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jueves, 5 de marzo de 2020

CONSIENTE UN SIERVO

Hacer del «consentimiento» clave de libertad alguna es, sin más, un disparate

Gabriel Albiac 

Gabriel Albiac

El Anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual propone una definición de lo que, una vez la ley aprobada, habrán de entender los tribunales de Justicia por «violencia sexual»: «cualquier acto de naturaleza sexual no consentido, o que condicione el libre desarrollo de la vida sexual en cualquier ámbito público o privado». Como todo texto legal, tendrá consecuencias judiciales graves. Convendría, pues, que los legisladores se cuidaran del rigor en lo enunciado. Lo ambiguo y lo metafórico son letales de necesidad en un texto legal. La polisemia, legítima en otros ámbitos literarios, está prohibida en la literatura jurídica. Violar esa prohibición es algo que acaba por pagar caro el ciudadano.
Si el texto final de la
 ley quedase redactado así, todo en su codificación de delitos y penas reposaría sobre el participio pasivo «consentido», como demarcador de una sexualidad sierva respecto de una libre. Sin entrar en la difícil paradoja de los amores siervos (el «amor, solo artesano de mis propias desdichas» de Pierre Ronsard da, en 1584, canon a eso), hacer del «consentimiento» clave de libertad alguna es, sin más, un disparate. O, más propiamente hablando, un popular desconocimiento del diccionario. De cualquier diccionario.
El de la Academia, por ejemplo. Que registra para «consentir» las siete siguientes acepciones: «1. Permitir algo o condescender en que se haga… 2. Mimar a los hijos, ser indulgente con los niños o con los inferiores. 3. Creer (tener algo por cierto). 4. Atarse, obligarse. 5. Acatar una resolución judicial o administrativa sin interponer contra ella los recursos disponibles. 6. Dicho de una cosa: soportar, obligarse. 7. Dicho de una cosa: Resentirse, desencajarse, principiar a romperse».
En suma, decir «libremente consentido» es enunciar un oxímoron. Consentir es un verbo que expresa sólo -en diversos matices- dependencia y subordinación de un inferior a aquel que lo domina. En múltiples variaciones, es lo que su etimología arrastra: consentir es conceder, ceder al sentir de otro. Sorprende, la verdad, que un término tan inequívocamente degradante haya sido elegido para dar razón de «libertad» alguna. Sexual u otra. Si es que nos tomamos en serio la definición canónica de la libertad como «potencia autodeterminativa»: esto es, potencia que nada cede a nada ni a nadie.
El juego sexual -más allá de la sobrevaloración a la cual lo someten los hablantes- se rige exactamente por la mismas reglas que cualquier otro juego: las de la confrontación. Como en el poema de Borges en el cual los ajedrecistas son metáfora de la universal guerra que los mueve, o como en el sosegado campo de batalla del Go que Yasunari Kawabata despliega en una de las más bellas novelas del siglo XX, toda partida sexual se desenvuelve entre sujetos que confrontan sus potencias libres. Las reglas las impone el juego. Los jugadores son siempre siervos de la partida. No hay jugada de Go o de ajedrez libre. Sus determinaciones son matemáticas. La libertad está en entrar o no en el juego. Lean a Pascal: no se es libre jamás dentro de la partida. Ni siquiera está claro que pueda un humano excluirse de jugar.
Pesan demasiado en mí las lecciones de Jacques Lacan en 1973 («no hay relación sexual») como para no sospechar que esos sujetos, claramente definidos antes de iniciar la partida, son ficciones. Sé, eso sí, que fijar su cruce en los términos de lo «consentido» es llamarlos esclavos. Y negarles aun el poder de saberlo.

                                                                              GABRIEL ALBIAC  Vía ABC

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