El autor reflexiona sobre la importancia de la ley electoral y su influencia en la conformación de la política española.
/EFE
Hablar de la ley electoral es hablar de la
constitución de un régimen de poder. Junto a la declaración de los
derechos y libertades fundamentales y al diseño y control de las
principales instituciones políticas, el modo en que se selecciona a lo
que en su día fueron élites y hoy simplemente gobernantes constituye
materia no solo constitucional sino constituyente.
Quizá no haya nada más determinante de la naturaleza
íntima del poder que el modo en que se resuelve el binomio
mando/obediencia sobre el que teorizó Carl Schmitt y desarrolló Julien Freund.
Pues indica el tipo de legitimidad que el poder obtiene. Simplificando,
si el ciudadano es obligado a obedecer, el régimen es autoritario. Si,
por el contrario, consiente que le manden, nos encontramos ante un
régimen representativo.
Pero el consentimiento político, desde su concepción lockeana,
precisa de libertad y plena autonomía individual. La distancia que
separa la democracia de la oligarquía es marcada por el grado de
libertad y de igualdad política que el ciudadano tiene a la hora de
seleccionar y retirar -no hay consentimiento sin capacidad de revocación
del mismo- a sus gobernantes. Es por eso que en un sistema electoral
verdaderamente representativo debe garantizar varios principios básicos.
El primero de ellos es la libertad. Que los
candidatos no dispongan de igualdad de oportunidades para presentarse a
unas elecciones -sufragio pasivo- implica negar a los ciudadanos la
libertad plena de elegir -sufragio activo. Dejando de lado la separación
de poderes, esta es la principal diferencia entre una democracia y una
oligarquía.
En España, el candidato dispone de la clásica
isonomía -igualdad ante la ley- pero no de isegoría -igualdad en el
ágora, que aquí significaría igualdad en origen. Esa deficiencia merma
necesariamente la libertad de elección de los ciudadanos y consagra a
las cúpulas de los partidos como los verdaderos amos del poder político.
No es justo ni racional que sean los territorios y no las personas los que influyan en la formación de la Cámara
Los representantes de los ciudadanos son plenamente
conscientes de que mantener su puesto depende mucho más de estar en
sintonía con la cúpula del partido que lo coloca en la lista que de los
propios votantes, quienes no tienen otra opción que votar la lista que
representa su ideología y programa de gobierno. La independencia de los
representantes, su libertad para actuar en conciencia pensando en sus
electores y en la nación, esa síntesis de lo mejor de Burke, Sieyès y Rousseau que equilibraba el mandato imperativo con el representativo, ha quedado relegada por Leibholz y el Estado de Partidos en favor de la identificación de las masas con un programa de gobierno y su integración en el Estado.
Como consecuencia de ello, el control ciudadano
queda a merced de los partidos, cuya democracia interna cualquiera que
haya leído a Michels sabe que es francamente difícil de
lograr. En términos prácticos, la consecuencia de una oligarquía es
que, al no ser el ciudadano el eje principal del poder, tampoco es el
único receptor de los beneficios.
Hasta la crisis de 2011, España fue una oligarquía
perfecta sin que casi nadie la cuestionase. Dos partidos hegemónicos
salidos de la Transición se turnaban en el poder, la mayoría de las
veces con la ayuda impagable de los nacionalismos, y establecían redes
clientelares con las que afianzaban e incluso extendían su dominio.
La crisis convulsionó el sistema al cuestionar a la
clase dirigente que había ocasionado el descontrol financiero y el
despilfarro público que llevó a cinco millones de personas al paro. Y
hasta cierto punto lo transformó, pero no lo mejoró en su esencia. Ha
habido reformas positivas; los mecanismos de transparencia son un
ejemplo. Pero la oligarquía solo ha mudado de piel por una con más
colores que sigue operando bajo las mismas normas.
El segundo principio fundamental es la igualdad. No
es justo ni racional, y en nuestro caso es dudosamente constitucional
-pues frente al art. 68.2 que consagra a la provincia como
circunscripción electoral, se encuentra su predecesor el art. 68.1 que
exige que el voto sea igual- que sean los territorios y no las personas
los que influyan en la formación de la Cámara que representa la
soberanía nacional.
La representación política por cooptación es una fábrica de mediocridades que se retroalimenta conforme pasa el tiempo
Según el ensayo de Jorge Urdánoz y Enrique Del Olmo
(+Democracia), un voto en Soria vale 3,6 veces más que en Madrid, y en
Teruel 3,8 veces. El mismo informe mantiene que UPyD, en 2008, obtuvo un
escaño con trescientos mil votos mientras que el PNV logró seis con los
mismos votos.
¿Ha servido esta desigualdad, al menos, para
mejorar la vertebración territorial? En absoluto. Los partidos en el
poder, conscientes de que sus diputados no son capaces de cuestionar sus
decisiones, solo han cedido ante las presiones de los diputados
pertenecientes a los partidos que han necesitado para gobernar, es
decir, los nacionalistas, dejando de lado a la España del interior.
La mejor muestra es la plataforma Teruel existe,
que reivindica, con razón, la ausencia de inversiones del Estado después
de cuarenta años de sobrerrepresentación electoral. Es más que obvio
que el Congreso debería representar fielmente las distintas
sensibilidades de la sociedad española y el Senado a los territorios.
Ninguna de estas dos premisas se cumple.
Otra función de la representación es la selección
de élites dignas de tal nombre. Cuando la sociedad se encuentra en su
mejor momento de preparación, a la política acuden con frecuencia
perfiles que podrían llamarse de cualquier forma menos areté (excelencia).
En la representación por elección, sin interferencias, cohabita
intrínsecamente ese sano carácter elitista en virtud del cual llegan al
poder los más preparados. Bernard Manin lo describe magistralmente.
La representación política por cooptación, sin
embargo, es una fábrica de mediocridades que se retroalimenta conforme
pasa el tiempo. En los primeros años de la Transición, a la política
llegaba lo mejor de la sociedad, personas que tenían mucho que aportar y
poco que recibir, al menos económicamente, porque la inmensa mayoría
obtenía mayores ingresos en su vida profesional. Hoy, casi ninguno de
los políticos tiene vida profesional propiamente dicha. Algunos jamás
han trabajado antes y la inmensa mayoría gana más en sus funciones
representativas que antes de desempeñarlas.
La estabilidad política está mucho más relacionada con la sensatez que con la proporcionalidad del sistema
Me pregunto en ocasiones qué dirían los Castelar, Pi i Margall, Cánovas, Canalejas, Azaña, Ortega
y tantos otros si echasen un vistazo a una sesión parlamentaria actual.
Esa intelectualidad, que tenía la defenestrada costumbre de leer, tan
imprescindible para poder parlamentar en vez de parlotear, y que
desarrollaba su vocación política desde dentro y desde fuera de las
instituciones, no tendrían oportunidad alguna en los partidos actuales,
en donde la brillantez y la autonomía de criterio son valores que
desacreditan a quien los porta.
No es por lo tanto casual el vuelo alicorto que contemplamos en la mayoría. Cuando Churchill
dijo que “el político se convierte en estadista cuando comienza a
pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”
parecía estar mirando a hacia la España del siglo XXI.
Por último, ahora tan en boga, un sistema electoral
debe garantizar también la estabilidad política. Pero esta cuestión
está mucho más relacionada con la sensatez, el sentido del Estado y el
compromiso con los votantes que otorga la libertad política de los
representantes que con la proporcionalidad del sistema. Los países
nórdicos son un ejemplo.
Una vez expuestos los principios que inspiran todo
sistema electoral representativo, cabe hacernos la siguiente reflexión
en forma de pregunta: ¿Va a ser la tendencia oligárquica del modelo
español modificada por alguna de las tres propuestas que están
sugiriendo los partidos? Si EL ESPAÑOL me lo permite, demostraré que no
en un segundo artículo y propondré humildemente lo que considero que
debe ser la solución.
LORENZO ABADÍA*** Vía EL ESPAÑOL
*** Lorenzo Abadía es empresario y profesor de Derecho Constitucional.
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