La moral izquierdista dejó de ser la propuesta positiva de una serie de valores, normas y convicciones para convertirse en el continuo afeamiento 'ad hominem' de los heterodoxos
Eran tiempos diferentes. (J.J. Guillén/Efe)
Estamos un momento político tenso, como suele ocurrir en los periodos
postelectorales en los que los pactos están por tejerse. No hay más que
recordar los muchos meses que transcurrieron tras las elecciones de
2016 y todo lo que tuvo que ocurrir para que Rajoy siguiera en La Moncloa, para entender bien por qué hay tantas tensiones a un lado y otro.
En momentos como estos las luchas verbales se recrudecen, producto del nerviosismo. El PSOE está obligado a tejer alianzas que no terminan de definirse, a su izquierda Podemos está en el alambre y se juega mucho en la negociación, y Errejón está pendiente de su nuevo partido. No lo están pasando mejor en el otro lado del espectro político, con un PP reasentándose después de un gran fracaso, Cs luchando contra cismas internos y Vox deprimido después de la debacle en sus expectativas. Todo esto produce mucha tensión, que sería muy recomendable rebajar, pero que resulta comprensible porque forma parte del juego.
Pero luego está todo lo demás, lo que no es juego, lo que es mecánica, lo que es hábito, lo que se ha insertado en la política española, y en general occidental, en los últimos años. Es algo pernicioso, antisocial y que resulta ya difícilmente evitable. Es una nueva forma de moral, con la que la derecha ha operado permanentemente, pero que se ha hecho mucho más visible en la izquierda en los últimos años.
La deriva en la que nos movemos era previsible, porque Podemos nació de un modo que conducía directamente hasta aquí. El partido de Iglesias y Errejón se construyó como fuerza de oposición. Empezaron focalizándose en la casta y en la corrupción, pero rápidamente pasaron a otro terreno, en el que se oponían a la monarquía, al régimen del 78 y demás. Proponían una nueva España, de la que no sabíamos gran cosa, salvo que nacería de un proceso constituyente. En ese giro, IU se convirtió en una diana preferente, como el PCE, no sólo porque era el espacio del que provenían, sino porque resultaba idóneo para poner en marcha un discurso en el que se han movido permanentemente: había que combatir lo viejo, lo obsoleto, ese mundo obrerista desfasado, machista, racista y xenófobo, para dar lugar a una izquierda abierta, plural, arcoíris, feminista y global. Estos argumentos se han prolongado durante mucho tiempo y han sido aplicados a distintos destinatarios: es lo mismo que Podemos ha dicho en las últimas elecciones a las derechas, pero es también lo que Errejón ha dicho a Iglesias cuando ha montado Más Madrid y lo que unos y otros suelen aplicar a cualquiera que les critique, porque ya que tienes el martillo, pones clavos en cualquier parte. Nosotros somos el futuro, vosotros el pasado, sois viejos, pensáis mal.
Una versión amable de este marco de pensamiento aparece en la ‘Guía para la comunicación inclusiva’ editada por el ayuntamiento de Colau, que se sostiene en la idea de que lo estamos haciendo mal aunque no nos demos cuenta y que en el fondo nuestro lenguaje, que denota rasgos de personalidad, es un poco racista, homófobo o machista. Debemos, por tanto, reeducarnos para no continuar siendo seres atrasados y emplear los términos adecuados es clave para ese objetivo.
Esto se parece mucho, tanto que es difícil distinguirlo, al pensamiento positivo, según el cual si cambias tu manera de pensar y alejas de ti todas las ideas negativas, se producirá una conexión mágica con el universo que acabará por atraer todo lo bueno que deseabas; la izquierda posmoderna cree que con cambiar nuestro lenguaje, las formas de pensar, las propias y las ajenas, terminarán transformándose por completo. Ganar la batalla del discurso, utilizando los marcos adecuados, abre las puertas del universo político.
Ese construccionismo también tiene un lado oscuro. Si la pugna es por fijar el lenguaje y los símbolos, hay que hacerlo decididamente y sin ninguna duda. Pero por ese camino, como bien demostró Barbara Ehrenreich, el pensamiento positivo se convierte en calvinismo, en un intento de apartar todas las ideas pecaminosas de la mente y de la sociedad, y en un combate sistemático contra ellas. Eso es lo que está haciendo la izquierda, señalar todas las ideas perniciosas y reaccionarias y por eso están permanentemente abominando de alguien.
Inserta en ese marco, la moral izquierdista dejó de ser la propuesta positiva de una serie de valores, normas y convicciones, para convertirse en el afeamiento, siempre ad hominem, de quienes no siguen las instrucciones al pie de la letra, o introducen matices, o apuestan por la heterodoxia. Fascista, reaccionario, rojipardo, machista o blanqueamiento son sus términos preferidos, pero tienen muchos más.
Ayer ocurrió (una de tantas veces) con Diego Fusaro, un personaje difícil de catalogar porque conjuga las posiciones marxistas con las salvinistas. La entrevista que publicó ‘El Confidencial’ generó aceptación en algunos sectores y un rechazo visceral en otros. Pero, como de costumbre, la izquierda posmoderna no entró a discutir sobre si aquello que el filósofo italiano decía era o no cierto (por aquello de que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero), sino que se centró en descalificar a Fusaro: se le tildó de fascista, se recordó su colaboración con Casa Pound, se le señaló como rojipardo que allanaba el camino al fascismo y demás, pero no se rebatió ni una sola coma de lo que expresaba.
Esto es curioso, porque es exactamente lo mismo que hicieron a esta izquierda posmoderna cuando emergió: la derecha no se molestó en discutir sus ideas, sino que difundió la descalificación ad hominem de sus líderes, que se convirtieron en la sucursal de Maduro e Irán en España y en todo eso que conocemos bien porque lo hemos oído mil veces. La izquierda posmoderna parece haberse encontrado cómoda en ese escenario y actúa así con sus críticos, de modo que combate el pecado, fija anatemas y condena al infierno. Quienes no apuesten por su visión de la izquierda abierta, plural, arcoíris, feminista y global son fascistas o caballos de Troya del fascismo.
La izquierda posmoderna haría bien en entender cuál es su papel, que se visibiliza mejor con un ejemplo histórico. Tradicionalmente, los burgueses requerían de esposas atractivas, que supieran comportarse en cenas y fiestas, que poseyeran una cultura amplia, en especial en música clásica y arte contemporáneo; mientras la tarea de ellos era ganar dinero y hacer política, ellas aportaban una nota de diferencia y distinción a un mundo pragmático y gris. A estas opciones de izquierda les ocurre igual: son el color que el capitalismo financiarizado pone en sus veladas.
Y en España es peor, porque aquí la burguesía franquista prefería a mujeres de bien, guardianas de las costumbres, dadas a la caridad, pero también encargadas de velar por la moral y de enseñar a las clases inferiores cuáles eran las normas que una sociedad correcta exigía. Nuestra izquierda posmoderna actúa a menudo como esas esposas beatas y persigue el pecado allí donde lo encuentra, tratando de reeducarlo con la excusa de la modernidad: no sois suficientemente feministas, ecologistas, globalistas, poliamorosos, en definitiva, de izquierdas.
Pero personajes como Fusaro son necesarios en un par de sentidos. En primer lugar, porque confronta a estas izquierdas débiles pero coloridas con todo aquello que han tratado de borrar de su mente, y eso produce mucha incomodidad. Como las izquierdas posmodernas se han convertido en una especie de superyó, sufren enormemente cuando se chocan de bruces con lo reprimido.
En segundo lugar, porque aun cuando las soluciones de Fusaro sean dudosas y aporte buenas y malas ideas sin solución de continuidad, el filósofo pone el acento en problemas esenciales a los que hay que dar solución. Le ha pasado antes a Guilluy, de quien no se puede hablar en París sin que te llamen fascista, pero los insultos no pueden borrar los hechos. La quiebra de la cohesión social y territorial a través de una economía que beneficia sólo a una pequeña parte de la población, el papel de los estados nación y de las instituciones como la UE, la disolución de las raíces éticas, el nuevo instante geopolítico y el papel del capitalismo en todo esto están ahí.
En ese escenario, no caben más juegos de palabras, ataques ad hominem y descalificaciones calvinistas. La izquierda debe dar respuestas, en el plano político y en el moral, en lugar de sus habituales “Diego Fusaro el que tengo aquí colgado”. A estos desafíos se les puede contestar de distintas maneras; Fusaro tiene una, Sanders otra y Elizabeth Warren otra, como demuestra su bien trazado programa. En España, el socialista Manu Escudero, embajador de España ante la OCDE, señalaba ayer que habrá una opción alterglobalizadora que combata al capitalismo y Lassalle, desde el liberalismo, aboga por una solución diferente, pero todos ellos apuntan a aspectos esenciales de este momento histórico. La izquierda del PSOE es un sorprendente erial en este sentido, contenta con ser la compañía vistosa que el capitalismo financiarizado lleva a las fiestas y con emprender la cruzada contra el heterodoxo.
Estas reacciones, sin embargo, no son más que la constatación de que su tiempo se ha acabado y de que el colorido progresista está destinado a desaparecer, y no porque una parte de la sociedad se aleje de él, sino porque acabará integrado en el ámbito liberal, que es al que pertenece. La hipótesis Podemos está en sus estertores, con un Iglesias que depende del oxígeno que le conceda Sánchez, Errejón podría pertenecer a Podemos o al Ciudadanos de Valls, y los anticapitalistas carecen de fuerzas y apoyos para trascender Andalucía. Y más allá de la suerte de un partido concreto, la izquierda bohemia y el liberalismo progresista parten del mismo lugar, con diferencias de grado, y es lógico que sea el segundo el que acabe representando mayoritariamente una postura abierta, diversa, conectada y global.
El problema de fondo es que las placas tectónicas de la sociedad están moviéndose, que las fuerzas sociales están cambiando y que se exigen nuevas respuestas de izquierda, imprescindibles en un momento como este, y la burguesía bohemia ha renunciado a ser parte de ellas.
Por suerte, la extrema derecha española no deja de ser una radicalización del PP, y su marco económico abomina de todo aquello que tenga que ver con cuestiones sociales, lo cual ha frenado por completo su desarrollo. Si no fuera así, resultarían electoralmente muy exitosos. Pero si de algo estamos seguros, es de que los ciclos políticos cada vez son más cortos, y no es descartable que algo pueda surgir por ese lado del espectro político. Si así ocurriera, buena parte de la responsabilidad sería de esta izquierda posmoderna que acusa de rojipardos a quienes se salen de la línea cuando ella misma es la mejor expresión del gatopardismo. Los demás, mientras, tendremos que dar alguna vuelta a nuestra forma de analizar la política para dar una respuesta válida a estos tiempos difíciles.
En momentos como estos las luchas verbales se recrudecen, producto del nerviosismo. El PSOE está obligado a tejer alianzas que no terminan de definirse, a su izquierda Podemos está en el alambre y se juega mucho en la negociación, y Errejón está pendiente de su nuevo partido. No lo están pasando mejor en el otro lado del espectro político, con un PP reasentándose después de un gran fracaso, Cs luchando contra cismas internos y Vox deprimido después de la debacle en sus expectativas. Todo esto produce mucha tensión, que sería muy recomendable rebajar, pero que resulta comprensible porque forma parte del juego.
Una nueva moral
Pero luego está todo lo demás, lo que no es juego, lo que es mecánica, lo que es hábito, lo que se ha insertado en la política española, y en general occidental, en los últimos años. Es algo pernicioso, antisocial y que resulta ya difícilmente evitable. Es una nueva forma de moral, con la que la derecha ha operado permanentemente, pero que se ha hecho mucho más visible en la izquierda en los últimos años.
Se
combatió ese mundo desfasado, machista, racista, obrerista y xenófobo
para abrir paso a una izquierda abierta, plural, arcoíris, feminista y
global
La deriva en la que nos movemos era previsible, porque Podemos nació de un modo que conducía directamente hasta aquí. El partido de Iglesias y Errejón se construyó como fuerza de oposición. Empezaron focalizándose en la casta y en la corrupción, pero rápidamente pasaron a otro terreno, en el que se oponían a la monarquía, al régimen del 78 y demás. Proponían una nueva España, de la que no sabíamos gran cosa, salvo que nacería de un proceso constituyente. En ese giro, IU se convirtió en una diana preferente, como el PCE, no sólo porque era el espacio del que provenían, sino porque resultaba idóneo para poner en marcha un discurso en el que se han movido permanentemente: había que combatir lo viejo, lo obsoleto, ese mundo obrerista desfasado, machista, racista y xenófobo, para dar lugar a una izquierda abierta, plural, arcoíris, feminista y global. Estos argumentos se han prolongado durante mucho tiempo y han sido aplicados a distintos destinatarios: es lo mismo que Podemos ha dicho en las últimas elecciones a las derechas, pero es también lo que Errejón ha dicho a Iglesias cuando ha montado Más Madrid y lo que unos y otros suelen aplicar a cualquiera que les critique, porque ya que tienes el martillo, pones clavos en cualquier parte. Nosotros somos el futuro, vosotros el pasado, sois viejos, pensáis mal.
El lenguaje
Una versión amable de este marco de pensamiento aparece en la ‘Guía para la comunicación inclusiva’ editada por el ayuntamiento de Colau, que se sostiene en la idea de que lo estamos haciendo mal aunque no nos demos cuenta y que en el fondo nuestro lenguaje, que denota rasgos de personalidad, es un poco racista, homófobo o machista. Debemos, por tanto, reeducarnos para no continuar siendo seres atrasados y emplear los términos adecuados es clave para ese objetivo.
La izquierda posmoderna cree que con cambiar nuestro lenguaje a través del discurso se abren las puertas del triunfo político
Esto se parece mucho, tanto que es difícil distinguirlo, al pensamiento positivo, según el cual si cambias tu manera de pensar y alejas de ti todas las ideas negativas, se producirá una conexión mágica con el universo que acabará por atraer todo lo bueno que deseabas; la izquierda posmoderna cree que con cambiar nuestro lenguaje, las formas de pensar, las propias y las ajenas, terminarán transformándose por completo. Ganar la batalla del discurso, utilizando los marcos adecuados, abre las puertas del universo político.
El calvinismo
Ese construccionismo también tiene un lado oscuro. Si la pugna es por fijar el lenguaje y los símbolos, hay que hacerlo decididamente y sin ninguna duda. Pero por ese camino, como bien demostró Barbara Ehrenreich, el pensamiento positivo se convierte en calvinismo, en un intento de apartar todas las ideas pecaminosas de la mente y de la sociedad, y en un combate sistemático contra ellas. Eso es lo que está haciendo la izquierda, señalar todas las ideas perniciosas y reaccionarias y por eso están permanentemente abominando de alguien.
Fascista, reaccionario, rojipardo, machista o blanqueamiento son sus términos peyorativos preferidos, pero tienen muchos más
Inserta en ese marco, la moral izquierdista dejó de ser la propuesta positiva de una serie de valores, normas y convicciones, para convertirse en el afeamiento, siempre ad hominem, de quienes no siguen las instrucciones al pie de la letra, o introducen matices, o apuestan por la heterodoxia. Fascista, reaccionario, rojipardo, machista o blanqueamiento son sus términos preferidos, pero tienen muchos más.
El caso Fusaro
Ayer ocurrió (una de tantas veces) con Diego Fusaro, un personaje difícil de catalogar porque conjuga las posiciones marxistas con las salvinistas. La entrevista que publicó ‘El Confidencial’ generó aceptación en algunos sectores y un rechazo visceral en otros. Pero, como de costumbre, la izquierda posmoderna no entró a discutir sobre si aquello que el filósofo italiano decía era o no cierto (por aquello de que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero), sino que se centró en descalificar a Fusaro: se le tildó de fascista, se recordó su colaboración con Casa Pound, se le señaló como rojipardo que allanaba el camino al fascismo y demás, pero no se rebatió ni una sola coma de lo que expresaba.
Quienes
no apuesten por su visión de la izquierda abierta, plural, arcoíris,
feminista y global son fascistas o caballos de Troya del fascismo
Esto es curioso, porque es exactamente lo mismo que hicieron a esta izquierda posmoderna cuando emergió: la derecha no se molestó en discutir sus ideas, sino que difundió la descalificación ad hominem de sus líderes, que se convirtieron en la sucursal de Maduro e Irán en España y en todo eso que conocemos bien porque lo hemos oído mil veces. La izquierda posmoderna parece haberse encontrado cómoda en ese escenario y actúa así con sus críticos, de modo que combate el pecado, fija anatemas y condena al infierno. Quienes no apuesten por su visión de la izquierda abierta, plural, arcoíris, feminista y global son fascistas o caballos de Troya del fascismo.
Color al capitalismo
La izquierda posmoderna haría bien en entender cuál es su papel, que se visibiliza mejor con un ejemplo histórico. Tradicionalmente, los burgueses requerían de esposas atractivas, que supieran comportarse en cenas y fiestas, que poseyeran una cultura amplia, en especial en música clásica y arte contemporáneo; mientras la tarea de ellos era ganar dinero y hacer política, ellas aportaban una nota de diferencia y distinción a un mundo pragmático y gris. A estas opciones de izquierda les ocurre igual: son el color que el capitalismo financiarizado pone en sus veladas.
Y en España es peor, porque aquí la burguesía franquista prefería a mujeres de bien, guardianas de las costumbres, dadas a la caridad, pero también encargadas de velar por la moral y de enseñar a las clases inferiores cuáles eran las normas que una sociedad correcta exigía. Nuestra izquierda posmoderna actúa a menudo como esas esposas beatas y persigue el pecado allí donde lo encuentra, tratando de reeducarlo con la excusa de la modernidad: no sois suficientemente feministas, ecologistas, globalistas, poliamorosos, en definitiva, de izquierdas.
Como
las izquierdas posmodernas se han convertido en una suerte de superyó,
sufren mucho cuando se chocan de bruces con lo reprimido
Pero personajes como Fusaro son necesarios en un par de sentidos. En primer lugar, porque confronta a estas izquierdas débiles pero coloridas con todo aquello que han tratado de borrar de su mente, y eso produce mucha incomodidad. Como las izquierdas posmodernas se han convertido en una especie de superyó, sufren enormemente cuando se chocan de bruces con lo reprimido.
Los desafíos
En segundo lugar, porque aun cuando las soluciones de Fusaro sean dudosas y aporte buenas y malas ideas sin solución de continuidad, el filósofo pone el acento en problemas esenciales a los que hay que dar solución. Le ha pasado antes a Guilluy, de quien no se puede hablar en París sin que te llamen fascista, pero los insultos no pueden borrar los hechos. La quiebra de la cohesión social y territorial a través de una economía que beneficia sólo a una pequeña parte de la población, el papel de los estados nación y de las instituciones como la UE, la disolución de las raíces éticas, el nuevo instante geopolítico y el papel del capitalismo en todo esto están ahí.
La
izquierda debe dar respuestas en el plano político y en el moral, en
lugar de sus habituales “Diego Fusaro el que tengo aquí colgado”
En ese escenario, no caben más juegos de palabras, ataques ad hominem y descalificaciones calvinistas. La izquierda debe dar respuestas, en el plano político y en el moral, en lugar de sus habituales “Diego Fusaro el que tengo aquí colgado”. A estos desafíos se les puede contestar de distintas maneras; Fusaro tiene una, Sanders otra y Elizabeth Warren otra, como demuestra su bien trazado programa. En España, el socialista Manu Escudero, embajador de España ante la OCDE, señalaba ayer que habrá una opción alterglobalizadora que combata al capitalismo y Lassalle, desde el liberalismo, aboga por una solución diferente, pero todos ellos apuntan a aspectos esenciales de este momento histórico. La izquierda del PSOE es un sorprendente erial en este sentido, contenta con ser la compañía vistosa que el capitalismo financiarizado lleva a las fiestas y con emprender la cruzada contra el heterodoxo.
Su tiempo se acaba
Estas reacciones, sin embargo, no son más que la constatación de que su tiempo se ha acabado y de que el colorido progresista está destinado a desaparecer, y no porque una parte de la sociedad se aleje de él, sino porque acabará integrado en el ámbito liberal, que es al que pertenece. La hipótesis Podemos está en sus estertores, con un Iglesias que depende del oxígeno que le conceda Sánchez, Errejón podría pertenecer a Podemos o al Ciudadanos de Valls, y los anticapitalistas carecen de fuerzas y apoyos para trascender Andalucía. Y más allá de la suerte de un partido concreto, la izquierda bohemia y el liberalismo progresista parten del mismo lugar, con diferencias de grado, y es lógico que sea el segundo el que acabe representando mayoritariamente una postura abierta, diversa, conectada y global.
Esta
izquierda posmoderna acusa de rojipardos a quienes se salen de la línea
cuando ella misma es la mejor expresión del gatopardismo
El problema de fondo es que las placas tectónicas de la sociedad están moviéndose, que las fuerzas sociales están cambiando y que se exigen nuevas respuestas de izquierda, imprescindibles en un momento como este, y la burguesía bohemia ha renunciado a ser parte de ellas.
Por suerte, la extrema derecha española no deja de ser una radicalización del PP, y su marco económico abomina de todo aquello que tenga que ver con cuestiones sociales, lo cual ha frenado por completo su desarrollo. Si no fuera así, resultarían electoralmente muy exitosos. Pero si de algo estamos seguros, es de que los ciclos políticos cada vez son más cortos, y no es descartable que algo pueda surgir por ese lado del espectro político. Si así ocurriera, buena parte de la responsabilidad sería de esta izquierda posmoderna que acusa de rojipardos a quienes se salen de la línea cuando ella misma es la mejor expresión del gatopardismo. Los demás, mientras, tendremos que dar alguna vuelta a nuestra forma de analizar la política para dar una respuesta válida a estos tiempos difíciles.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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