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viernes, 19 de julio de 2019

CALVO, LA ÚNICA


Uno esperaría que un ministro -o una ministra- renuncie prudentemente al placer de exhibir su ignorancia


Gabriel Albiac
Gabriel Albiac


Tengo la radio puesta cuando escribo. Escucho, con estupor, a la ministra Calvo: «Soy feminista desde que tengo 15 años y nunca he ido a una manifestación con mujeres de la derecha». Ignoro en qué año tenía quince la ministra. Sí sé que, si la señora Calvo no vio nunca a una mujer de derechas en sus manifestaciones, tampoco yo vi nunca a un socialista de ningún sexo en los choques callejeros que, contra la dictadura, sacudieron mi Madrid entre 1967 y 1975. Ni esto impide que haya habido socialistas antifranquistas (por más que tantos de ellos llevaran primero la camisa azul), ni impide aquello que tantas de las mujeres emancipadas voten, sin el menor problema, a partidos conservadores: de no ser así, hace tiempo que todos los parlamentos del mundo civilizado serían homogéneamente socialistas. No es el caso.

Cualquiera está en su derecho de decir estupideces. E incluso de confundir un tópico latino («Fulanito dixit») con un par de simpáticos monigotes de animación (Pixie y Dixie). Pero uno esperaría que un ministro -o una ministra- renuncie prudentemente al placer de exhibir su ignorancia. Por más que tal exhibición le sea placentera.

«Feminismo» y «feminista» son vocablos de muy reciente historia en los diccionarios. La primera aparición de ambos la registra la octava edición del de la Academia francesa, en 1932, para abarcar un campo semántico muy básico: «Feminismo. Doctrina que tiene como objeto la extensión de los derechos civiles y políticos a la mujer». «Feminista. Que hace relación al feminismo». Su primer uso lo acredita un pasaje de Alejandro Dumas hijo en 1872, L’Homme-femme: «Las feministas, perdóneseme el neologismo, dicen: todo el mal viene de no querer reconocer que la mujer es la igual del hombre y que hay que darle la misma educación y los mismos derechos que al hombre».


Desde mediados del XIX, y bajo denominaciones entre las cuales prima la de «sufragistas», la reivindicación de plena igualdad legal entre hombres y mujeres ha atravesado todas las corrientes políticas. Y, en el XX, limitar su peso a la sumaria topografía izquierda/derecha emborrona cualquier posibilidad de entender los aspectos más serios de su ruptura. La plena ciudadanía del individuo mujer marca el horizonte liberal, a partir del primordial papel de las mujeres en la epopeya colonizadora de los Estados Unidos. Cristaliza en la muy liberal «Declaración de Seneca Falls» de 1848. De ahí, salta a las liberales seguidoras de las tesis de Harriet Taylor Mill y John Stuart Mill en 1851. Atraviesa la forma francesa del sufragismo en la segunda mitad del XIX. En cuanto al siglo XX, difícilmente se hallaría a una más intransigente defensora de la apuesta emancipatoria femenina que Ayn Rand: liberal, libertaria e innegociablemente antisocialista. Seguro que con ese tipo de mujeres tampoco se cruzó nunca la señora Calvo.

Pero, en fin, no pidamos a la señora ministra lo imposible: lecturas. A alguien de su nivel le basta con no haber visto jamás a una dama que no fuera socialista en las festivas manifestaciones de amigas con carné, a las cuales su partido convoca. La entiendo. Como entiendo que, para valorar a ese PSOE actual, del cual ella es figura preeminente, a mí me baste con no haberme encontrado jamás a un solo socialista en las no demasiado festivas manifestaciones contra la dictadura, durante aquellos sombríos años, entre el 67 y el 75, en los cuales, al manifestarse, uno corría el tangible riesgo de acabar dando con sus huesos en la cárcel.


                                                                                   GABRIEL ALBIAC   Vía ABC

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