Unos denunciaron la casta, y en casta se han transformado a velocidad de
vértigo; otros airearon la bandera de la regeneración y han terminado
en el más cutre cambio de cromos
Albert Rivera y Pablo Iglesias durante un debate en 2016.
EFE
En poco más de cinco años la nueva política ha envejecido
una eternidad. De lo que pretendió ser, nada queda. Vinieron a
regenerar (o renovar) la política y las instituciones, pero han
terminado cayendo en las peores miserias de quienes tanto denostaban.
Sus primarias han sido, en no pocos casos, una burla, cuando no un
bochorno. Manipular voluntades a golpe de clic es fácil. La democracia
digital es concebida como el retorno del dedo democrático; o dicho de
otra manera, del cacique tecnológico. Y ha habido varios casos, algunos
recientes. En la mente de cualquier persona mínimamente informada están.
Unos
denunciaron la casta, y en casta se han transformado a velocidad de
vértigo. Otros airearon la bandera de la regeneración institucional y
han terminado entrando en el más cutre cambio de cromos. No querían
tocar poder, solo cambiarlo. Ahora andan acelerados por sentar sus culos
en cómodas (y bien pagadas) poltronas. Ansían cargos, pierden el oremus
por mandar. En lo que sea y dónde sea. A la vieja usanza, que es la que
da púrpura. Tras unos comienzos que algunos vislumbraron prometedores,
se han hundido en las mismas aguas procelosas en las que la política
española lleva navegando desde los primeros pasos del Estado liberal: búsqueda del presupuesto público para repartir favores
entre los suyos, afán despiadado por los cargos públicos, clientelismo
atroz y, asimismo, primeros síntomas, amén de preocupantes, de que todo
puede empeorar hasta el infinito.
El pluralismo político se ha ahogado en estructuras oligárquicas de poder en las que la voluntad cesarista de pretendidos líderes ha sido la voz dominante
Buscaron construir partidos nuevos y han terminado por configurar auténticas antiguallas. Ya lo dijo Ostrogorsky, “se ha puesto el vino nuevo en odres viejos”. Han terminado redescubriendo el agua caliente o, en palabras de Max Weber,
“la ley del pequeño número”; la que siempre ha gobernado los partidos.
El cainismo ha imperado por doquier y devorado sus frágiles
organizaciones partitocráticas, formadas precipitadamente por una
afiliación de aluvión o de arribistas, donde el rigor y las capacidades
político-institucionales de quienes aterrizaban han estado absolutamente
ausentes y nunca comprobadas. Un buen nido para oportunistas,
advenedizos y amateurs, que de todo hay.
La disidencia, por mínima que fuere, se ha mutilado salvajemente. El pluralismo político se ha ahogado en estructuras
oligárquicas de poder en las que la voluntad cesarista de pretendidos
líderes insustituibles ha sido la voz dominante, cuando no exclusiva.
Madera de dictadorcillos. De sus núcleos fundacionales ya prácticamente
nada queda. Han fulminado uno por uno a todo lo que se movía. O se han
ido marchando en goteo constante, cuando no se han escindido en procesos
de multiplicación de “marcas”, unas con futuro incierto y otras
simplemente destinadas a sobrevivir del escaño. En fin, también ha
habido casos en que se les ha abierto la puerta de forma descarada. Para
que salgan, obviamente.
La ciudadanía, entre atónita y descreída
El
inicial pulso ideológico se ha ido también diluyendo. Unos retornando a
las esencias de una visión ideológica trasnochada; otros tomando un
tortuoso camino para terminar donde siempre habían denostado. El
desconcierto se multiplica. Y la ciudadanía mira entre atónita y
descreída un espectáculo que comienza a ser lamentable: ¿Y esto era “la
nueva política”?, se preguntan. Para este viaje no hacían falta esas
alforjas, con los mimbres que teníamos ya era suficiente para ir tan mal
como íbamos. Nada ha mejorado, más bien ofrece síntomas de
empeoramiento. Me objetarán que hay más oferta. En verdad, lo que
tenemos es atomización partidista, pero seguimos encastillados en los
mismos bloques monolíticos que antaño:
derecha/izquierda/nacionalismo-independentismo. La transversalidad,
salvo puntuales excepciones, no existe. Ni se la espera. A la vetocracia entre bloques ideológicos, se une ahora la vetocracia interna
en los propios bloques: los “hermanos” pequeños se rebelan, si no hay
reconocimiento o cuotas de poder para repartir. Estamos asistiendo a una
comedia hilarante, aunque a veces el espectáculo ofrece más bien tintes
de indecencia. Pero hay que tomárselo a broma. Para salud de todos.
Con
ser todo ello muy inquietante, más lo es que la calidad institucional
de la democracia española está iniciando una caída hacia los infiernos,
si no estábamos ya en ellos. Damos por descontado un bloqueo político
constante, solo superado por algunos gobiernos con mayoría absoluta (la
excepción) o por no pocos gobiernos de coalición inestables y donde en
ocasiones mandan los perdedores, cuando no el penúltimo de la fila. Pero
quizás no advertimos con la claridad necesaria que al bloqueo político
sigue el bloqueo institucional. Este va a ser dentro de poco un país con la inmensa mayoría de sus instituciones “en funciones”.
Poltronas hay pocas y con ellas -CGPJ, TC, Defensor del Pueblo, Consejo de Transparencia, AEPD…-, harán una bolsa para repartirse las sinecuras
Los mecanismos de control del poder, instituciones que
proliferan en nuestro sistema democrático y que han sido colonizadas
indecentemente por el propio poder político al que debían controlar,
nunca han funcionado razonablemente entre nosotros. Pero en este
escenario actual, de mestizaje entre “vieja” y “nueva” política, cuyas
fronteras ya se han difuminado totalmente, pretender buscar acuerdos
transversales que requieren mayorías absolutas cuando no tres quintos de
los miembros de las Cámaras, será una tarea hercúlea, pues todos, ya
sin excepción, querrán entrar en el reparto. Sin embargo, esos “acuerdos
transversales” (más bien, prácticas de chalaneo) serán necesarios para
renovar decenas (en algunos casos, como en Cataluña, más del centenar)
de cargos institucionales en los próximos meses.
Y poltronas hay pocas. Mucho me temo que habrá serias
tentaciones de juntarlas todas (por ejemplo, CGPJ, TC, Defensor del
Pueblo, Consejo de Transparencia, AEPD, organismos reguladores, etc.),
haciendo así una bolsa para repartirse las sinecuras. Nada nos debe
extrañar a partir de ahora. Insertar en tales órganos de control a
militantes de partidos o a personas que han desempeñado cargos
representativos o de designación política, así como a los “amigos
políticos” (parafraseando a Varela Ortega)
es jugar a colocar peones amordazados y no verdaderos vigilantes del
poder. Y el poder sin límites ya se sabe, termina en la tiranía, diáfana
o tamizada, que tanto da.
La descomposición de la
democracia constitucional española comienza a ofrecer peligrosos
paralelismos con épocas pretéritas de infausto recuerdo. La política no
ha aprendido nada, pues ha sido incapaz hasta la fecha de reflexionar
sobre sí misma. Más les valdría a los políticos que pararan un poco esa
aceleración histérica y ese tacticismo barato en el que andan inmersos,
echaran la vista atrás y supieran extraer alguna lección del pasado, así
como procuraran armar cabalmente un futuro plagado de desafíos e
incertidumbres. Pero para eso hay que leer, comprender, reflexionar,
debatir y acordar. No parece que sea el caso. Estos verbos no se
conjugan en la política española.
RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO Vía VOZ PÓPULI
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