Juan Manuel de Prada
Cuando leemos los Evangelios con atención descubrimos que Jesús siempre se resiste a hacer milagros, pues no quiere que lo confundan con uno de aquellos taumaturgos chiflados que embaucaban a la plebe con sus prestidigitaciones. Así que, cuando finalmente accede a las peticiones de lisiados, ciegos o leprosos, rehuye los métodos de los taumaturgos y los toca y ensaliva, los acaricia o cachetea, para que adviertan que no los está curando un espíritu, ni un capataz de espíritus, sino un hombre de carne y hueso como ellos que, sin embargo, tiene a Dios metido en el cuerpo y, al tocarlos, les mete un chute de divinidad en su magullada carne.
Este mismo chute de divinidad, logrado a través del contacto con nuestra carne también magullada por el pecado, introducen los sacramentos en la vida del cristiano. Como los milagros de Jesús, los sacramentos desdeñan las prestidigitaciones de los taumaturgos, para buscar el contacto carnal con quienes los reclaman: una imposición de manos, una unción con aceite, una mojadura o aspersión de agua. Y, cuando Jesús quiere quedarse con sus amigos, trayendo el cielo a la tierra (según la expresión que acaba de utilizar Reig Pla, un obispo a la contra del pancismo episcopal), lo hace también de la forma más carnal posible, buscando no ya el contacto, sino la deglución. Esta «carnalidad» sanadora del cristianismo, que desafiaba el espiritualismo pagano y también el epicureísmo que veía en el cuerpo un mero lugar de delectación, fue la razón principal de su rápida propagación entre gentes hartas de fanfarrias esotéricas. De repente, entre tantas religiones mistéricas, surgía una religión que abrigaba del frío, que enjugaba el llanto, que sanaba las heridas corporales y espirituales mediante la caricia, el abrazo y el beso. Y que, en lugar de expulsar del templo a los leprosos y a los pecadores, llevaba el templo hasta el arrabal o periferia de marginación al que habían sido expulsados. Aquella religión contaba con un Dios que se metía en las llagas del pecado y de la lepra; y los hombres que la predicaban no temían acariciar al leproso, abrazar a la adúltera, besar al apestado, como tampoco su Dios temía entrar en sus cuerpos abrasados por la fiebre y en sus almas envenenadas por el pecado. Mientras los emperadores se amurallaban frente al contagio y cerraban sus templos fastuosos, aquellos cristianos locos de amor salían extramuros con Dios metido en un cuenco de barro, para darlo de comida a los enfermos; y les hablaban con pasmosa naturalidad de la muerte que a todos nos aguarda a la vuelta del camino, y también de la vida gloriosa que viene después de la muerte. Y así aquel Dios humildísimo, agazapado en un pan ácimo, barrió del mapa a todos los dioses encumbrados en pedestales de mármol.
Naturalmente, esta locura de amor no debe confundirse con insensatez temeraria propia de taumaturgos chiflados. San Agustín nos enseñó que el cristiano no puede rehuir el martirio, pero tampoco arrojarse imprudentemente a él. Del mismo modo, la Iglesia no puede renunciar a llevar los sacramentos, pero tampoco causar daño a quienes los lleva; pues Dios tiene otras maneras alternativas de salvar las almas (y los cuerpos) de quienes lo aman, aunque sean jornaleros de ultimísima hora. Sin embargo, descartar traer el cielo a la tierra cuando ni siquiera el Estado Leviatán lo ha exigido, o renunciar a llevar la caricia, el abrazo y el beso de Dios a quienes lo necesitan, recomendándoles a cambio que se conformen con una taumaturgia (la televisión), me parecen actitudes más propias de burócratas indolentes y pancistas que de sucesores de los apóstoles. Y ya sabemos para qué sirve la sal que se vuelve sosa.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en ABC.
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