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domingo, 22 de marzo de 2020

ESPAÑA, PUESTA A PRUEBA

En estas horas de tribulación, hay que resaltar que Felipe VI haya sabido estar en su sitio a la altura de las circunstancias.

 

ULISES CULEBRO

 
A San Policarpo, obispo de Esmirna, se le recuerda por las palabras que expiró a sus 85 años al ser quemado en la hoguera a mediados del siglo I durante el Imperio de Antonino Pío, sucesor del hispalense Adriano, uno de los dos césares que la Bética aportó a Roma: "¡Señor, vaya tiempo me has dado para nacer!". Al hacer balance de su sexenio en el trono, coincidiendo en el tiempo con la pandemia del coronavirus y con el rebrote del corinnavirus que urgió en 2014 la abdicación de su augusto progenitor, seguro que Felipe VI hace suya la misma pesadumbre.
Es innegable que no ha tenido suerte, debiendo romper primero con su hermana Cristina a raíz de la condena de su cuñado, Iñaki Urdangarin, a cuenta del caso Nóos, y ahora con su padre, al transcender que éste habría usado una ignota fundación para esconder los 100 millones de dólares que Arabia Saudí le habría ingresado por mediar en las obras del AVE a La Meca. Únase a ello el intento de golpe de Estado secesionista del 1-O y la propagación de un coronavirus que se cobra en cientos de vidas la fatal arrogancia de unos gobernantes que despreciaron su venida catalogándolo de menos grave que una gripe común y que, furioso, puede llevarse por delante el modo de vida occidental. Pero España sí ha tenido, en cambio, fortuna con quien, con madurez y resolución, ha ejercido su alta misión de forma íntegra e irreprochable desde su entronización, aunque le exigiera el enorme sacrificio de desanudar los lazos de sangre.
En 2011 rompió con su cuñado, en 2015 privó del Ducado de Palma a su hermana y este 2020 recusa a su padre y le retira el óbolo del Estado tras apartarlo de la vida oficial al apreciar que el chantaje de que era objeto de su antigua amante, Corinna Larsen, podía extenderse a quien, como vástago, ya penó la preterición humillante de la reina madre, doña Sofía, pese a las admoniciones que se le hicieron llegar a don Juan Carlos antes de precipitar su cesantía. Una lúcida operación de Estado de PP y PSOE facultó sustituir al fautor de la Transición sin que se desplomara la obra que ha propiciado el mayor periodo de libertad y bienestar de una España en la que, según Larra, "no se sabe sumar, pero restar, a las mil maravillas". Esa modélica permuta en el Trono -cual puente sobre aguas turbulentas- sobrevino en medio de una grave crisis económica y de emersión populista del ellos contra nosotros, de los de arriba contra los de abajo, que ahora relanza el caudillo de Podemos, Pablo Iglesias, para recuperar notoriedad.
Así lo exhibió en el fervorín en el que convirtió su espectral aparición, saltándose otra vez la cuarentena familiar, junto al ministro de Sanidad, Salvador Illa. A diferencia de su época de activista y agitador comunista, ya no lo hace desde un modesto piso de protección oficial en Vallecas y desde el soviet de la Complutense, sino desde su confortable dacha en Galapagar y desde el coche oficial, lo que le posibilita, a conveniencia, ser Gobierno y oposición, ovacionar al Rey en el Congreso y alentar caceroladas contra la Monarquía que, de paso, solapen el movimiento cívico de la España de los balcones que acompaña estas jornadas de reclusión impuesta por el mortífero Covid-19.
Cuando al perro flaco español todo son pulgas, Iglesias reactiva la estrategia del cuanto peor, mejor, por medio de la cual Lenin derribó primero al zar Nicolás II y de seguido, una vez constituida la República de Rusia, al socialista Kerensky, prototipo de los estúpidos "compañeros de viaje" a los que miman los mismos comunistas que, en privado, los tildan de "tontos útiles". El proceso lo vivió la izquierda española entre 1931 y 1939.
Lo cierto es que, perdiendo el sentido de la realidad que tuvo al inicio de su reinado, don Juan Carlos desoyó todos los reproches. Como si anduviera en la época del primer Borbón, a horcajadas entre los siglos XVI y XVII, aquel Enrique IV de Francia que se convirtió al catolicismo tras proclamar que París bien valía una misa. Obró como éste frente al confesor que no cejaba de afearle su promiscuidad. Tantas fueron las reconvenciones que lo invitó a comer y ordenó que sólo se sirvieran platos con perdiz. Al ver cómo el eclesiástico se aturdía con cada escudilla que le dispensaban con la dichosa ave, su regio anfitrión terció: "¿Acaso, monseñor, no gustáis de la caza?". Antes de que éste terminara de esbozar su respuesta: "Majestad, es que siempre perdiz...", Enrique IV aprovechó para sacarse la espina de tanto sermoneo: "Monseñor, es que siempre Reina...".
A diferencia de aquel preste, un jefe de la Casa Real como Sabino Fernández Campo, secretario general de la misma durante el 23-F, debió pedir el caballo más veloz para escapar a todo galope tras mostrarle la verdad a don Juan Carlos y advertir en su malhumorada faz aquello del escritor argentino Marco Denevi en su Veritas odium parit (La verdad engendra el odio). Ello derivó en que el motor del cambio de España tras la dictadura y clave en la consolidación de la democracia se deslizara por un plano inclinado que puede sacar de España a este anciano que fue un niño exiliado en un apartamento de Roma y cuyo padre vivió, cual Juan Sin Tierra, en el destierro hasta casi el fin de sus días.
Como en el teatro del mundo, uno se examina todos los días y siempre se le juzga por lo último, por muchos que sean los éxitos cosechados. Por eso, como aseveró Tony Blair en su adiós del 10 de Downing Street, todo gobernante acaba mal por espesos que sean los laureles que ciñan su frente. Ello entraña una enorme injusticia. Sin duda. Pero nobleza obliga -nunca mejor dicho- cuando se desempeñan altos cometidos.
En este sentido, haber tenido razón muchas veces no garantiza tenerla siempre. De hecho, el Emérito dio un recital de despropósitos en los prolegómenos de su abdicación, creyendo que todo le estaba permitido, de la misma manera que antes lo hizo en la dirección contraria para bien de España. Con esos traspiés, ha dañado la intangibilidad que refrendó al abortar el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981 y que su hijo debió reeditar para urgir la restauración de la legalidad en Cataluña tras el 1-O de 2017.
Ese abandono del principio de realidad ha hecho que Juan Carlos I echara en saco roto lecciones de la historia. Como la que Isabel II recibió del entonces catedrático Emilio Castelar -luego efímero presidente de una fugaz I República de la que despotricaría- en 1865, en el rotativo La Democracia: "En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta con la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad". Entendía quien apellida la mejor oratoria parlamentaria que, si los ingresos del soberano provenían sólo de los Presupuestos del Estado, se conseguía "unirlo íntimamente con el pueblo".
Así es y así debiera haberlo entendido un Rey al que estas revelaciones sobre supuestos cobros de comisiones saudíes lo han puesto en el disparadero. De paso, también a su hijo y a la Monarquía al surtir de pólvora a los barrenistas que, cavilando que la ocasión la pinta calva, tratan de desestabilizar la democracia y desintegrar España. A la sazón, socios del PSOE en el Gobierno de cohabitación y sostén parlamentario del mismo desde la moción de censura Frankenstein que desalojó de La Moncloa al incauto Rajoy y metió en ella por la gatera al aventurero Sánchez.
Por eso, en estas horas de tribulación, hay que resaltar que Felipe VI haya sabido estar en su sitio, a la altura de las circunstancias, con todas las fallas que se quieran, pero que no desmerecen el inmenso valor que supone anteponer su deber, siguiendo la máxima cervantina, de que "la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale". Haciendo de tripas corazón, como hijo y como soberano, Su Majestad ha debido comerse un plato no de su gusto ni de fácil digestión como es la olla podrida de los supuestos negocios paternos, pero su repudio era perentorio para no dañar el crédito de una Monarquía que tan valiosos servicios ha prestado y deberá prestar a la democracia y a España.
Felipe VI ni podía ni debía enmudecer. No podía porque, como dice el protagonista de El discurso del rey, "ya no es aquel pasado en el que todo lo que tenía que hacer un monarca era verse respetable en su uniforme y no caerse del caballo, sino que se convierte en un actor más que invade la casa de la gente y se confunde inevitablemente con ella"; ni debía tampoco porque, cuando la gente está que arde, sólo falta arrimarle gasolina al fuego. Hizo no lo que le podría apetecer, sino lo que la gente espera de él para no comprometer a la institución. Como postula Baltasar Gracián en El Discreto, "la buena exterioridad es la mejor recomendación de la perfección interior".
La Corona, junto a la legitimación de origen, requiere también de una legitimación de ejercicio que pasa por una virtuosa ejemplaridad que le dote de autoridad moral para jugar el papel moderador que le asigna la Carta Magna. No en vano, como decía Ortega, "el mando debe ser un anexo de la ejemplaridad". En un país donde sobran leyes y faltan ejemplos, los administradores y custodios públicos han de dar ejemplo, al igual que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo.
A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer todo lo que no prohíban las leyes, quienes deciden sobre la vida y la hacienda de los demás deben predicar con el ejemplo. "Todo lo aprendemos mediante la imitación, mucho más que por la leyes", sintetizó Edmund Burke, gran regenerador de la vida inglesa en un momento de descrédito de los tres poderes clásicos.
Si esto debe regir para los políticos, qué decir de la Corona, cuya función se agota en su ejemplaridad, gracias a la cual encuentra el plebiscito diario que otros han de refrendar en las urnas. Durante años, el avance de la corrupción se ha visto favorecido en España por el abrigo que le han prestado unos partidos cerrando filas en los casos que le conciernen y por el uso instrumental que hicieron callando los escándalos propios y aventando los ajenos.
Llegado a este punto, conviene desenmascarar a aquellos impostores que, poseyendo la corrupción como pecado de origen y de funcionamiento, por citar al grupo más beligerante con la Casa Real, sólo buscan manosear el escándalo del rey padre para descoronar al hijo y echar abajo la Monarquía como clave de bóveda de la democracia española, trayéndoles al pairo una corrupción en la que son maestros sus regímenes de referencia y de nutricia.
Esa ejemplaridad es exigible, además, porque, como atisbó Julián Marías en 1976, lo mismo que no se puede tomar el nombre república como sinónimo de libertad porque la mayoría de las dictaduras se llaman así, haciendo perder significación al dilema monarquía-república que tanto encendió los entusiasmos en el pasado, un monarca, más que Jefe de Estado, es "cabeza de la nación". Ello explica sus señaladas intervenciones televisivas tras el 1-O y esta semana con ocasión de la devastación de vidas que está originado el coronavirus en esta España puesta a prueba.
Es lo que no le perdonan quienes quieren aprovechar la convergencia del coronavirus con el corinnavirus para finiquitar la España que vio restaurada la democracia con un Rey, y que puede fenecer tratando de convertir a Felipe VI en cabeza de turco. Buscan valerse del corinnavirus para escamotear la negligencia en la gestión del coronavirus tras meses perdidos para que el Gobierno pudiera capitalizar el 8-M con la argucia de que «nos va la vida». No se imaginaban hasta qué punto.

                                                                      FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

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