralelismo entre el triunfo de una derecha frívola, vacía de ideología, materialista y de “rostro amable”, y el declinar de la democracia moderna. Ya con anterioridad, en la Revista Claves de Razón Práctica (nº236) y bajo el título Cómo fracasan las democracias, reforzaba esta opinión con párrafos llenos de lugares comunes, como el que se añade a continuación:
“El primero de esos problemas es la toma de conciencia, a consecuencia de la llegada de la globalización, del neoliberalismo y de las catástrofes económico-financieras que ha generado, por el hecho de que la autonomía política de los Estados esté condicionada por las oligarquías económico-financieras planetarias. Una parte de esas oligarquías están a la vista de todos (los grandes bancos, los grandes grupos de intereses, los conglomerados industriales) y en parte ocultas (las mafias internacionales, los grandes inversores individuales).”
También escribe Simone: “la impresión parece ser que la democracia como régimen y como actitud está acabada, y que se hace necesario algo nuevo y más adecuado a las nuevas condiciones”. Y añade de manera todavía más inquietante: “Desconocemos si en política existen ciclos afines a los económicos, pero podría perfectamente darse el caso. Aunque ninguno de nosotros sea capaz de imaginar lo que podría venir después de un ciclo como el que está tocando a su fin.”
Si lo nuestro es la Democracia social, sin duda la democracia está en crisis
Los argumentos del análisis de Raffaele Simone prenden con facilidad en una opinión pública desconcertada, que en estos tiempos de tribulaciones consume con fruición hipótesis grandilocuentes y efectistas, sobre todo aquellas que parecen explicar lo más complejo con inusitada facilidad y ofrecen, sin mayor rigor que el propio del diletante, soluciones milagrosas. Un peligroso juego al que muchos intelectuales se prestan con entusiasmo, porque puestos a elegir entre profundizar en la verdad o alcanzar la fama, escogen lo segundo.
El valor de los principios
Pero Simone se equivoca, como se equivocan todos aquellos para los que la democracia en origen ha de ser fiel a una ideología. Es cierto que estamos incursos en una crisis que puede tener consecuencias impredecibles. Sin embargo, sólo puede entenderse como una crisis democrática en tanto en cuanto hayamos unido con pegamento la idea de Democracia a esa otra idea que hemos dado en llamar Estado social. Dicho con otras palabras, si lo nuestro es la Democracia social, sin duda la democracia está en crisis. Pero si lo que entendemos por Democracia son unas reglas del juego, un sistema de Gobierno y de control del Poder, no es así, al menos no en origen. Cosa distinta es que cuando apelamos a la recuperación de los valores democráticos, estemos en realidad apelando al resurgir de unas determinadas creencias.
Para mucha gente, la democracia es en realidad un sistema clientelar que ha de satisfacer sus necesidades
Recientemente alguien me hacía una pregunta retórica: “¿Tiene la Democracia algún sentido sin Estado de bienestar?”, como si ambas cosas formaran parte de una idea que estaría por encima de la finalidad original de cada una de ellas. Es evidente que lo que tenía en su cabeza era la idea de Democracia Social, es decir, la democracia como medio, no como fin. Una visión utilitarista muy extendida en la actualidad que, sin embargo, es, en mi opinión, el vórtice de la frustración. De ahí que mensajes como los de Simone corran como la pólvora en determinados ambientes.
Y es que la tendencia a culpabilizar a la Democracia evidencia que a una parte importante de la sociedad no le interesa separar y establecer jerarquías. Para mucha gente, la democracia es en realidad un sistema clientelar que ha de satisfacer sus necesidades. Lo que ha llevado a que la política consista en redistribuir la riqueza y, en última instancia, gastar como si no hubiera mañana. Así pues, para algunos, la Democracia fracasará en tanto que no satisfaga sus necesidades materiales, meta la mano en el bolsillo del contribuyente hasta donde se estime necesario y elimine de cuajo todas nuestras incertidumbres. Por eso entregan el voto a un candidato no porque defienda unos principios, demuestre honradez y capacidad, sino porque promete darles un trozo mayor de la tarta.
Como bien explicaba Karl Popper, la democracia no se basa en el principio de que debe gobernar la mayoría, sino en el de que los diversos métodos igualitarios para el control democrático, como son el sufragio universal y el gobierno representativo, han de ser considerados sobre todo salvaguardias institucionales contra cualquier tipo de tiranía, también contra la tiranía del Estado de bienestar, cuya capacidad de redistribuir la riqueza y proveer bienes, puesta en manos de los políticos, parece no tener tasa. Y es ahí, contrariamente a los argumentos de Simone, donde estaría el problema, la gran contradicción.
Cuando la Democracia desborda su cometido, está condenada al fracaso. Se transforma en un sistema clientelar masivo
Cuando la Democracia desborda su cometido, que no es otro que establecer unas reglas del juego iguales para todos, y deja de ser ese sofisticado sistema de controles y contrapesos con el que regular el ejercicio del Poder, está condenada al fracaso. Se transforma en un sistema clientelar masivo, que no sólo favorecerá a los mercantilistas –corrupción mediante- sino que aspirará a comprar a todos los grupos de interés. Y como las demandas tienden a infinito y los recursos disponibles son finitos, tarde o temprano dejará de cumplir sus compromisos.
Sin embargo, no se trata de hacer incompatibles Democracia y Estado de bienestar, sino de separarlos, de establecer la necesaria jerarquía. Si las reglas del juego y la provisión de servicios no están convenientemente separadas, si no hay una jerarquía que sitúe a estas reglas, y sus necesarias líneas rojas, en la cúspide, de tal suerte que limite el tamaño del Estado, estaremos firmando un cheque en blanco a los políticos, a los grupos de interés y a los oportunistas. Y el Estado de bienestar aplastará a la Democracia.
A veces, por más que la ciencia política, cada vez más sofisticada y dotada de mejores herramientas, pretenda llevarnos en línea recta hacia la felicidad por el camino del progreso, mediante la maravillosa redistribución de la riqueza y la ingeniería social, no hay mejor seguro contra el desastre que los principios. Y la Democracia tiene los suyos. No son principios científicos, cierto, sino filosóficos. Y quizá sea precisamente por eso que, a pesar de todos los pesares, es el único sistema de gobierno conocido donde al ejercicio del Poder y a la arrogancia se les puede poner freno.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ PÓPULI
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