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sábado, 28 de marzo de 2020

DE REPENTE

El general que se acurruca en un rincón de la trinchera y llora, merece pena. Y una corte marcial

Gabriel Albiac 

Gabriel Albiac

  De repente, está sonando el Réquiem de Morales, una aritmética escueta del dolor, cuyo ascetismo prohibe la retórica: la retórica es la pornografía del sufrimiento. El dolor es taciturno. A ese silencio ofende el charlatán que dice compartirlo. Soledad y silencio son únicas grandezas a la altura de un hombre en sus instantes trágicos. En ese cruce fatal de un hombre con su destino, las providencias históricas que invocan los más necios se truecan en insulto. Anudar grandes palabras cuando la muerte comparece, es escupir al rostro de quien la está afrontando. Del que sufre, íntima, incomunicablemente: en el único modo en el que el dolor nos hace humanos.

Sobre mi mesa hay un libro. Desesperado y sucinto. Emil Cioran
 escribió su Breviario de descomposición en 1949, cuando su vida estaba ya rota, y su lengua perdida, y secas sus raíces, y se juzgaba a sí mismo un muerto en vida, tal vez el más hermético del siglo XX. Al inicio del libro, un manifiesto: «El antiprofeta». Y en él esta requisitoria: «La Historia: manufactura de ideales, mitología lunática, frenesí de las hordas y de los solitarios, negativa a afrontar la realidad tal cual, red mortal de ficciones». Coartada. Para lo peor siempre. La Historia, que da al político máscara horrenda de hombre bueno y facilita lo peor. Impunemente. Desconfiemos siempre de quien se dice llamado a salvarnos. Más aún, si cobra un sueldo por hacerlo. La generosidad de los políticos sale muy cara. No sólo monetariamente.
De repente, todos nos hemos despertado eremitas: hemos sido despertados. Y aprendemos a ser hombres. Miramos los mismos espejos de anteayer: vemos a un desconocido. Ése somos. No el de antes. A ése, antes no vimos nunca. De repente, alguien está hablando sobre la pantalla. Bajo, pero no quito, el Officium defunctorum. Es un pobre hombre asustado, ese que habla; aun sobre la pantalla puede olerse su miedo. Desparrama palabras. Hueras. Grandes, solemnes, resonantes como nuez podrida. Debería producirme ira el rostro desencajado del convocante del 8 de marzo, merced al cual medio Madrid está contaminado. Y me da sólo pena. Tiene miedo. Como todos. Pero es un miedo enmascarado en lo más obsceno: la grandilocuencia. Eso es lo imperdonable. El general que se acurruca en un rincón de la trinchera y llora, mientras sus hombres se hacen matar en el enjambre y el desorden, merece pena. Y una corte marcial.
De repente, entiendo que no soporto seguir escuchando a esa triste marioneta. Puede ser que mi vida, puede ser que la de alguien a quien yo quiera, sea truncada por su inconsciencia imbécil de hace dos semanas. No hay remedio. Huyo de la pantalla. Subo el volumen del Officium, esta matemática limpia del dolor. Y ya ni siquiera maldigo a ese triste irresponsable. Retomo el libro: «En todo hombre dormita un profeta, y cuando el profeta despierta hay un poco más de mal en el mundo». Pero Cristóbal de Morales lo borra todo. Y, de repente, Jorge Guillén: «El mundo está bien hecho». No tanto.
                                                                                  GABRIEL ALBIAC  Vía ABC

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