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domingo, 15 de marzo de 2020

Por un Gobierno de emergencia nacional

Sánchez no sólo permitió desfiles feministas en toda España, como el que arroja distraído una cerilla sobre un estanque de gasolina, sino que jaleó la convocatoria con todos los medios a su alcance

 

/ULISES CULEBRO

 
Vista la irresponsabilidad con la que el Gobierno se ha conducido con la epidemia del coronavirus hasta que el lunes por la tarde le vio las orejas al lobo y entró en pánico al atisbar que tomaba las dimensiones de Italia, tras no escarmentar en cabeza ajena, nada tendría de extraño que, cuando la víspera de la manifestación feminista del domingo 8 de Marzo, notificaran al ministro de Sanidad lo que se venía encima, Salvador Illa adoptara la displicencia de aquel terrateniente que, al ser informado por su aperador del incendio desatado ese domingo en una posesión suya, le respondió en tercera persona: "¡Hay que ver el disgusto tan grande que se va a llevar el señor marqués cuando vuelva el lunes a casa!".
A tenor de lo sobrevenido tras el 8-M, ésa debió ser la reacción del titular de Sanidad -y del Gobierno en su conjunto con Pedro Sánchez al frente- tras la temeridad de autorizar y alentar desfiles feministas en toda España en pleno fragor de la pandemia. En efecto, no sólo los permitió, como el que arroja distraído una cerilla encendida sobre un estanque de gasolina, sino que jaleó la convocatoria con todos los medios a su alcance.
Es más, como en los años aciagos de la transmisión del sida que tantas muertes trajo y en los que se puso en boga la estrafalaria teoría de que todo era un complot del Vaticano para meter miedo en el cuerpo sobre las relaciones carnales entre personas del mismo sexo, el Gobierno hizo público desprecio y mofa de los avisos sobre la irresponsabilidad de auspiciar concentraciones que sólo podían empeorar la enfermedad. En su frivolidad, antepuso ganar la batalla abierta entre las dos facciones del Ejecutivo de cohabitación de PSOE y Podemos por abanderar el feminismo, a la salud ciudadana en fechas clave para atajar la plaga.
Con clara desatención de su deber primero, el portavoz de Sanidad, Fernando Simón, coordinador de Emergencias Sanitarias, incapaz de establecer un teléfono único para una España que sólo uniforma las licencias de caza por el lío de un ministro, no tuvo mejor ocurrencia, al ser inquirido sobre qué le diría a su hijo si quisiera acudir a la marcha, que aseverar que le dejaría que hiciera lo que le viniera en gana. Ante tal disparate, ¿qué podría colegir el ciudadano? Un portavoz, por perito que sea, no deja de deberse al Gobierno y adecua sus mensajes, no en función de su criterio, sino de la conveniencia de su ventrílocuo.
Por boca de Simón, desde luego, no hablaba primordialmente la Ciencia, pero su presencia permitía al Gobierno guarecerse bajo una falsa apariencia de asepsia, pues respondía a los dictados de un Gobierno que no quería arruinar una celebración emblemática para su causa. A la mañana siguiente, el ministro y su portavoz, en sendas citas, se mantuvieron en sus trece hasta que ese lunes por la tarde cayó por su propio peso el tinglado de la farsa al pasar sólo en Madrid de 8 fallecidos el domingo a los 17 muertos del lunes.
Cuando se tenía constancia desde la víspera del 8-M que el coronavirus avanzaba irremisible, se trataba, como desde el 31 de enero en que se registró el primer caso en Canarias, de templar gaitas y ganar tiempo hasta ese domingo tan letal a la postre. Lo evidenció la enfermedad, a modo de testigos de cargo, de dos ministras asistentes -la de Igualdad, Irene Montero, y de Política Territorial, Carolina Darias- , lo que forzó a poner al Gobierno en cuarentena.
Como subraya sobre la peste Bernard Rieux, el médico protagonista de la emblemática obra de ese título de Camus, en su cruzada por sofocar el cólera que se adueña en 1849 de la ciudad argelina de Omán, "no debemos obrar como si la mitad de la población no estuviese amenazada de muerte porque entonces lo estará". Así fue entonces y está siendo ahora, si bien, como se desprende de una obra tan actual, las plagas, aun siendo una constante histórica, cogen siempre desprevenida a la gente y ésta no termine de creérselo del todo pensando que lo que sucede no es real ni puede estar pasándole a ellos.
Camus refiere que, al igual que con las guerras, el ser humano suele decirse así mismo: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido". Y, sin duda, que lo es, pero ello no empece para que se produzca. Empero, como con el contagio del coronavirus que perturba el presente, se hace a la idea que se trata de un mal sueño que ha de pasar, "pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan" por no haber adoptado las precauciones.
Pero, si China disfrazó la verdad todo lo que pudo, pero se aprestó a erradicar la enfermedad en un régimen comunista de súbditos, a los españoles -valga la expresión coloquial- se les engañó como a chinos por unas autoridades que dijeron que aquí sólo se registrarían algunos episodios de una enfermedad más leve que la gripe, que no había que limitar la llegada de viajeros de zonas de riesgo y que sus habitantes, alegres y confiados, podían echarse a la calle a festejar el 8-M.
Viendo a los ministros encabezar desfiles, ¿cómo se iba a recluir en sus domicilios al común de los mortales? A la par, hacía chanzas un séquito que, caso de no gobernar la izquierda, se habría encaminado en tropel a protestar como hicieron en la crisis de la colza contra UCD o la del ébola contra el PP, y como ahora auspicia el comando televisivo de Rosa María Mateo en TVE contra la Comunidad de Madrid. Ayer volvió a la carga dejando con la palabra en la boca a Pablo Casado cuando empezó a criticar las reticencias de los socios de Sánchez a aplicar el decreto del estado de alarma.
Durante mes y medio, en el que anduvo más pendiente de su imagen personal de maniquí de la política que de afrontar una crisis que sitúa a España en el epicentro de coronavirus, Sánchez se ha enfrentado a un dilema similar al que, como ha evocado el historiador y politólogo Yascha Mounk, de la Universidad de Johns Hopkins, vivió EEUU con el virus de la influenza en 1918 y que mató a decenas de millones de personas, pero donde ciertas decisiones aparentemente menores supusieron la diferencia entre la vida y la muerte.
Así, conforme la enfermedad cobró fuerza, los regidores de las ciudades se enfrentaron a la tesitura de permitir o no eventos públicos. Thomas B. Smith, alcalde de Filadelfia, dejó que se llevara a cabo un enorme desfile con la fatalidad de que, al cabo del mismo, los cadáveres saturaban las morgues. Por su lado, en San Luis, un comisionado sanitario apellidado Starkloff ignoró las objeciones de importantes hombres de negocio y clausuró escuelas y lugares de ocio, además de prohibir cualquier evento. Merced a ello, San Luis registró la mitad de pérdidas humanas que Filadelfia.
Durante mes y medio de inconsciencia, Sánchez optó por la comodidad de quien posibilitó los óbitos de miles de conciudadanos. Habrá que ver, si tras aprobar el estado de alarma, secunda ahora el ejemplo de aquel Starkloff que protegió las vidas de muchos. Entre ellas, la de quienes lo ridiculizaron y tacharon de alarmista. Hasta hoy, Sánchez ha dado un recital de "ceguera consciente" o "ignorancia deliberada" que tiene su traducción penal. Cuarenta y cinco días haciendo como que se hacía, pero sin hacer nada, en un tiempo fundamental contra el Covid-19.
Pura epidemia retórica cuando estaba obligado a obrar más y hablar menos, dejando "las buenas palabras para artesonado del Infierno". De hecho, sus intervenciones del martes, tras el Consejo de Ministros, con un improvisado plan económico de pitiminí, y la del viernes, anunciando un estado de alarma en diferido, se produjeron tras sendas iniciativas de Madrid y del País Vasco de cerrar colegios y de declarar el estado de emergencia.
Con todo, lo peor es que, al anunciar el estado de alarma, no transmitiera encontrarse en mejor estado quien, con su desidia, se inhabilita para capitanear la batalla contra una crisis sanitaria que encadena una recesión de órdago. En ese brete, urge un gobierno de emergencia nacional que, como se reclamaba hace semanas en esta misma página, haga que los adultos vuelvan al despacho principal de La Moncloa.
Un jefe de gobierno, en una situación límite, puede hacer frente una moción de censura de la oposición, como la que Churchill soportó de los laboristas en plena II Guerra Mundial. Pero, en modo alguno, fracturado por dentro -ni siquiera marchó unido en la efemérides como la del 8-M- y donde su vicepresidente, aliado con sus socios soberanistas, representa postulados que complica concretar un estado de alarma que resulte operativo para contraponer una grave crisis. Baste como botón de muestra la tensión registrada en el maratoniano Consejo de Ministros de ayer, donde los españoles debieron esperar la comparecencia de Sánchez hasta el Telediario de anoche, en vez del de mediodía, como estaba anunciado.
Al insomnio del coronavirus y de la recesión en marcha, España no puede sumar, desde luego, un Gobierno que le mienta y que resulte una pesadilla en si mismo. En cuanto a querido moverse, Sánchez ha hecho sonar las cadenas que arrastra. Es un presidente, preso de los acontecimientos y rehén de unos socios desinteresados de la suerte que corra España. Por eso, el momento exige un gobierno de emergencia nacional que guíe la nave del Estado en medio de la tormenta con pulso firme, en vez de que lo hagan dos capitanes tirando del timón en distintas direcciones.
Repasando las declaraciones de Sánchez en el periodo en que se ha incubado esta pandemia, nadie se sorprenderá de haber llegado a este desastre. Por eso, en este punto en el que se dan la mano la incompetencia, la falta de credibilidad y la negligencia, cuando hasta la ingobernable Italia está dando sopas con hondas después de favorecer la epidemia, en esta hora de aflicción y enojo, sólo quepa confortarse, como en los días de desolación del golpe de Estado separatista en Cataluña, con las palabras que debieran proceder de Felipe VI.
Quizá en los términos de la patriótica alocución radiofónica de septiembre de 1939 de Jorge VI en la que, superando su tartamudez, aquel "soberano por accidente", tras abdicar el tarambana y filonazi del príncipe heredero, comunicó la declaración de guerra a la Alemania hitleriana. Si Jorge VI no podía permitirse el lujo de tartamudear ni quedarse sin articular palabra, tampoco don Felipe cuando puede producirse un arranque de lo que Lope de Vega llamaba "la cólera del español sentado".
En la cinta de El discurso del Rey, el personaje del rey Jorge pondera lo siguiente: "Si soy un rey... ¿dónde está mi poder? ¿Puedo formar un gobierno, puedo subir los impuestos, declarar una guerra? ¡No! Y así y todo soy la base de la autoridad. ¿Por qué? Porque la nación cree que cuando hablo, hablo por ellos". Y a fe que así actuó don Felipe con el 1-O ante la falta de liderazgo y debe volver a hacerlo en estas horas de tristeza y congoja en las que, como los habitantes de la ciudad de la peste de Camus, los españoles ya añoran "el mundo de ayer" que parece escapárseles entre las manos de una clase política negligente como pocas.

                                                                       FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

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