Da igual la edad que tengamos, las experiencias son siempre las mismas, con ligeras variaciones, pero en definitiva iguales. Esa es la reflexión que me hacía al principio del juicio de las 'tarjetas black'. Como el primer día de colegio fueron entrando los acusados, los llamaban por su nombre y les iban asignando sus sillas, donde pasarán el resto del curso, digo del juicio. Como sucedía después de las vacaciones escolares, unos y otros iban saludando a sus amigos, tímidamente al principio y más ruidosamente después. En el patio del colegio, antes de entrar a la sala de vistas, había también alumnos de otras clases: el clan de los abogados de los acusados por un lado, el de los periodistas por otro, compañeros de mil batallas todos ellos. Mi sensación: la del nuevo estudiante venido de fuera que se aferra, desesperado, a hablar con su único amigo, el presidente de la organización que ostenta actualmente la acusación popular, la CIC.
Los ex presidentes de Caja Madrid y Bankia, que aparentemente se desprecian mutuamente, han tenido la desgracia que les asignen sillas contiguas
Tras ello, empezó la sesión. La profesora explica el temario del curso. Los dos gallitos de la clase, los ex presidentes de Caja Madrid y Bankia, que aparentemente se desprecian mutuamente, han tenido la desgracia que les asignen sillas contiguas. Ni se dirigen la palabra, reprimiéndose los impulsos de hacer algún comentario, supongo. El abogado de uno de ellos se erige en representante de la clase y traslada al tribunal las llamadas cuestiones de orden: cuánto van a durar los recreos, qué entra en el examen.
No podía faltar el repetidor, el alumno malote. Se le reconoce porque va con la camisa por fuera y escoltado por dos policías. Tiene un aura especial, se comenta que viene a clase todos los días desde una institución penitenciaria. Pide que se le permita ausentarse del resto del curso y la profesora lo deniega con tono de reprobación.
Tras ello, retomamos repentinamente el ambiente de juicio. Las togas, el tribunal, el fiscal, los abogados, echo en falta al típico dibujante de las películas. Debería haber una partida del ministerio de justicia para ellos.
En el primer receso las vejigas llenas forman una larga cola en el baño. Al revés de lo que suele pasar y por la desproporción manifiesta entre sexos, es el de caballeros el que está a tope. Con cara de pillo me intento colar en el de discapacitados pero está ocupado. El intento me cuesta la broma de los acusados que amenazan jocosamente con chivarse a los medios. Entre la cola y las entradas y salidas a la sala tengo oportunidad de charlar con varios de los consejeros y directivos. Algunos se me presentan directamente y son amables conmigo. Me pregunto si no empiezo a experimentar el síndrome de Estocolmo.
No era realmente cuestión de dinero, era cuestión de poder, la eufórica sensación de que todo me sale gratis
Volvemos al tumulto de la sala de vistas. Desde la bancada de la acusación, en el estrado, tengo una visión privilegiada de todos los acusados, beneficiarios de las famosas 'tarjetas black'. Veo en sus caras los estragos de la buena vida, de los viajes, las comidas y las juergas sin garrafón.
Esa visión me lleva a preguntarme: ¿Cuántos de los que los critican e insultan hubieran rechazado una 'tarjeta black'? Una tarjeta que, cuando llegaron al consejo de administración, sus compañeros utilizaban desde hacía años como un carnet de membresía de un selecto club, el de los triunfadores. No era realmente cuestión de dinero, creo (les sobraba), era cuestión de poder, la eufórica sensación de que todo me sale gratis. ¿O era quizá cuestión de sexo? Me sorprendo mirando uno a uno y pensando en la cantidad de polvos que habrán echado gracias al estatus de su tarjeta. Me viene a la cabeza una de las frases de House of Cards cuando su oscuro protagonista afirma que todo en la vida es cuestión de sexo, excepto el sexo, que es cuestión poder.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Cuántos la hubieran rechazado? Sería un interesante experimento sociológico. Pero sin necesidad de elucubraciones sabemos cuántos las rechazaron en realidad: solo 4 de 87. Bueno, en realidad sabemos que una persona, el consejero delegado Verdú, la rechazó y otras 3 no consta que las usaran. Para los amantes de las estadísticas podemos concluir que, en el mejor de los escenarios, el 5% es nuestro ratio nacional de honradez. Igual peco de pesimista, pero no creo que en la sociedad ese porcentaje sea mayor. Me pregunto, también, qué hubiera hecho yo, pero no tengo respuesta ni soy amante de la excesiva introspección.
No es necesario tener éxito electoral, es necesario tener simplemente principios y tenerlos bien puestos
Lo que sí tengo claro es que ese 5% (o 1%, me da igual, no es una cuestión cuantitativa sino cualitativa) es el que nos salva como sociedad. El que pone coto y marca límites a la podredumbre, la esperanza de que podemos mejorar, recuperar los valores perdidos, si es que alguna vez existieron. Esa es la labor que hacía UPyD en la política española. Para ello no es necesario tener éxito electoral, es necesario tener simplemente principios y tenerlos bien puestos, pues el honrado nunca lo tiene fácil sino siempre mucho más complicado que los corruptos, a los cuales pone en evidencia con su ejemplo. La ejemplaridad, ese es el concepto que estaba buscando. Aunque es una palabra que suena hoy en día a clase de catequesis, a viejuna, creo que es lo que necesitamos. Justo lo contrario de lo que define al actual panorama político español.
ANDRÉS HERZOG Vía VOZ PÓPULI
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