El autor considera que el PSOE, para intentar evitar el declive de la socialdemocracia, trata tanto a las mujeres como a los nacionalismos periféricos como dos nuevos caladeros de votos
AJUBEL
Vengo repitiendo machaconamente desde hace bastantes años que el socialismo en Europa, su cuna, está de capa caída. En Francia y en Italia, los otrora poderosos partidos socialistas han desaparecido; y en Alemania y Reino Unido, sus feudos originales, donde Marx residió la mayor parte de su vida, donde produjo sus libros más clásicos y llevó a cabo lo más destacable de su actividad política, los partidos herederos de su pensamiento, el socialdemócrata y el laborista, arrastran una vida lánguida con un papel secundario y un electorado menguante. Situaciones parecidas se dan en otros países de fuerte tradición socialista como Austria, Dinamarca o Suecia. Aunque en estos dos países nórdicos los socialdemócratas gobiernan, lo hacen en minoría y con el apoyo condicional de otros partidos. En Portugal y España los socialistas también gobiernan en coalición, mucho más sólida y coherente en el caso de Portugal. El caso español es anómalo, aunque toda la política española lo es desde hace décadas debido a la existencia de los partidos nacionalistas-separatistas periféricos.
El problema actual del socialismo o, más precisamente, de la socialdemocracia, no radica en que haya fracasado, sino en que ha triunfado en toda regla. De un lado, ha logrado todos sus fines: hoy la clase trabajadora comparte el poder con la clase media y con la clase alta, y ha logrado imponer el programa de seguridad social o Estado de bienestar. De otro lado, el cambio social que el desarrollo económico y la revolución socialista han traído consigo ha dejado al socialismo con una clientela muy disminuida: hoy quedan ya pocos proletarios en el sentido tradicional; la clase obrera se ha convertido en clase media, no sólo porque ha aumentado su nivel de vida, sino también porque las estructuras económicas han cambiado. Incluso los trabajadores de las fábricas son ahora más de cuello blanco que de cuello azul: los informáticos están sustituyendo a los obreros manuales y las empresas de servicios a las fábricas tradicionales. Sus propios éxitos han dejado a los socialistas en el dique seco. La gratitud histórica arrastra pocos votos. Además, ya un político tan conservador como Richard Nixon dijo en su día: "Hoy ya todos somos keynesianos"; y el mensaje de Keynes ha sido, quizá sin él quererlo, uno de los alegatos más persuasivos a favor de la socialdemocracia en el mundo occidental. Los conservadores son ya tan socialdemócratas como sus rivales.
Para los socialistas, la mujer ha dejado de ser la mitad del género humano para ser una nueva clase social
¿Qué pueden hacer éstos? Pues buscar otros clientes, nuevos caladeros de votos. Y en España han encontrado dos sobre todo: los nacionalistas periféricos y ... las mujeres. Para los socialistas, la mujer ha dejado de ser la mitad del género humano y se ha convertido en una nueva clase social, cuyo voto se busca como antes se buscó el del proletariado. Pero, para obtener el ansiado voto femenino, hay que convencer a esta nueva clase de que constituye un colectivo victimizado. El explotador del proletario era la burguesía; el explotador de Cataluña es España; el explotador de la mujer sólo podía ser la otra mitad del género humano: el hombre, más conocido con el tétrico apelativo de heteropatriarcado. Parece difícil convencer a una mujer de que su padre, su hermano, su marido y su hijo constituyen una clase explotadora que la oprime y empobrece.
Parece difícil, pero se puede intentar. De un lado, siempre se ha hablado de la guerra de los sexos. Es indudable que la mujer y el hombre a menudo tienen puntos de vista distintos. Con tanta pretensión de igualdad, mujeres y hombres son bastante diferentes; lo son físicamente y a menudo lo son temperamentalmente: al fin y al cabo, están, desde el claustro materno, sujetos a diferentes bombardeos hormonales que les afectan de manera diversa, física y psicológicamente. Por otra parte, la biología opera de muchos modos. De todos los mamíferos, los retoños humanos son los que nacen más inermes y desvalidos. Para sobrevivir necesitan largos años de cuidados, protección y aprendizaje. La mayor parte de esta tarea ha recaído tradicionalmente sobre las madres, y es natural. En las sociedades tradicionales, esencialmente agrícolas, el hombre era más productivo que la mujer (y mucho menos dotado para el cuidado de niños). En estas condiciones, la división sexual del trabajo era lógica. Sólo en las familias muy ricas podía una mujer librarse de las tareas maternales si quería.
Pero la evolución de la sociedad ha traído consigo cambios radicales: hoy la leche materna no es estrictamente necesaria, aunque sea aconsejable. Muchas de las tareas del hogar son más llevaderas y fáciles de compartir. Las guarderías y colegios también aligeran las obligaciones maternales. Otros factores sociales son aún más decisivos: a principios del siglo XX la esperanza de vida era de unos 35 años: en la vida de una mujer adulta había poco lugar para otra cosa que las tareas maternales. Eran pocas las que podían pensar en educarse y trabajar fuera del hogar. Hoy una mujer puede esperar vivir cerca de 90 años. Es natural que muchas quieran educarse y trabajar fuera de casa sin por eso renunciar a la maternidad. En su ayuda ha venido el cambio social: en las sociedades desarrolladas el sector terciario (los servicios) ha crecido inmensamente a costa de la agricultura y la industria. Las mujeres se han incorporado masivamente al mercado laboral. Se ha llevado a cabo plenamente, pero no sin fricciones. De una parte, la mujer se ha encontrado con el problema de simultanear la maternidad y el trabajo, cuestión que a los hombres en principio no se les plantea. Compartir las tareas domésticas ha causado tensiones y enfrentamientos conyugales. Muchos hombres se han resistido a la necesaria adaptación, tanto en el hogar como en la oficina. De ahí lo del heteropatriarcado.
El intento de convertir la feminidad en una clase social se ha apoyado en teorías confusas, demagógicas y, frecuentemente falsas. Se ha pretendido convencer a las mujeres de que son iguales, pero también diferentes. Son autosuficientes, pero necesitan protección legal. El feminicidio es un crimen execrable, pero también el infanticidio, del que apenas se habla. Claro, los niños no votan. Por otra parte, España es uno de los países con más baja tasa de feminicidio del mundo. Este hecho no justifica bajar la guardia, pero puede enfriar los ánimos de algunas. Por lo tanto, se silencia. Tampoco se habla de los hombres muertos a manos de mujeres, que también los hay. En cuanto al papel del socialismo en la promoción de la mujer, es algo que conviene matizar. Es bien conocida la polémica en la República sobre el sufragio femenino, que finalmente adoptó la Constitución de 1931, pero a lo que se opusieron varias mujeres de izquierdas, como la diputada socialista Margarita Nelken. Aducían el argumento oportunista de que la mujer votaría a la derecha. Y es cierto que la primera vez que lo hizo, en 1933, ganó la CEDA.
En todo caso, el feminismo histórico del PSOE está en entredicho: los socialistas no se subieron al carro del feminismo con armas y bagajes hasta que Aznar sacó mayoría absoluta en el año 2000. La legislación machista del franquismo no fue abolida por el PSOE, sino por la UCD. Así ocurrió con la atribución de la patria potestad y de la libertad de contratar (la tan traída y llevada capacidad de abrir cuentas bancarias sin permiso del marido), que quedaron consagradas por ley de 1979. El adulterio quedó despenalizado en 1977; hasta entonces había sido un delito, más castigado en la mujer que en el hombre. Y la Ley del Divorcio fue aprobada en 1981, a propuesta del gobierno de UCD, liderado por Adolfo Suárez.
Igual que el varón no es una clase social, la mujer, tampoco. Todos tenemos los mismos derechos y obligaciones, que deben ser protegidos, pero a ellas no se las debe tratar de encasillar por su sexo y convertirlas en soldados de una famélica legión. Procusto era un mítico bandolero griego que, so pretexto de auxiliarles, llevaba a su casa a los caminantes que encontraba y allí los tendía en una cama. Al que era más largo que el lecho, le cortaba los pies o la cabeza. A los que eran más cortos, los estiraba con una polea descoyuntándoles si era necesario, para que dieran la longitud deseada. La mujer, como el hombre, presenta una gran variedad de condiciones y aptitudes. No deben convertirse en robots iguales, adoctrinadas, con su pancarta, encuadradas en un ejército unánime. Afortunadamente, la gran mayoría no se deja encuadrar, y así se libra, tanto del coronavirus, como del lecho de Procusto.
GABRIEL TORTELLA* Vía EL MUNDO
- *Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor, entre otros libros, de Capitalismo y Revolución (Gadir, 2017).
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